Piloto Pardo: una hazaña entre los hielos
Piloto Pardo: una hazaña entre los hielos ¿ A mediados de 1916, Punta Arenas era una ciudad moderna. A más de tres mil kilómetros del centro capitalino, había logrado progresar de manera autónoma y sostenida. Sus habitantes sabían cuáles eran sus problemas y decidían lo necesario para solucionarlos sin esperar nada de nadie, tal como ocurría con las ciudades del norte minero. Daba la impresión de que los extremos de Chile eran regiones que con un poco más de voluntad y coraje hubieran logrado una saludable independencia.
Gracias a la actividad portuaria, forestal, ganadera y carbonífera, Punta Arenas era una ciudad de calles amplias, barrios comerciales siempre provistos, una red de alumbrado público eficiente, escuelas, colegios, academias, clubes deportivos, teléfonos, servicio de taxis, compañías de bomberos, teatros, hoteles, restauran= tes, un club hípico, un telégrafo y cinco diarios.
La antigua Sandy Point, como la llamaron los marinos que cruzaban el estrecho de Magallanes, era el último gran enclave de civilización, el último contacto con el mundo rumbo al cabo de Hornos para salir al mar de Drake.
Una vez que dejan atrás la ciudad, los navegantes son recibidos por los vien tos, a veces constantes o bien como ráfagas desatadas, sobre todo por las noches, cuando los chiflones se cuelan entre las velas o serpentean en los resquicios de madera en la cubierta y provocan ruidos que cuesta definir.
De AN Piloto Pardo: una hazaña entre los hielos El último libro de Patricio Jara, del cual ofrecemos un fragmento, relato la valerosa misión del piloto Luis Pardo, y la tripulación del Yelcho, en el rescate de Ernest Shackleton y los náufragos del Endurance. pronto en broma, de pronto en serio, dicen que corresponden al alma de los náufragos. Otros prefieren creer que después de muchas horas despierto, el cerebro se apelmaza y engaña. Así como la vista hace ver islas que no hay, sombras de formas que no corresponden, de pronto los sonidos de una cosa suenan a otra. Son voces imposibles de entender, lamentos que pasan a la velocidad de un pájaro negro.
No po= drían los viejos marinos decir igual cosa de las luces que acompañan a los navegantes, si no arriba, como puntos o lámparas a la distancia, entonces abajo, alumbrando desde quién sabe AZ Na A Lecturas 8,5 Lecturas 8,5 cuánta profundidad. Pero de aquello se hablará después, en el camino de regreso.
En ese momento, en las primeras horas del viernes 25 de agosto de 1916 --día de santa Patricia de Constantinopla, que se arrancó a Roma para que no la casaran tan joven y sobrevivió a un naufragio--, lo que más preocupaba a la tripulación de la Yelcho, luego de soltar amarras en Punta Arenas rumbo a la isla Elefante, era el viento, y no por su jugarreta con ruidos que no son, no por sus engaños con lo que no existe, sino porque el viento tarde o temprano traería los témpanos. Lo ha hecho desde antes de que el hombre caminara en dos patas sobre la faz de la Tierra y lo hará el día en que el último caiga desplomado. Las primeras borrascas llegaron al amanecer, a la altura del canal Magdalena y su costa de rocas cortadas a la bruta y una vegetación que hace lo que puede.
Se extendieron a puerto Burnt, (Continúa en la página 14). Piloto Pardo: una hazaña entre los hielos (Viene de la página 13) provocando el lento cabeceo de la proa de la Yelcho, el cual se hizo más brusco a medida que entraba a la mar gruesa. La escampavía fue empinándose en el lomo de las olas y descendía hasta el fondo de los zanjones de agua abiertos de improviso. Pero el mismo viento que aleonaba las aguas era el que hacía al pequeño buque remolcador moverse con más rapidez de la que le permitía su única hélice. Había sido construido diez años atrás en Glasgow y luego modificado como escampavía y nave de aprovisionamiento. Pero eso no mejoraba nada: en caso de falla o un golpe demasiado fuerte contra alguna roca, la nave quedaría entregada a los tumbos. Sería un calvario silencioso, pues no estaba acondicionada para la presión del hielo ni menos para un eventual choque con un témpano. El tubo alimentador de su caldera estaba parchado y no tenía calefacción ni equipo de radiotelegrafía, No podía contar nada, no podía pedir nada, y por las noches tampoco dejaba ver mucho de su interior. A menos que se alumbraran con lámparas de carburo, chonchones a parafina o velas, los tripulantes de la Yelcho podían pasar hasta diez horas en completa oscuridad.
