Autor: Por Francisco Javier González Errázuriz y Jon Martínez Echezárraga
Inmigración y el origen de las familias empresariales
¿ Cuál es la contribución de las familias empresariales al desarrollo de Chile? Esa es la pregunta que responden los autores luego de tres años de investigación. En este extracto, el aporte extranjero desde el siglo XVII.
Es fácil tener datos concretos número de inmigrantes aveados en el territorio de Chile en el Pero la investigación realir Alejandro Fuenzalida Granrca de la evolución social de s arroja luz sobre la importanaquellos tuvieron en la formala sociedad chilena y en su mía.
El autor destaca fundamene alos italianos, vascos, navaasco-franceses, quienes sobreon en el comercio y en los inicios ncipiente producción indus/ascos y navarros, que conforel grupo más numeroso de exllegados en el citado siglo XVIII, dieron muestras de ser grandes emprendedores, y rápidamente se unieron a familias de antigua raigambre colonial, creando así una nueva Élite de amplia influencia política, económica y social durante la siguiente centuria.
Entre los italianos que dejaron huella durante el siglo XVI se encuentra el comerciante genovés Juan de la Croce, quien se estableció en Talca pocos años después de su refundación (1742), con su mujer, Silveria Álvarez y Bahamonde, y tradujo su apellido por De la Cruz (dando así origen a la estirpe de dicho nombre en la ciudad citada). El matrimonio tuvo una numerosa descendencia. Los cuatro hijos varones de la familia trabajaron con su padre y luego continuaron en el rubro del comercio. Uno de ellos, Nicolás, se trasladó a Cádiz, donde además de obtener una gran fortuna en el comercio logró el reconocimiento como hombre ilustrado. Otro hijo, Juan Manuel, permaneció en Chile y llegó a ser alcalde ordinario de Santiago en 1807. Los hermanos De la Cruz Álvarez y Bahamonde emprendieron una serie de negocios en conjunto, formando algo así como una empresa familiar, tal como lo acredita el epistolario de NiColás. En enero de 1783 constituyeron una sociedad para establecer la casa comercial en Cádiz, de la que se hizo cargo Nicolás, con el fin de remitir mercaderías para ser vendidas en Chile. Por otra parte, Juan Manuel, junto con otros hermanos, incursionaría en el rubro naviero a fines del siglo XVIII. Aparte de la familia De la Cruz, hubo otros italianos que sobresalieron en esa época por su espíritu empresarial.
Es el caso de Paulino Trabi —que montó una pequeña empresa para la fabricación de velas—, de Pablo Masenlli —avecindado en Valdivia a fines del siglo XVIII y dedicado al comercio de importación— y de Esteban Riso, relacionado con numerosos negocios mineros.
Otros tuvieron pulperías, vaticinando así la tradición de los emporios en la colonia italiana de fines del siglo XIX y buena parte del XX; dos buenos ejemplos son los empresarios Francisco Marino (en La Ligua, hacia 1769) y Lucas de Acosta (en Valparaíso en la misma época). Influencia gala Sin desmerecer el aporte de otras naciones, y tal como señala Alejandro Fuenzalida, se puede afirmar que «entre los elementos demográficos extraños que influyeron en la época colonial para la formación de la raza chilena, ninguno como el francés se manifestó de un modo más hondo y de un modo más rápido. Ninguno como él se tradujo en una modificación más notable del carácter de nuestra sociabilidad, que se hizo más expansivo.
La mayoría de los franceses que se establecieron en Chile durante el siglo XVIII llegaron a estas tierras en navíos galos que hacían comercio de contrabando en los mares del sur; actividad prohibida según las ordenanzas, pero admitida en la práctica (e incluso fomentada) por las autoridades. Ello permitió que entrasen sedas, tisúes, telas con hilos de plata, faldellines, vestidos, espejos, encajes y artículos de tocador.
Cuando el navegante francés Le Gentil de la Barbinais arribó a la bahía de Talcahuano, en marzo de 1515, se sorprendió por la cantidad de navíos de su país que se encontraban en la citada rada y que habían venido a comerciar a dichas costas.
Así, en una carta rubricada en Coquimbo, manifestaba: «Se cuentan más de cuarenta barcos franceses en estos mares». Dos años antes en ese mismo puerto, el ingeniero militar, explorador, navegante y científico Amédée Frézier encontró quince navíos mer- = Ficha de autor Francisco Javier González Errázuriz es doctor en Historia de la Université Paris | Panthéon-Sorbonne y profesor de la Universidad de los Andes. Ficha de autor Jon Martínez Echezárraga es doctor en Dirección de Empresas del de Barcelona y con estudios posdoctorales del MIT de Boston. Es académico de la Universidad de los Andes. Cantes franceses, con un total cercano a los 2.600 hombres.
