EDITORIAL: La Contraloría desnuda el juego sucio en el servicio público
EDITORIAL La Contraloría desnuda el juego sucio en el servicio público “Más de 13 mil funcionarios públicos usaron licencias médicas para ir a casinos, evidenciando un grave abuso de confianza y una falla en los controles del sistema”. La reciente revelación de la Contraloría General de la República ha abierto una nueva y preocupante fisura en el ya frágil tejido de la confianza pública.
La cifra es tan sorprendente como indignante: más de 13 mil funcionarios públicos, a lo largo y ancho del país, hicieron uso de licencias médicas mientras sus huellas digitales o rostros eran registrados en las entradas de casinos de juego. Esta no es una simple anécdota de mal uso de un beneficio; es una radiografía cruda de una cultura de la impunidad y el desprecio por la ética en el servicio público. Las licencias médicas son una herramienta fundamental de nuestro sistema de seguridad social. Están diseñadas para proteger a los trabajadores en momentos de vulnerabilidad, permitiéndoles recuperarse de enfermedades o lesiones sin el estrés de perder sus ingresos. Su correcto uso es un pilar de la justicia social.
Sin embargo, lo que ha descubierto la Contraloría es que, para un número significativo de funcionarios, este beneficio se ha convertido en una especie de “vacación pagada” para dedicarse a actividades de ocio que, en muchos casos, son incompatibles con la condición médica que justificaba la licencia.
Es difícil imaginar un diagnóstico que justifique la necesidad de reposo y, al mismo tiempo, permita a una persona pasar horas en un casino. ¿Estamos hablando de una nueva “terapia” para el estrés? ¿ O acaso la “fiebre del juego” se ha convertido en una patología oficial? La ironía es dolorosa.
Mientras miles de chilenos enfrentan listas de espera interminables para atenciones médicas reales, y mientras el sistema de salud pública se debate entre la escasez de recursos y la sobrecarga de demanda, un grupo de funcionarios decide jugar con el dinero y la confianza de todos. Pero este escándalo no es solo un problema de ética individual.
Es un síntoma de un mal mayor. ¿Qué falló en los controles internos? ¿ Por qué los jefes de servicio no estaban al tanto de estas situaciones? ¿ O acaso lo estaban, y decidieron mirar para otro lado? La responsabilidad no puede recaer únicamente en los 13 mil funcionarios. Debe extenderse a sus superiores, a las jefaturas de recursos humanos y a las auditorías internas que, evidentemente, no funcionaron como debían. La Contraloría ha cumplido su rol al destapar esta vergúenza, pero el verdadero desafío empieza ahora. Las sanciones deben ser ejemplares y claras. No bastan las meras amonestaciones o descuentos simbólicos. Es hora de enviar una señal inequívoca de que este tipo de conductas no serán toleradas. Quienes abusan de un beneficio pagado por todos nosotros deben enfrentar las consecuencias, incluyendo la devolución de los dineros percibidos y, en los casos más graves, la remoción de sus Cargos. Este escándalo nos obliga a reflexionar sobre la necesidad de fortalecer los mecanismos de fiscalización y de promover una cultura de probidad y responsabilidad en el servicio público. No se trata solo de imponer reglas, sino de cultivar la convicción de que servir al Estado no es un privilegio para el abuso, sino una alta vocación de servicio que exige integridad y compromiso. El “casino de la confianza pública” ha sido expuesto. Ahora, el desafío es cerrar las puertas a la picardía y el abuso, y reconstruir, ficha a ficha, la credibilidad que se ha perdido. La ciudadanía merece un servicio público donde la palabra “confianza” no sea una apuesta arriesgada, sino una certeza innegociable.