Y si tomaban en cuenta que, en caso de problemas, su único armamento era un cañón treinta y siete milímetros, un artefacto básico, y algunos revólveres o quizás pistolas guardadas en un gabinete que nadie vio, bien se podría decir, como se decía, que la Yelcho era un barquito modesto, por poco no un barco de mierda, dedicado a entregar recados entre los islotes, a repartir encomiendas y repuestos a la gente de los faros. A medida que asomaron a la boca del canal de Beagle, las olas se volvieron más dóciles y las horas más lentas. La tregua valía la pena si permitía a la tripulación ver a tiempo algún bajo fondo que en condiciones más rudas hubiera asomado por sorpresa. Los murallones rocosos se partían convertidos en ventisqueros o trozos de montaña perfilados a chuzo.
No era fácil imaginar el manifiesto telúrico que hizo posible tales formaciones, la dimensión de los cataclismos que moldearon esos latidos petrificados donde asomaba la isla del Diablo y la bifurcación del canal en sus dos extremidades. Era un nombre común, desde luego.
Islas llamadas así se contaban tantas en el mundo como para proclamar un nuevo infierno, pero las corrientes más bravas, los remolinos bíblicos que se llevaban a los despreHabía que tener s abiertos para atravesarlos rápido, sin dejarles tiempo para que se dieran cuenta de que ese barquito de motor chisporroteante pasaba por ahí caminando de puntillas.
Aunque también había otra razón Aunque también había otra razón Aunque también había otra razón Aunque también había otra razón Aunque también había otra razón Aunque también había otra razón Aunque también había otra razón Ficha de autor Patricio Jara (Antofagasta en 1974) es periodista.
Autor de las novelas El sangrador (Premio del Consejo Nacional del Libro y la Lectura 2002), El mar enterrado, El exceso, Prat, Quemar un pueblo, Geología de Un planeta desierto (Premio Municipal de Literatura 2014) y Antipop.
Antipop. para apurar el tranco en aquella zona, y que para el caso no era otra que la cercanía de Nueva Innsmouth, un poblado nacido del esplendor pesquero que alguna vez hubo en la zona y cuyos habitantes apenas habían sobrevivido a una epidemia desatada en 1896 que los llevó a la ruina. Nadie sabía cuánta gente vivía en Nueva Innsmouth. Nunca se llegó a explicar del todo qué fue lo que ocurrió. Hablaban de una enfermedad exótica, traída de China o de alguna otra región lejana, o bien del paso de un cometa cuya cola dejó una estela venenosa que les cayó encima. Todo en Nueva Innsmouth estaba deteriorado. El muelle había sido invadido por un banco de arena que sobrepasó lo que parecía un rompeolas de piedra, en cuyo extremo se veía la base donde hubo un pequeño faro. A un costado se extendía una hilera de botes amarrados, jaulas pesqueras y algunas cabañas podridas y de paredes desmoronadas, como si hubieran estado por décadas sumergidas. El arrecife era una franja larga y negra levantada por encima de las olas. En ciertas horas la formación tomaba un aspecto inquietante, similar al lomo de una criatura enorme. No era difícil imaginar entonces la clase de historias que nar entonces la clase de historias que silo contaban los marineros que circulaban por la zona.
En vez de contrabandistas o piratas, hablaban de demonios que por las noches entraban y salían de una cueva en la parte alta del arrecife, una peña abrupta a más de una milla de la costa. Las criaturas gruñían o susurraban en forma gutural, indiferentes al paso de las embarcaciones que se atrevían a aproximarse lo suficiente para verlas mejor. En cualquier caso, solían evitarlas y se desviaban. Aunque más que por los episodios de diablería y brujerismo, por el riesgo a contraer alguna enfermedad. Lo que había causado la peste en Nueva Innsmouth, decían, debió de ser espantoso. Hubo marineros que presenciaron desórdenes, cosas horribles que no trascendieron fuera de la región.