Ambos datos hablan de una pujante actividad comercial francesa en las costas de Chile, pero, sobre todo, explican el origen de un número considerable de ciudadanos galos que se establecieron en el citado país y formaron una familia.
Del total de los 106 franceses radicados en Chile durante el siglo de quienes se ha podido encontrar registros en diversos documentos oficiales, treinta se establecieron en Santiago, veintidós en Concepción, seis en Valparaiso y cinco en Quillota. En lo atinente a los 43 restantes, una parte parece que se dispersó por diversas localidades, aunque de muchos de ellos no se tienen registros claros sobre lugar de residencia.
Respecto a los oficios y trabajos, consta que veintitrés se dedicaron al comercio, nueve a actividades mineras y otros tantos a la agricultura; había siete militares y cuatro marinos; otros cuatro se desempeñaron en emprendimientos industriales, tres eran médicos y uno, arquitecto. Por último, haciendo honor a la típica tradición gala del cuidado del cabello, también había un peluquero y un fabricante de pelucas.
Esta centena de franceses, la mayoría casados con chilenas, darían origen a familias destacadas en el Chile republicano: Bascur (Bascourt), Coo (Caux), Droguett, Duval, Pradel, D'Espinasse (hoy Espinosa, de la Región Del Maule), Castillón (hoy Castellón), L'Hotelier (hoy Letelier), Doublet (Duble), Labbé, Pinochet, Rocuant, De la Morigandais (hoy Morandé), Subercaseaux, Ravest, Breton, Lefebre, Langlois, Fermandois, Luisson, Daroch, Cassenave (Casanova), Christie (hoy Cristi), Gisbert, De l Harpe (hoy Jarpa), Semper, Abad, Laferte y Latapiat, entre otros.
Un buen ejemplo del empuje y temperamento de los franceses llegados en la centuria anterior a la Independencia lo ofrece el primer Subercaseaux avecindado en Chile: el teniente de navío de la Marina francesa Francois Pierre Pascal Subercaseaux. Nació en Dax, departamento de las Landas (suroeste de Francia) en 1725. Llegó a Chile en 1757 y se estableció en Copiapó, donde se consagró a la explotación de minas y al impulso de la metalurgia de la plata en la región.
Sus principales minas fueron las de San Antonio y San Félix, en Punta Gorda (Tierra Amarilla). En 1763 fue nombrado capitán, y prestó servicios como encargado de la defensa del puerto de Coquimbo; hombre rico y generoso, contribuyó con su propio dinero a esta labor militar. Ya mayor contrajo matrimonio con Manuela Mercado y Corbalán, hija del corregidor de Copiapó, Ventura Martín Mercado Cisternas. Con los Mercado también estaban emparentadas otras dos familias mineras de la zona: los Gallo y los Ossa. De hecho Subercaseaux realizó importantes trabajos mineros con la ayuda de dos concuñados pertenecientes a las citadas familias. Podemos ver en este trabajo familiar los inicios del gran impulso que tendría la minería en el norte y en la que destacarían precisamente las familias Gallo, Subercaseaux y Ossa. Los vascos Dentro de las corrientes migratorias del siglo es indudable que el elemento vasco fue el que más contribuyó al desarrollo económico y comercial de la gobernación de Chile. El escritor y filósofo español Miguel de Unamuno consideraba que “es Chile la nación hispanoamericana en que más predomina el elemento de origen vasco y en que más se ha dejado sentir su influencia.
Este ilustre autor hacía suya una tradicional frase de su pueblo en la que se mencionaba qué dos cosas de valor universal habían hecho los vascos: “Por ministerio de Iñigo de Loyola, la Compañía de Jesús y, con nuestra inmigración, la República de Chile””. Con ello el insigne intelectual quería poner de manifiesto el aporte vasco a la formación de la sociedad chilena. Si bien los vascos en Chile están presentes desde los inicios de la conquista, su número e influjo comenzó a sentirse de manera notoria a partir de la segunda mitad del siglo XVII.
En palabras de Thayer Ojeda: Pronto lo dominaron todo: la agricultura, la minería, la ganadería, el comercio, y estos [los vascos], hasta tal punto, que engendraron odiosas rivalidades no solamente de hijos del país, sino del resto de los españoles. De esta época son, por ejemplo, las familias Lecuna, Ugalde, Trucios, Alday, Avaria, Larraguibel, Zavala, Saldías, Arcaya, Azúa, Salvatierra, Aldunate y Ugarte.
