La tiranía de la ideología
La tiranía de la ideología En "El poder de los sin poder", Václav Havel narra la historia de un verdulero en tiempos de la Unión Soviética. Entre sus frutas y verduras, el comerciante había puesto un cartel con el mensaje: "¡ Trabajadores del mundo, únanse! ", cartel que había recibido de la oficina central del Partido Comunista.
El verdulero mostraba el cartel no porque simpatizara con su mensaje ni con la ideología subyacente, sino por temor; sabía que negarse a exhibirlo le costaría caro: podría perder su trabajo, acceso a educación para sus hijos, su sustento, e incluso su propia libertad. En el fondo, el cartel no era más que un símbolo: la forma en que el verdulero demostraba su sumisión al régimen y a la ideología totalitaria que lo sostenía. El cartel bien podría haber dicho: "Tengo miedo, por eso obedezco al régimen". Sin embargo, esto habría sido humillante para el verdulero, exponiendo su cobardía y confrontándolo con su propia miseria. La ideología del cartel le ofrecía al verdulero una salida más digna: someterse bajo la excusa de un eslogan aparentemente neutro y bien intencionado, buenista diríamos hoy.
Al fin y al cabo, ¿qué más da?, ¿quién podría oponerse a la unidad de los trabajadores? Desde la caída del Muro, la ideología izquierdista ha mutado en Occidente, pero su espíritu totalitario persiste y opera de maneras similares. Apunta a controlar el lenguaje y la cultura para dominar nuestros pensamientos y, finalmente, nuestras voluntades. Igual que en el pasado, hoy la ideología nos exige hacer "juramentos de lealtad". Comparto acá dos ejemplos que me tocó vivir en Norteamérica.
Recientemente participé en una conferencia en Canadá donde el organizador, un académico viejo, comenzó el evento leyendo un land acknowledgement ("reconocimiento de tierras") con el cual proclamaba los "derechos ancestrales" de las tribus indígenas que habitaron esas tierras. El espectáculo era triste: el académico leía un mensaje esotérico de manera mecánica y, probablemente, sin entender del todo su contenido histórico. Lo hacía únicamente porque las autoridades académicas y políticas lo exigían, y negarse a hacerlo podía ser costoso. En ese acto, el viejo académico manifestaba su sumisión a la ideología en boga (la decolonización) con un gesto análogo al del verdulero de la historia de Havel. El segundo ejemplo se produjo en una universidad estadounidense, donde me tocó asistir a una reunión con 15 estudiantes de pregrado. Antes de comenzar la reunión, una administradora académica invitó a los estudiantes a presentarse, ofreciéndoles la opción de declarar sus pronombres preferidos.
Uno a uno los estudiantes se fueron presentando y todos sin excepción declararon sus pronombres preferidos casi de manera mecánica: "my name is X and my pronouns are He/Him; my name is Y and my pronouns are She/Her... ". Creo que este ritual innecesario --nadie usó los pronombres de nadie durante la conversación-no era más que una declaración de principios, en el fondo un juramento de lealtad a la ideología de género. Me pareció un espectáculo triste porque tuve la impresión de que muchos de los estudiantes allí presentes no eran creyentes, sino que se plegaron al ritual por miedo, bajo presión social e institucional.
Hace poco, en un simposio sobre el aumento del "compelled speech" en Norteamérica, uno de los expositores nos recordó la historia de Tomás Moro, quien fuera encarcelado y decapitado por negarse a reconocer a Enrique VIII como cabeza de la Iglesia de Inglaterra. Antes de la ejecución, un amigo de Moro lo visitó en su celda para pedirle que afirmara la supremacía eclesiástica del rey inglés y así evitara su ejecución.
Moro le respondió que no podía afirmar aquello porque no lo creía cierto, ante lo cual su amigo replicó: "No es necesario que lo creas, basta con que lo digas". Como sabemos, Tomás Moro se negó a traicionar su conciencia, lo que le costó la cabeza. Hoy en Occidente no corremos el riesgo de ser decapitados como Tomás Moro, pero la lección de Moro sigue siendo actual. Podemos estar seguros de que cuando se nos obliga a decir lo que no creemos nos enfrentamos a un poder tiránico. Por eso es importante que rechacemos ideologías totalitarias que intentan controlar el lenguaje y nuestras conciencias, por muy buenistas y populares que parezcan.
Aleksandr Solzhenitsyn, antes de ser exiliado a EE.UU. en 1974, escribió: "No se nos pide que salgamos a la plaza a gritar la verdad, pero al menos neguémonos a decir lo que no pensamos". La tiranía de la ideología "... podemos estar seguros de que cuando se nos obliga a decir lo que no creemos nos enfrentamos a un poder tiránico... ". IVÁN MARINOVIC.