Autor: POR ROBERTO AMPUERO ESCRITOR, EX MINISTRO Y EMBAJADOR, ES ACADÉMICO DEL CENTRO PAÍS HUMANISTA DE LA UNIVERSIDAD SAN SEBASTIÁN Y DE LA UNIVERSIDAD FINIS TERRAE
Columnas de Opinión: Los “guagüeros” de La Habana
Columnas de Opinión: Los “guagüeros” de La Habana ce mucholas cosas pintanmuy mal, ellas no pueden empeorar, se equivoca. Siempre puedenempeorar. Los abismos de lospaíses no tienen fondo. Por cierto, hoy allí hay transporte de pasajeros contracción animal, pero no por moda. lujo, sino por falta de guaguas y combustible.
Al final lo importante para “cogerla guagua” era ser muy veloz o saber apostar (¿ se detendría antes o después dela parada?), y ya arriba convenía ser musculoso para aferrarse de forma segura a asientos 0 barrotes para no salir eyectado en las curvas o alguna detenlo más ción brusca.
Pero insólito de las Leyland se presentaba cuando el guagilero notaba que en una cafetería se estaba formando cola porque iban a vender café, el que hasta hoy estáracionado, tal como el azúcar y el habano, entre otras cosas.
Bueno, cuando el guagilero veía aquello, paraba en seco, trababa el bus con un feróstico freno de mano, y se bajaba levandosu palanca y se colabaenlafila haciendo valersu condición de sirviente público con estricto horario que cumplir. Así conseguía el vasito de cartón con una modestamedida de café dulce y aromático. Los pasajeros, encambio, aunque deseosos por hacerlo mismo, esperaban en silencio enel interior de la guagua sabiendo quesi bajaban, podían quedarse sin pan ni pedazo.
Cuando yo notaba que ya estabacerca de la universidad, mebajabasiguiendo al guagúlero, me colaba con élenel local para conseguir café, y algunos se compadecían de mí y me lo permitían, y entonces, con el vasito de cartón ya en la mano cubría a piel resto del trayecto a la universidad. Pronto aprendí que viajando en guagua o caminando, yo siempre llegaría empapado de sudor al lugar que fuere.
El misterio quesin embargo nunca desentrañé fue el de cómo las bellas habaneraslograban desplazarse por lasardientes calles dela ciudad con tanta gracia y sensualidad y sin una gota de sudor corriéndoles por la frente s nilas mejillas. bobos”. También sugerían ca1les por las que supuestamente soplaba la brisa y llevar un pañuelo sudadero, perolo cierto es que yo igual llegaba empapado aclases. Y lo peor: no teníaforma deeludirla caminata de casiuuna hora hasta la legendaria Escuela de Letras, cuyos graduados más destacados han terminado enel último medio siglo en el exilio. No podía eludirlatravesíaa pie, pueslosbuses pasaban tarde, mal y nunca por culpa del imperialismo.
Y cuando los buses pasaban, iban repletos hasta las puertas delantera y trasera, de las cuales colgaban racimos de pasajeros que no se caían de milagro y solidaridad humana, es decir, porque cada uno se aferraba al otro como podía. Muchos romances surgieron de esos batuqueados viajes de íntima cercanía.
Los buses eran unos viejos y maltrechos Leyland, importados de Inglaterra en 1964, cuando el castrismo llevaba cinco años yaun contaba con las reservas de la dictadura anterior, la de Fulgencio Batista, que duró menos de siete años, la décima parte deltiempo que levala de los hermanos Castro: 66 años.
Las legendarias “guaguas” Leyland -guagua le dicen los cubanos a los buses) eran ruidosos, pero sólidos y compactos, auténticos hornos ambulantes pues sus diminutas ventanillas de guillotina apenas se abrían y por las puertas quetapiaban los racimos de pasajerosnoentrabafresco ni duran-telas enloquecidascarreras de sus choferes. Debidoalaescasez de”guaguas” y alaapretacinga” de pael interior pasaba sajeros, pronto de horno a sauna. Allí se sudaba más que trotando porlas calles.
Comosi fuera poco, las guaguas no se detenían enlas paradas, donde aguardaban irritadas multitudes, sino que a setenta metros antes o después, con el fin de que la selección natural «que favorecía a los más velocesdefiniera quién abordaba.
Como puede imaginarse, el servicio era de crueldad e injusticia extremas, pero los perdedores, ya sinaliento ni bus, no tenían aquién reclamar, y les quedaba sólo confiar en que la próxima guagua parara más cerca de ellos. Amigos turistas que van allá tienen la impresión de que todo haempeorado desde que salí de Cuba, hace 46 años, cuando no llegaba a lostreinta pero podía concluir que ese sistema no tenía arreglo. Pero hablaba del calor en La Habana, y debo decir que los choferes de “guaguas”, los guagiieros, merecen comentario aparte.
Por lo general eran afrocubanos, manejaban con lacamisa abierta de arriba abajo, lucían encandiladoras cadenas doradas colgadas del cue1lo, anteojos de sol de ínfima calidad, pulseras en las muñecas y gruesos anillos en las manos, yse dejaban una-sólo unauña en extremo larga, que secomentaba era un arma origi-naria, y a su lado atesorabanuna palanca de ferro para resolver disputas con pasajeros, conductores o guagiieros.
El que menos se creía piloto en Indianápolis, y así arrancaba (nunca mejor dicho) de las paradas, tomaba las curvas, frenaba en seco y zangoloteaba a los pasajeros que iban apretados como sardinas de las antiguas latas (que en Chile, dicho sea de paso, vienen cada vez con menos sardinas). Cuando manejaban a toda velocidad, los guagiteros iban sentados de lado, pero con el codo izquierdo apoyado en la ventanilla si iban haciendo tiempo, y cuando setrataba de alcanzar al guagilero que losantecedía, entonces la carrerase volvía de miedo.
El guagiierose enajenaba y manejaba casi de pie, como si estuviese echándose unos pasitos de wasoltaba brawancó, ycantabao vuconadas como “a mi nadie mela gana entoda aisla, caballeros” o “aun no ha nacido el guagiiero que me venza en una carrera o viva para contarlo”. Y ahísí conducían olvidados por completo dela compacta y aterada carga humana que bregaba por sobrevivir atrás. Pero siento que es imposible imaginar queeseso sin haberlo vivido. Siusted no experimentó eseloco frenesí, no puede imaginar esos viajes. Además, ya noexistenlas Leyland. Fueron reemplazadas por camiones tolvaadaptados artesanalmen-te con escasos asientos. Duroscomo piedras. Si usted piensa que en Cuba, donde desde ha-.