Por su secular forma de vida, este pueblo montañés —diseminado por valles y comarcas de Vizcaya, Guipúzcoa, Álava y Navarra— vivía en un mundo austero que giraba en torno a sus propiedades, su ganado y su familia, en el que el trabajo solidario era parte de su esencia. Era frecuente que sus redes familiares se confundieran con las comerciales, hecho este que se manifestó de manera evidente una vez asentados en Chile. En este sentido puede decirse, sin exagerar, que la constitución de familias empresarias era algo casi connatural a los vascos.
Durante el siglo XVIII, la inmigración vascongada a América, y en concreto a Chile, se incrementó de manera patente, formando una verdadera cadena migratoria de parientes y paisanos, en la que el padre mandaba venir al hijo, el tío al sobrino, el hermano al hermano, el primo a otro primo y al amigo de aquel, y así sucesivamente.
En este proceso jugaba un rol fundamental la correspondencia y, en particular, las «cartas reclamo» o «cartas de llamada» como las ha denominado acertadamente el historiador Enrique Otte, y que son consustanciales a dichas cadenas migratorias. Una vez que consolidaba su posición aquel pariente establecido en Chile, tras dejar su tierra natal, estaba en condiciones de llamar a sus familiares, a quienes normalmente introducía en sus propios negocios. En el cuadro siguiente se presentan algunos ejemplos de esas llamadas.
Por su espíritu emprendedor y su enlace con la vieja aristocracia terrateniente chilena, los vasco-navarros del siglo XVIII pasaron a formar parte de una nueva élite de amplia influencia económica y política durante el siglo XIX. En opinión de dos investigadores de la emigración vasca a Chile, «las cualidades morales y prácticas del vasco le daban superioridad en una sociedad que salía lentamente pero irreversiblemente de su ciclo rural. La creciente urbanización del siglo XVIII incentivó las actividades comerciales de distribución e intercambio.
Los emigrantes vascos y sus hijos se convirtieron en eficaces intermediarios entre la ciudad y el campo». Según los estudios de Thayer Ojeda, la inmigración de vascos y navarros correspondió al 45% del total de los extranjeros llegados en el siglo XVIII. Entre ellos destacaron (Continúa en la página 18) “Familias empresarias y desarrollo económico en las historia de Chile”, de Francisco Javier González Errázuriz y Jon Martínez Echezárraga. Editorial LID, 422 páginas, 2019.
Francisco Antonio de Palacios Aristegui, de Oñate; Francisco de Madariaga, vizcaino; Tomás de Vicuña y Berroeta, de Aranaz; Pedro de Lecaros, de Bértiz Arana; José de Arlegui, de Pamplona; José y Manuel Antonio de Zañartu, de Oñate; Francisco Javier de Errázuriz y su primo Martín de Larraín, de la villa de Aranaz; Juan de Ortuzar, vizcaíno; Juan Ignacio de Goycolea, de Deva; Pedro Gregorio de Echeñique, de Arizcun; Domingo de Eyzaguirre, de Marquina-Jeméin y José Francisco Urrutia Mendiburu, de San Sebastián. Dado el carácter familiar de la diáspora vasca en Chile, se comprende que los primeros en llegar acogieran en sus negocios a los últimos inmigrados, creando verdaderas redes comerciales familiares. Francisco Antonio de Palacios Aristegui (Oñate, 1671) arribó a Chile a fines del siglo XVII, donde consiguió una respetable posición y una gran fortuna. Pensando en el bienestar de los familiares que tenía en la península, recomendó a su sobrino Francisco de Zañartu, hijo de su hermana María Teresa, que se viniese a Chile para iniciar negocios.
Este, a su vez, invitó a su hermano Manuel Antonio, quien llegó en 1728 y estableció una casa comercial que rápidamente adquirió gran importancia; en vista del éxito, invitó a su hermano José a unirse al negocio y este llegó hacia 1739, junto a su esposa Antonia de Iriarte y algunos de sus hijos.
Uno de estos últimos, Luis Manuel, trabajaría también en el negocio familiar, además de ejercer el cargo de corregidor de Santiago durante cerca de veinte años, gracias al cual realizó una gran actividad en la ciudad, dejando como legado —entre otras obras— el puente de Cal y Canto. Al igual que muchos otros compatriotas, en 1681 Santiago Larraín y Vicuña dejó el pueblo de Aranaz (Pamplona) y llegó a América, con tan solo 15 años, para trabajar con su tío Francisco Larraín. Además de este allegado, Santiago tenía una numerosa parentela en Perú y en Ecuador que ocupaba importantes cargos y gozaba de una buena posición económica. Como buenos vascos, todos eran comerciantes que contaban con barcos propios y dirigían un activo comercio interamericano entre los puertos de Portobello, Cartagena y Callao. Santiago se incorporó a esta red familiar y, gracias a ello, efectuó frecuentes viajes de negocios por el litoral que lo trajeron definitivamente a Chile en 1696. Aquí también tenía familiares (principalmente por la rama Vicuña) que lo acogieron.
