La guerra cultural
La guerra cultural Uno de los aspectos para muchos irritante y simplemente oportunista del discurso presidencial fue el anuncio relativo al aborto y la eutanasia. ¿Acaso, se preguntaron los críticos, no hay cosas más urgentes que invitar a debatir esos temas que inevitablemente ajizan el debate, lo radicalizan y nos separan? Hubo quienes incluso sugieren que detrás de ese anuncio presidencial no hay una voluntad seria, sino simplemente el empleo instrumental de un tema que divide: anuncios para galvanizar a su electorado, a su base de apoyo. ¿Será así? Quienes sugieren que ese tipo de anuncios están de más, por ser meramente divisivos u oportunistas, parecen creer que la política consiste simplemente en atender a las necesidades urgentes de las personas, las necesidades materiales, con eficacia y con prontitud, sin que los temas valóricos (como suele llamárselos con una expresión algo imprecisa) entorpezcan el quehacer público.
Pero si la política fuera eso (es decir, equivaliera a lo que Lenin llamó alguna vez la "administración de las cosas"), si en el fondo fuera pura técnica, entonces debiera ser sustituida de una buena vez por las políticas públicas, y el político, por el policy maker. Pero todo eso anularía una dimensión de la vida social que es su rasgo más propio.
La vida social cuenta con dos dimensiones que solemos olvidar, especialmente cuando algún problema nos agobia a tal punto que ensombrece al resto. ¿Cuáles son? En su texto sobre antropología (1798), Kant las identifica: en una de ellas, a la que llama "fisiológica", el ser humano y la sociedad aparecen como un eslabón de la naturaleza afectado por la necesidad; en la otra, a la que llama "pragmática", el ser humano aparece como un sujeto libre que debe decidir el significado que da al acontecer, al desafío de vivir. Y la política se mueve en esos dos planos.
Uno de ellos atinge a la necesidad, a los requerimientos de la naturaleza que hay en nosotros y que se manifiesta en las desgracias que padecemos --por ejemplo, un incendio, un terremoto-y que se revelará, más temprano que tarde, en la forma desgraciada de la decrepitud, o la vejez o la enfermedad.
El otro dice relación con la forma en que cada uno, y la sociedad en su conjunto, afronta las preguntas finales de la existencia como son las relativas al comienzo y el fin de la vida. El discurso presidencial se movió en esos dos planos.
Se trata, obviamente, de cuestiones distintas: las discrepancias en cuestiones pragmáticas (para seguir con la distinción de Kant) no deben impedir el acuerdo en cuestiones fisiológicas. ¿O alguien piensa que es sensato que un voto en estas últimas, en materia de pensiones, por ejemplo, dependa de la opinión que se tenga respecto de las primeras, v. gr. del aborto o la eutanasia, o que la opinión respecto de la capitalización individual conduzca lógicamente a una respecto del aborto? El oportunismo no está en plantear la pregunta por los límites de la vida en una sociedad abierta, sino en pretender que ambos planos se imbrican.
Por supuesto en la decisión de plantear esos temas como el aborto o la eutanasia, hubo algún cálculo prudencial o interesado derivado del hecho que en el plano material o fisiológico no había mucho que exhibir, ninguna transformación de las que alguna vez se anunciaron, ninguna fuente de agobio resuelta. Y es probable que ello haya incidido en la decisión de abordar esos otros temas controversiales.
Pero al hacerlo el Presidente no traiciona ni a la política ni a su rol, puesto que una sociedad democrática debe plantearse esas preguntas y debe ser capaz de resolverlas mediante los mecanismos de la deliberación y del voto.
Después de todo la pregunta acerca de cómo debemos vivir, es decir, la de qué sentido o significado conferir a los acontecimientos iniciales y finales de la vida, es inescapable, y evadirla no es una forma de resolverla.
Por eso la actitud de esos parlamentarios que salieron de la sala en medio del discurso, como forma de protesta por el anuncio, parecen malentender su quehacer, que no consiste en molestarse por ese tipo de planteamientos, sino servirse de la oportunidad para dar sus razones, contribuir de esa forma a esclarecer el problema, e invitar a adherir a ellas al electorado.
Pero reaccionar como si fuera un tabú que se acaba de transgredir, o como si todo fuera pura retórica, mero gesto oportunista, es no entender del todo en qué consiste la vida en una sociedad abierta.
Naturalmente, y sin que ello signifique rechazar la pluralidad que es propia de una sociedad abierta, se puede estar en contra del aborto, llamarlo barbarie esterilizada y esgrimir razones para ello, o argüir a favor de su licitud considerándolo una forma de supremo respeto a la autonomía de la mujer; pero al formularlas se acepta que la pregunta acerca de si debe permitírselo o no es perfectamente legítima. Y ese debate no debe obstaculizar los acuerdos en las áreas relativas a la vida material. Es probable que el tiempo de agobio material que hemos vivido desde el 2019 haya hecho creer que (para volver a Kant) la dimensión fisiológica de nuestra existencia era todo.
El discurso presidencial tiene la virtud de recordarnos que no, que después de todo, las preguntas finales siguen estando en manos del diálogo democrático donde cada uno podrá hacer valer sus razones en esto que suele llamarse guerra cultural, una guerra que en vez de ser divisiva es una forma de recordar que somos parte de una misma comunidad desafiados por las mismas preguntas.
La guerra cultural "... el discurso presidencial tiene la virtud de recordarnos que después de todo las preguntas finales siguen estando en manos del diálogo democrático, donde cada uno podrá hacer valer sus razones... ". CARLOS PEÑA.