El caso es que desde entonces la comunidad se arruinó para siempre y lo único que parecía vivo era una suerte de neblina amarilla que por las tardes flotaba sobre los pocos tejados que aún seguían en pie. El comandante Pardo no recordaba cuántas veces pasó por esa ruta. En ocasiones el mal tiempo lo hacía retroceder y buscar otra salida, o bien guardarse esperando un mejor momento. Pero ahora no había opción. No se permitiría hacerlo. Necesitaban pasar luego y seguir. No fuera a ser que tanto trámite que hizo el gringo Shackleton para salvar a su gente clavada allá lejos, en la isla Elefante, fuera en vano. Eran setecientas millas, o mil doscientos kilómetros, la distancia que debían recorrer desde Punta Arenas. No sabían si el regreso seguiría el mismo trayecto. Eso dependería del clima.
En cualquier caso, una cosa era salvar a los náufragos y otra llegar a la isla cuando fuera posible, quizás sólo para recoger y amontonar cadáveres. recoger y amontonar cadáveres. 2 Pardo y Shackleton lo habían escuchado varias veces, de seguro con otras palabr: gún el caso, pero sí varias veces: el miedo podía derrumvarias veces: el miedo podía derrumFA po.
Piloto Pardo: una hazaña entre los hielos bar todo menos la convicción; el miedo, instalado allí, en el momento menos esperado, era capaz de conseguir que hasta el más pintado retrocediera con tal de sentirse a salvo. Pero se necesitaba bastante más que eso para hacer que alguien se arrepintiera o pidiese perdón. Al final, y esto también se los dijeron con otras palabras según el caso, todo se trataba de morir o no morir.
A Shackleton se lo advir= tieron los balleneros noruegos en el camino de ida: que era peligroso, que los hielos engañaban, que las estaciones del año podían cambiar de opinión, que la banquisa, los bancos de témpanos, el ice pack o como carajos se llamaran esos mazacotes prehistóricos, podían ser invencibles.
Pero él, que era sir y por lo tanto mejor que el resto, acaso más valiente o estúpido que el resto, decidió no cambiar los planes, no escuchar y seguir por su caminito al costado del mundo. A Pardo se lo dijeron tambié que no tomara la orden de sus superiores como algo personal, que hiciera lo posible y no se matara por nada. Pero porfiaba con que había que ir y sacar a esos gringos. No se podía decir que no. No se podía volver sin nadie. Shackleton y sus cinco hombres llegaron a Punta Arenas a inicios de julio, de manera que hasta ese entonces habían pasado casi dos meses.
Pardo prefería no opinar en voz alta sobre lo que él consideraba que era demasiado tiempo, sobre todo si apenas en tres días la colonia inglesa y el consulado español habían reunido las dos mil libras esterlinas que costaba arrendar y aprovisionar la goleta en que hizo el anterior intento. De pronto la ciudad se había alborotado con la presencia de los exploradores que se instalaron en el Club Británico. Se cortaron el pelo, se afeitaron, recibieron tenidas impecables y fueron retratados para las páginas de los diarios. El domingo de esa semana, Shackleton dio una larga charla en el teatro municipal que terminó con una ovación.
Desde ese instante los exploradores fueron atrapados por la vida social con recepciones, almuerzos y cenas interminables en las que aprovecharon de conocer gente y tender redes, dos aspectos claves para beneficio de sus futuras expediciones. La buena bebida y la buena mesa los hizo ganar peso de inmediato. El español de Shackleton era peor que el inglés de Pardo y durante el viaje de ida no tuvieron forma de hablar de todo esto, pero había gestos, y también estaba León Aguirre. El lugarteniente de Pardo hablaba y entendía bastante inglés, de forma que era él quien se comunicaba con los exploradores en todo lo necesario.
Además, se imponía por su corpulencia y daba la idea de que no había más que hacerle caso en todo lo que decía. que hacerle caso en todo lo que decía. que hacerle caso en todo lo que decía. que hacerle caso en todo lo que decía. que hacerle caso en todo lo que decía. que hacerle caso en todo lo que decía. que hacerle caso en todo lo que decía. que hacerle caso en todo lo que decía. Aunque no era un oficial de la Armada, su forma de trabajar, rápida y decidida, hizo que Shackleton lo tuviera en cuenta para el nuevo intento.
