Un Estado deformado
Un Estado deformado OPINIÓN CARLOS PEÑA COLUMNA ESCRITA PARA EL MERCURIO DE VALPARAÍSO Militares transportando drogas desde el norte hasta Santiago (y exhibiendo sus ganancias en Instagram); aviadores infiltrando maletas, también con drogas, en viajes institucionales; jueces timando al Estado con licencias médicas para salir de vacaciones; notarios que autorizan mandatos sin verificar nada o casi nada; parlamentarios que usan la semana distrital como festivos, y ahora, una jueza que, por descuido o de manera deliberada, deja libre a un sicario apenas unas horas después de ser decretado que se le pusiera en prisión. ¿Qué puede estar ocurriendo para que, de una manera hasta hace poco impensada, quienes se desempeñan en el Estado se vuelvan de pronto delincuentes (es el caso de los militares y los aviadores haciendo de burreros), se comporten como pícaros (simulando enfermarse para escapar de sus deberes) o, en el mejor de los casos, se revelen como tontos o lerdos (como sería el caso de esa jueza que emitió tres resoluciones en apenas algunos minutos, hasta que la confusión permitió que el sicario escapara)? Hay, o parece haber, una flojera general de las instituciones. Chile siempre se caracterizó (aún persiste algo cuando se lo compara con el resto de la región) por un alto grado de institucionalidad o, como dicen los textos, de estatalidad. Es lo que la historiografía llamó alguna vez “Estado en forma”. La expresión “Estado en forma” pertenece a Spengler y con ella designa (en el vol. IV de “La decadencia de Occidente”) a una cultura con rasgos definidos y fuertes que acaban sosteniendo a las instituciones. Para Spengler, lo que sostiene a la sociedad, cuya fisonomía es el Estado, es una corriente vital y subterránea que compartida por las personas orienta su conducta, su ethos, su forma de ser. A eso lo llama Spengler “constitución”, y emplea la palabra en el mismo sentido que decimos de alguien que tiene una constitución fuerte o débil, armónica o desordenada. Esa forma o fuerza vital como también la llama Spencer, orienta la conducta de las personas y confiere al colectivo una particular identidad.
Pero cuando la cultura se agota, o cambia, o languidece, o transita de una situación a otra, el Estado pierde su forma y entonces las instituciones pierden la fuerza muda e invisible que las sostenía, y cuando ello ocurre abunda en los individuos el comportamiento oportunista y se pierde el sentido del deber.
Porque el sentido del deber, suele olvidarse, no descansa en el discernimiento que las personas efectúan caso a caso, sino que fluye naturalmente desde la cultura atmosférica que empuja a hacer lo que es correcto, lo que la sociedad espera, incluso si ello va contra el propio interés. Por eso quizá el principal desafío del Chile contemporáneo no sea exactamente el crecimiento económico, sino restablecer hasta donde ello sea posible la forma de la sociedad o, como diría Spengler, la forma del Estado.
Por supuesto, algo así no es fácil; pero el primer paso consiste en advertir el problema que se trata de resolver: la flojera de los roles y de las reglas por la desaparición de una cultura compartida. Para restablecer la forma perdida hay, desde luego, que aplicar sanciones a quienes han obrado dolosamente o de manera negligente o descuidada (sean jueces o militares), pero las sanciones no bastan.
Hay algo que el propio Spengler insinúa y que tal vez haya que ir tomando en serio: generalizar la idea de que una nación o un país es también una empresa compartida, no una yuxtaposición de individualidades cada una tratando de obtener para sí el mayor beneficio posible. n. “Una jueza liberando, por descuido o decisión, a un sicario; militares transportando drogas; miles de ciudadanos timando al erario público con licencias. Nada de esto ocurriría si existiera lo que Spengler llamó un ‘Estado en forma’. El problema es cómo restablecerlo”.