Autor: Alejandro Arros Aravena
La melancolía del papel, los carteles y libros en tiempos digitales
La melancolía del papel, los carteles y libros en tiempos digitales El papel, ese soporte antiguo que ha transmitido sueños, revoluciones y memorias, parece hoy un vestigio de un pasado que el mundo digital quiere encapsular en nostalgia.
Sin embargo, lo que podría considerarse obsoleto resiste, no como un mero objeto, sino como un símbolo de persistencia cultural y un recordatorio de la relación táctil y visual que los humanos han mantenido con la escritura y la imagen.
En un contexto donde la pantalla ha colonizado casi todas las esferas de la vida, el papel emerge como un espacio de resistencia, un acto político que rehúsa ser reducido a la inmediatez del clic o al frenesí del scroll. Walter Benjamin señaló en su ensayo La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica, que la desaparición del aura de los objetos artísticos era inevitable en la era de las reproducciones masivas. Sin embargo, lo que no anticipó fue que esa misma reproductibilidad técnica, aplicada ahora a las palabras y las imágenes digitales, provocaría una nueva valorización del aura del papel. Cada cartel pegado en una calle, cada libro en un estante, carga consigo una densidad material que las palabras en la pantalla simplemente no pueden replicar. No es solo el contenido, sino el contexto de su presencia física lo que imprime sentido. Pensemos en los carteles que aún hoy pueblan las esquinas de las ciudades. Sus colores desgastados por la lluvia y el viento, sus bordes rotos por las manos apuradas que intentan arrancarlos o sus capas acumuladas como anillos de un árbol urbano, narran historias de lucha y persistencia. En ellos se encapsula una temporalidad que la fugacidad de las redes sociales no puede igualar.
Mientras que un post en Instagram desaparece en cuestión de segundos bajo el peso de nuevos contenidos, En este contexto, la relación entre papel y digital no debería plantearse como un antagonismo, sino como una coexistencia necesaria. La pantalla puede transmitir información de manera eficiente, pero el papel ofrece algo que ningún píxel puede replicar: una conexión con el mundo físico, una experiencia sensorial, una memoria que permanece.
Como bien señala Benjamin, “cada obra de arte lleva consigo la huella de su tiempo”. Y en estos tiempos, los carteles y los libros son más que soportes; son testigos de nuestra humanidad, de nuestra capacidad para crear, preservar y resistir. un cartel en una pared resiste hasta que la intemperie o el celo decidan removerlo. Son, como diría Michel Foucault, “artefactos de resistencia que desafían las formas hegemónicas de comunicación”. El libro, por su parte, no ha sido menos golpeado por esta transición digital. La promesa de los e-books y las tabletas parecía augurar su desaparición, pero los datos muestran que las ventas de libros impresos no solo se han mantenido, sino que han crecido en ciertos sectores. Este fenómeno no puede entenderse sin explorar la relación emocional que las personas tienen con el objeto físico del libro. Roland Barthes, en El placer del texto, describe cómo el acto de leer no se limita al intelecto; involucra el cuerpo, los sentidos, el peso de las páginas y hasta el olor de la tinta. La lectura digital, aunque práctica, despoja al acto de esta dimensión háptica que muchos lectores consideran esencial. Lo que está en juego aquí no es solo un cambio en los soportes, sino una transformación en la manera en que experimentamos la información y la cultura. Jacques Derrida, en De la gramatología, subraya que todo acto de escritura es un rastro, una huella que deja su propia historia en el soporte que la contiene.
En este sentido, el papel no es simplemente un vehículo para transmitir información, sino un puente entre generaciones, una forma de comunicación que demanda tiempo y atención, valores que escasean en la economía de la distracción actual. Esta melancolía del papel no es, sin embargo, un lamento vacío por un tiempo perdido. Es, más bien, una invitación a revalorizar aquello que permanece, a mirar más allá del utilitarismo que define al mundo digital. Los carteles y los libros son recordatorios tangibles de que notodo debe ser inmediato, de que hay valor en aquello que tarda en llegar, en aquello que exige esfuerzo para ser encontrado. Un cartel no se desliza bajo los dedos como lo hace una publicación en redes sociales; requiere que uno lo mire, que lo descifre entre el ruido visual de la ciudad. Un libro no se lee con un clic; se abre, se huele, se sostiene. El escritor Jorge Carrión, en su libro Contra Amazon, argumenta que las librerías son uno de los últimos bastiones de resistencia frente a la homogeneización cultural impuesta por las grandes corporaciones tecnológicas. Este mismo argumento puede extenderse al papel como soporte.
Cada libro y cada cartel son únicos en su materialidad, en sus imperfecciones, en su capacidad de generar encuentros fortuitos. ¿Cuántas veces una imagen en un cartel ha inspirado una acción inesperada? ¿ Cuántas veces un libro encontrado por azar en una biblioteca o en un puesto de feria ha cambiado una vida? La melancolía del papel no es, pues, una simple nostalgia romántica. Es una postura ética y política frente a un mundo que privilegia la velocidad sobre la profundidad, lo digital sobre lo tangible, lo inmediato sobre lo duradero. Es un acto de resistencia que reconoce que la materialidad importa, que los objetos tienen historias que contar más allá de su función. En este contexto, la relación entre papel y digital no debería plantearse como un antagonismo, sino como una coexistencia necesaria. La pantalla puede transmitir información de manera eficiente, pero el papel ofrece algo que ningún píxel puede replicar: una conexión con el mundo físico, una experiencia sensorial, una memoria que permanece.
Como bien señala Benjamin, “cada obra de arteDoctor en Educación, Académico Departamento de Comunicación Visual UBBlleva consigo la huella de su tiempo”. Y en estos tiempos, los carteles y los libros son más que soportes; son testigos de nuestra humanidad, de nuestra capacidad para crear, preservar y resistir. Con cada cartel arrancado y con cada libro no leído, perdemos más que un objeto: perdemos una parte de nuestra historia, de nuestra identidad colectiva. Por eso, en un mundo saturado de pantallas, el papel no es solo un soporte; es una declaración. Una declaración que dice que todavía hay espacio para lo tangible, para lo que se siente y no solo se ve. Una declaración que dice que no todo debe ser fugaz. Y en esa resistencia, el papel, frágil y poderoso, sigue narrando historias que ningún algoritmo puede borrar..