Un prófugo incómodo
Un prófugo incómodo La cuestión catalana y la figura de Carles Puigdemont, el prófugo más famoso de España, siguen trabando la política peninsular y desgastando sus instituciones.
Puigdemont protagonizó la semana pasada un sonado golpe de efecto, al reaparecer en un acto público, para luego volver a desaparecer y retornar a Bélgica, donde evade la acción de la justicia hispana, que lo investiga por su responsabilidad en la intentona secesionista de 2017 (el llamado procés). Puigdemont buscaba así opacar la asunción al poder en Cataluña del socialista Salvador Illa, quien logró ser investido President luego de una controvertida negociación con Esquerra, otra fuerza independentista.
Con aires de sainete, esta aparición y nueva fuga ha puesto otra vez en entredicho a los Mossos de Esquadra, la policía autonómica que debía haberlo aprehendido; tres miembros son investigados por su posible colaboración en la huida (uno es el dueño del automóvil en que escapó). Pero las críticas también llegan al gobierno de Pedro Sánchez (PSOE), considerando que de este dependen la policía nacional y la Guardia Civil, igualmente burladas. Subyace una inmensa suspicacia: aunque Puigdemont y su partido, Junts, se han vuelto un incordio para Sánchez, los sigue necesitando para mantenerse en el poder. Desde esa perspectiva, su nueva fuga bien puede haberle sido más cómoda al gobierno que el escenario de una detención.
Origen, finalmente, del problema es el precio que Sánchez les pagó a los independentistas para que, con sus votos en el Parlamento, le permitieran gobernar España por un tercer período careciendo de mayoría: la ley de amnistía dictada para los responsables del procés.
Esta, cuestionada hasta por socialistas históricos como Felipe González, incluyó expresamente el delito de malversación, una de las figuras por las cuales estaba siendo investigado Puigdemont debido al uso de dineros públicos en la organización del fallido plebiscito independentista de 2017.
El punto es que, buscando no contravenir las estrictas normativas europeas contra la corrupción, se especificó que solo serían amnistiados aquellos casos de malversación que no hubieran significado un enriquecimiento personal, pensándose que así el líder secesionista quedaría cubierto.
Pero el juez Pablo Llarena, del Tribunal Supremo, no lo estimó así: en su visión, el uso de fondos públicos para promover una causa personal (en este caso, el independ e n t i s m o ) e s equivalente a lucrar con ellos. Por eso, en lugar de amnistiar a Puigdemont, ratificó la orden de detención y complicó inesperadamente al gobierno.
Tanto que esta semana un miembro del gabinete, el ministro de Transportes, Óscar Puente, no halló nada mejor que arremeter contra el Supremo por "extralimitarse" y luego anticipar que "hay tribunales en España que se pronunciarán sobre esto", en velada referencia al Tribunal Constitucional, cuya inclinación hacia el PSOE es conocida. Sus palabras han generado una andanada de críticas, no solo de la oposición, sino de las asociaciones de jueces.
Y es que, junto con agudizar los conflictos del gobierno con el Poder Judicial --ya confrontados antes a raíz de una investigación contra la mujer de Sánchez--, pretenden establecer una diferenciación entre tribunales según su mayor o menor cercanía con el poder político: un juego populista, impropio de una democracia consolidada como la española. Aunque Puigdemont se ha vuelto un incordio, Pedro Sánchez lo sigue necesitando..