La tumba del Chile predecible
La tumba del Chile predecible TRIBUNAEl último martillazo que cincelaba la imagen de Chile en el exterior antes del estallido social del 18 de octubre de 2019 fueron unas declaraciones del presidente Sebastián Piñera, diez días antes, el 8 de octubre, en el matinal de Mega: “En medio de esta América Latina convulsionada veamos a Chile, nuestro país es un verdadero oasis, con una democracia estable, el país está creciendo, estamos creando 176 mil empleos al año, los salarios están mejorando”. El presidente insistía en un discurso conocido, el de Chile como mejor alumno de la globalización, y caía en el conocido síndrome del escapismo geográfico que ha llevado a pensar que el país limita al norte con Francia y al este con Dinamarca. En el caso del expresidente, este síndrome no era producto de un menosprecio a la geografía, sino el resultado de su ambición de que Chile se convirtiera en un país desarrollado en 2026. Creía firmemente que compararse con los mejores era una manera de mantener al país alineado con ese objetivo.
Por eso, en su primer mandato (20102014) pugnó por incluir a Chile en la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE), aunque nunca se haya calculado el coste fiscal que ha supuesto satisfacer los requerimientos de ese organismo en términos de datos, estándares y burocracia, ni el coste psicológico que supone para una sociedad aspiracional como la chilena hacerle pensar que podía llegar a ser Suecia sin suecos. Antes del estallido, Chile era visto como un ejemplo de éxito económico y político en América Latina. Con un crecimiento sostenido durante décadas y un alto nivel de estabilidad institucional, el país gozaba de una reputación favorable entre los líderes políticos y los analistas internacionales. El estallido quebró esta imagen. La cobertura informativa de los incidentes fue rápida y detallada. En Europa, El País y Le Monde enfatizaron la magnitud de las protestas, comparando el caso chileno con otros movimientos, como los chalecos amarillos en Francia o las protestas en Hong Kong. Los medios destacaron la participación masiva de la ciudadanía y la represión violenta de una policía desbordada. La imposi-ción de toques de queda y el despliegue de militares trajeron reminiscencias de la dictadura de Augusto Pinochet. Narrativa de la desigualdadTambién hubo matices.
Medios con corresponsales permanentes en la zona, como El País o The Guardian, más predispuestos a asumir la visión de las élites locales, subrayaron el contraste entre la percepción de Chile como un “oasis” de estabilidad y las realidades socioeconómicas que alimentaron las manifestaciones, mientras que los medios estadounidenses como The New York Times y CNN se centraron en la creciente violencia durante las protestas y la respuesta del Gobierno chileno, sugiriendo que podían existir elementos agitadores (Rusia, Venezuela) aprovechándose de la coyuntura. La narrativa que se impuso a través de la prensa y del mundo académico fue la primera: que Chile pagaba en la hoguera el precio de su éxito económico. Que el costo de ese rápido desarrollo, que hacía soñar con una sociedad avanzada, era una desigualdad económica inaceptable. Más accesible y fácil de retratar, medios extranjeros como The Economist o El País ya venían destacando sistemáticamente la desigualdad como contrapunto del éxito del país. Dicha desigualdad nos hacía “sudamericanos”, aunque ocultaba otro tipo de discriminación, la de trato, más insidiosa y que nos ha acompañado durante más tiempo.
De hecho, a la desigualdad económica, como demuestran los estudios menos politizados realizados por economistas como Claudio Sapelli, el crecimiento la estaba haciendo retroceder y en las generaciones más jóvenes de chilenos era mucho menor que en las de sus padres. Quizá hoy ya no sea así.
También había elementos llamativos paraañadir a la explicación: un sistema de pensiones privado (atacado desde su nacimiento por una izquierda que prefiere reconstruir desde cero, antes que ampliar y mejorar), un sistema de mutualización sanitaria también escarnecido y un elevado coste de la vida que penalizaba a los sectores más vulnerables.
“Si Chile fue la cuna del neoliberalismo, también será su tumba”, dijo Gabriel Boric en julio de 2021, reflejando el tipo de política que alumbró el estallido y que llevaría al país a redactar dos proyectos de Constitución fallidos. Los líderes extranjeros también reaccionaron rápidamente. El Presidente de Argentina, Alberto Fernández, expresó su apoyo a las demandas sociales, destacando la necesidad de abordar las profundas desigualdades en toda la región. El mexicano López Obrador expuso su solidaridad, subrayando la importancia de respetar los derechos de los manifestantes. El brasileño Jair Bolsonaro expresó su preocupación por la inestabilidad que generaban las protestas en la región. En Europa, Angela Merkel, entonces Canciller de Alemania, y Emmanuel Macron, Presidente de Francia, instaron al gobierno a resolver la crisis mediante el diálogo y evitar una escalada de violencia. Varios parlamentarios europeos condenaron las violaciones de derechos humanos. El menos maloCinco años después, la percepción internacional sobre la gestión de esta crisis sigue siendo crítica. Amnistía Internacional denunció en 2023 que la impunidad sigue siendo un problema grave, con pocas acciones legales efectivas contra los supuestos responsables de violaciones de derechos humanos. La reforma policial que se prometió tras el estallido sigue sin materializarse completamente.
El reverso de este asunto también es cierto: losEn estos cinco años, nada ha contribuido a cambiar la imagen del país profundamente enfermo que transmitió el estallido social de 2019. autores de los desmanes apenas han sido identificados y castigados, y cuando lo fueron, el Gobierno los perdonó. La impunidad es la norma general. Lo que ha cambiado notablemente es la visión de Chile. Si antes fue considerado un modelo excepcional en América Latina, con estándares europeos, ahora es visto como un país que comparte la inestabilidad y las fracturas sociales de la región. Solo se ha acentuado la noción de ser el menos malo, no el mejor. Y la crisis de 2019 expuso la fragilidad de las instituciones y la necesidad de reformas estructurales que no se han hecho.
A eso se suma una creciente conciencia entre las élites globales de que el país perdió foco en estos años: que la economía está estancada, que la falta de consensos (reflejada en el debate constitucional) ha alentado la salida de capitales necesarios para el país y daña la confianza para acumularlos (en el sistema de pensiones, por ejemplo), que el país se está haciendo cada vez más dependiente de materias primas como el cobre o el litio, que su subordinación a China es creciente y que la estabilidad regulatoria tiene que superar desafíos importantes como adaptar el marco energético a las energías renovables y a la realidad de las infraestructuras del país.
La opinión pública global desconocía, pero empieza a ser consciente ahora, de que Chile no ha logrado digerir con éxito una poderosa ola migratoria, atraída precisamente por ser el país que mejor lo hacía económicamente en la región. Las palabras del Presidente Boric en la Asamblea General de la ONU (“Chile no está en condiciones de recibir más migración”) han sido un reconocimiento de ese fracaso. Quizá lo más trascendente de estos cinco años es que Chile no ha dado pasos que indiquen que ha vuelto a ser un país predecible y que disipe la imagen que transmitió en 2019. nPERIODISTATRIBUNA. JOHN MÜLLER