Autor: CARLOS PEÑA
El caso Corfo y las reglas
El caso Corfo y las reglas Se ha desatado un escándalo a escala veraniega, desde luego al conocerse las transferencias que decidió el Gobierno desde Corfo a rentas generales. El ministro apuró su regreso de vacaciones y con paciencia de profesor indulgente intentó explicar la medida.
Los críticos no le hicieron demasiado caso y proliferaron los comentarios, las acusaciones, las insinuaciones de ilegalidad, las peticiones de renuncia de este o de aquella, incluso del ministro o la directora de Presupuestos. ¿Hay razones para todo ello? Por supuesto que no. Una decisión como esa está, desde luego, sometida al escrutinio público y ciudadano y nadie debe quejarse de que la crítica haya en este caso arreciado.
Pero una cosa es criticar el excesivo gasto público y la forma de financiarlo y otra cosa, distinta, es sostener que ese traspaso es ilegal, una transacción ilegítima cuya ejecución, como se ha dicho, justificaría la renuncia del ministro o de la directora de Presupuestos.
Es perfectamente posible que una decisión como esa pueda ser ineficiente o constituir una medida de corto plazo que pudo evitarse, pero eso no significa que sea ilícita o ilegal desde el punto de vista de las reglas. Y viceversa, del mismo modo es posible que una acción del Gobierno sea ilegal, que transgreda las reglas y, sin embargo, sea eficiente. Se trata, en suma, de planos distintos: unacosa es no estar de acuerdo con las decisiones gubernamentales; otra cosa, que estas últimas no estén de acuerdo con la ley.
Desgraciadamente esa distinción tan obvia en este caso se ha borrado y se escucha y se lee por aquí y por allá que la decisión de Hacienda no se dice así, claro, pero se insinúa es cercana al desfalco, una especie de expoliación de Corfo, un “manotazo” se ha dicho, incluso con cierta exasperación, como si Corfo fuera una empresa ajena al Estado, como si no formara parte del sector público y como si su quehacer no estuviera, en última instancia, ordenado al quehacer estatal en su conjunto, y como si el llamado sector público (a la luz de un decreto ley dictado en plena dictadura que, mal que pese, racionalizó el manejo del Estado) no debiera ser considerado como una unidad, sin que sus ingresos estén ex ante afectos o destinados a propósitos específicos.
Las instituciones que forman parte del sector público, a diferencia de las empresas que integran el sector privado, carecen de patrimonio sobre el cual quienes las condu-cen tengan títulos de propiedad delegados y por eso, desde el punto de vista de la ley, y salvados los procedimientos administrativos, sus ingresos forman parte de las rentas generales de la nación. De esa manera, la decisión de Hacienda no es irregular en el sentido jurídico de la expresión.
Puede ser inadecuada, revelar un gasto excesivo que pudo evitarse, poner de manifiesto un manejo inadecuado en el largo plazo de las finanzas públicas, etcétera (todo lo cual está entregado al debate a que se expone cualquier decisión gubernamental); pero otra cosa es sostener que se trata de una decisión ilegal y que el ministro y quienes lo acompañan son poco menos que carteristas, bolseadores o audaces que asaltan el patrimonio ajeno, como si Corfo no fuera una empresa del Estado, no formara parte del sector público y como si sus ingresos no pudieran ir, según lo requieran las necesidades, a rentas generales. ¿A qué se debe que en estos días esa distinción tan obvia entre considerar errónea una acción gubernamental, por una parte, ytildarla de ilegal o ilegítima, por la otra, se haya abandonado? Parece ser uno de los síntomas de la época la tendencia a borrar las distinciones conceptuales y a la hora de la crítica o el comentario sustituirlo todo por la descalificación moral o política. Pero una sociedad donde la descalificación moral o política sustituye al análisis no es mejor, sino más tonta y peor.
Porque cuando eso ocurre las reglas pasan a segundo plano y entonces poco importa que una acción sea legal si al crítico no le gusta o ilegal si a quien emite el juicio le parece una acción adecuada. En el primer caso se le condena sin más, en el segundo se le aplaude. Quizá ese sea el principal problema de este tiempo: que al exagerar el juicio político o moral o económico se descuidan las reglas.
Y se olvida entonces que la vida civilizada y democrática descansa ante todo en ellas, incluso si las decisiones adoptadas a su amparo no estén de acuerdo con el propio punto de vista. nUna cosa es no estar de acuerdo con las decisiones gubernamentales; otra cosa, que estas últimas no estén de acuerdo con la ley. No distinguir esos planos lesiona la vida pública..