Con su metro noventa y su guitarra, el segundo piloto de la Yelcho trataba de subir el ánimo en los instantes de sombra, cuando los exploradores no podían quitarse de encima la imagen del Endurance atrapado, convertido en un animal que intentaba salir de entre esas enormes placas que le cortaron el paso y luego lo cansaron hasta que dejó de batallar. El barco parecía entregado al frío, esperando que la geología de ese planeta desierto terminara el planeta desierto terminara el 1 calvario y se lo tragara de una » + vez. Pero no iba a ser tan rápido ni tan fácil. No era que se abriera Y A el hielo como la boca de un lobo La = y se engullera ese montón de === palos quebrados que era el Endurance.
Iba a ser un final lleno de «Piloto Pardo, una ruidos rocosos, una slow death, como hazaña entre los dijo alguien en el desayuno, una imIsra tata mense decay que hacía aullar a los peAlfaguara, rrOS. Santiago, 2024.
Pero el jefe Shackleton había teni188 páginas. do suerte en sus aventuras: la lealtad y confianza de su tripulación eran tan grandes que les alcanzaba para no abrumarse con pensamientos de tragedia y esperar días mejores organizando partidos de fútbol que duraban el día entero o carreras de perros, los mismos que, si las cosas no mejoraban, como de hecho ocurrió, tendrían que dejar atrás, lo que era un decir, porque nadie tendría corazón para abandonarlos a su suerte, pero sí la decencia para ponerlos a dormir y guardar un poco de silencio por cada uno. Escarcha pesada. Hielo entero. Riscos nevados.
Eso llevaba Shackle= ton en la cabeza de regreso a la isla Elefante; llevaba empuñados los días en que no vio manera de salir ni tampoco animales que fueran la ración de carne fresca para los perros. De un carne fresca para los perros. De un Lecturas 4 Documentos Documentos Documentos Documentos momento a otro, las focas, los pingútinos y las aves habían desaparecido. Daba la impresión de que toda vida se hubiera marchado hacia otro lugar. Pasaron más de cuatro meses sin matar una foca y las redes de arrastre salían cada vez más livianas. Mientras, el crujido de los hielos desplazándose por debajo se volvía insoportable. Frank Worsley había escrito de eso. El capitán del Endurance tomó notas de todo, pero en especial de la resistencia del barco, y pidió a Hurley que documentara la situación de la manera más detallada posible. Así fue como el fotógrafo hizo varias imágenes y rodó secuencias de un minuto.
Fue una magnífica resistencia ante la presión de toneladas de masa congelada que empujaron a la nave y la movieron hacia los lados, que la curvaron y estremecieron hasta estrangularla desde la sala de máquinas, el punto más débil, y sonó como si la martillaran, como si algo allá abajo hubiera comenzado a desmantelarla, a doblar sus fierros, a soltar sus pernos y partir las maderas. El Endurance se movía conforme se desplazaban las placas de hielo. A veces se levantaba, a veces se escoraba o se hundía como si fuera a desaparecer. Habían sido casi mil kilómetros que se desplazó a la deriva durante doscientos ochenta días. Y luego, según calcularon, una vez atrapado, las placas lo arrastraron hasta sumar los casi dos mil. Los exploradores sintieron el peso del frío, la fuerza polar que los acechaba y, al final, la impotencia que se transformó en miseria. Habían sacado todo lo que podían, todo lo necesario mientras el Endurance hacía agua por diferentes sectores, y por eso no todos prestaron atención a los pingitinos emperadores que aparecieron de pronto a la distancia. Eran ocho y salieron de una grieta a observar las sacudidas de enfermo que daba el barco. Los pingítinos comenzaron a aproximarse en fila y a graznar.
Mucho tiempo después, mientras es bía sus memorias, Shackleton mencionaría el episodio como si las aves hubieran llegado a ofrecer un canto fúnebre, pues al día siguiente el Endurance sería finalmente aplastado por el hielo, finalmente aplastado por el hielo, finalmente aplastado por el hielo,.