Provisto del poder general de su tío -y en colaboración con sus primos Juan Francisco y Juan Ignacio de VicuñaSantiago se dedicó de lleno a promover sus negocios de intercamBio con Perú, valiéndose de los navíos pertenecientes a sus parientes. Además, estableció una tienda de sederías y otro tipo de géneros finos en la Plaza de Armas.
Los hechos demuestran que le fue muy bien, pues se casó en 1699 con Mónica Teresa de la Cerda: hija del licenciado Juan de la Cerda —perteneciente a una de las familias más distinguidas y ricas del país— y conocida como la heredera más acaudalada de su tiempo. El joven navarro se integró rápidamente en la nueva sociedad, hasta el punto de que en 1702 fue nombrado alcalde ordinario del Cabildo de Santiago.
Se estableció con su esposa e hijos (tuvieron ocho, uno de ellos murió al nacer y otro a muy corta edad) en una amplia y lujosamente decorada casa solar que había pertenecido a los Carvajal Bravo de Saravia en la calle Atravesada de la Compañía (hoy, calle Bandera esquina con Huérfanos). Lamentablemente, en 171 y con solo 33 años, murió la esposa de Santiago por complicaciones en el parto y aquel, que no volvió a casarse, pasó el resto de su vida dedicándose a sus negocios y al servicio público, ocupando elevados cargos como el de presidente de la Real Audiencia de Quito (1715-1718 y 1722-1728). Aligual que otros paisanos navarros, Santiago Larraín ayudó económicamente a su familia de la Península e hizo venir a sus sobrinos Tomás de Vicuña y Berroeta, Martin José de Larraín y Vicuña y Francisco Javier de Errázuriz y Larraín, a quienes ayudó a consolidar su posición económica y social en la nueva patria (los dos últimos llegarían a fundar sendas familias de gran influencia política y económica en Chile). Sin embargo, la única persona que a la muerte de Santiago recibiría todos sus bienes, seria Juan Francisco, su único hijo en condiciones de heredar (otros cuatro eran Religiosos y Rafael había muerto tempranamente); dicho sucesor quedo a cargo de diversos negocios, así como de las tierras de Tobalaba, Viña del Mar y Cauquenes que poseía su padre.
El último siglo de Chile antes de la Independencia fue un periodo de expansión en el que, dentro de las limitaciones y pobreza del territorio, se notó un aumento significativo de la población, del comercio exterior, de la producción agrícola y minera, del espacio ocupado (se fundaron una decena de nuevas ciudades) y, por último, de una inmigración que aportó nuevas savias y un mayor espíritu empresarial a la tradicional sociedad chilena. El progreso era evidente; sin embargo, desde el punto de vista de la producción industrial, el panorama continuaba siendo muy precario, por no decir nulo.
Aunque desde los inicios de la conquista de América la Corona impuso trabas al comercio americano (lo que para las provincias significó un fuerte retraso económico, durante los siglos XVI y XVID, el panorama, tal como se ha señalado, cambió durante la siguiente centuria, en gran medida, como consecuencia del contrabando y de una mayor libertad, sobre todo en la práctica del intercambio comercial.
Indudablemente esto benefició a los habitantes de estas lejanas tierras, permitiéndoles acceder a productos y mercaderías que de otra manera hubiesen sido inalcanzables (... ). La nueva patria A finales del siglo XVIII, hubo problemas de desequilibrio en la balanza comercial debido a las excesivas importaciones y a un estancamiento o aumento muy moderado de las exportaciones. La escasez de circulante también fue un fenómeno permanente, y bastantes comerciantes locales quebraron al no poder competir con la mercadería europea de mejor calidad. Su espíritu de emprendimiento, su apoyo en las redes familiares y sus contactos en diversas ciudades de América y de España les permitieron crear un comercio más moderno y dinámico. Y todo ello fue posible porque hubo una mayor libertad comercial y porque las trabas administrativas, en la práctica, disminuyeron significativamente. Quizás estos últimos elementos fueron importantes atractivos que aquellos inmigrantes tomaron en cuenta a la hora de decidir dejar su tierra natal para venir a buscar una nueva patria.