El Pastor que nunca se alejó del Pueblo: Crónica sobre la vida de Mons. Fernando Ariztía
El Pastor que nunca se alejó del Pueblo: Crónica sobre la vida de Mons. Fernando Ariztía Hace cien años nació un hombre que, sin buscarlo, cambió la historia de Atacama. No lo hizo desde un podio, ni desde un despacho, ni mucho menos desde un lugar de poder económico. Lo hizo a pie, muchas veces con la ropa gastada, con las manos abiertas y el corazón dispuesto. Mons. Fernando Ariztía fue el pastor que eligió caminar con los suyos, defender a los silenciados y abrazar la causa de la justicia, incluso cuando esa decisión le costaba caro. Hoy, este especial es un homenaje necesario.
No solo porque recordamos su figura, sino porque nos sigue interpelando: ¿ qué hacemos nosotros por los demás? ¿ A quiénes elegimos acompañar? ¿ Dónde estamos cuando el miedo, la pobreza o la injusticia golpean las puertas? Fernando Ariztía no fue perfecto ni lo pretendió, pero fue valiente, fue coherente, fue humano. Y eso, hoy, es revolucionario. Sin duda logró ser un fiel servidor del señor, seguir su ejemplo y lograr llevar a cabo sus enseñanzas con una ética y moral que muchas veces es difícil de seguir. Un día como hoy, hace 100 años, nacía Fernando Ariztía Ruiz. Nació en Santiago en 1925.
Se formó en el Pontificio Seminario de Santiago y en la Facultad de Teología, de la Pontificia Universidad Católica de Chile y fue ordenado sacerdote en la catedral Metropolitana de Santiago, el 22 de septiembre de 1951 por el cardenal José María Caro, arzobispo de Santiago. No fue presidente ni héroe de batalla, no ganó fortunas ni medallas, pero se convirtió en uno de los hombres más queridos y respetados del norte de Chile y del páis. Fue, simplemente, un Pastor. Pero uno de los pastores que marcará para la eternidad la historia de Atacama. Para Atacama, “Don Fernando” fue mucho más que el obispo de Copiapó. Fue quien caminó sus calles, quien compartió su pan, quien abrazó al minero, al temporero, a la madre sola, al obrero cansado. Fue quien levantó la voz por los que no tenían voz. Fue, como a él le gustaba decir, un pastor al estilo de Jesús: cercano, valiente, sin concesiones a la injusticia, siempre del lado de los pobres. Ordenado sacerdote en 1951, su vida estuvo marcada por los desafíos de su tiempo.
Tras el golpe militar, fue uno de los primeros en alzar la bandera de la defensa de los derechos humanos, presidiendo el Comité de Cooperación para la Paz junto con el padre Cristián Precht Bañados y el Cardenal Raúl Silva Henríquez. No dudó en enfrentar al mismo Augusto Pinochet, denunciando la tortura, la desaparición y el miedo que ensombrecían a Chile. Pero su grandeza no quedó solo en esos años oscuros. Como obispo de Copiapó, durante 26 años, caminó siempre al lado del pueblo. Habló de justicia tributaria, de la necesidad de humanizar la economía, de frenar la globalización sin alma. Estuvo en las huelgas, en los campamentos, en las parroquias más pobres. Nunca buscó brillar, nunca buscó poder. Solo buscó servir. En 2003, ya enfermo de cáncer, Don Fernando quiso regresar a su querida Atacama. Quería despedirse, quería bendecir a su gente. Y aún tuvo fuerzas para inaugurar el memorial a los detenidos desaparecidos de Copiapó, recordándonos que la paz verdadera solo nace cuando la justicia y la verdad se encuentran. Hoy, a cien años de su nacimiento, lo recordamos no solo como obispo, sino como un símbolo. Un símbolo de coraje, de humildad, de amor verdadero. Un hombre que nos enseñó que la fe no es adorno, sino acción; que el amor no es palabra, sino entrega.
Don Fernando ya no camina por las calles de Atacama, pero su espíritu sigue ahí, acompañando cada causa justa, cada voz que se alza por los olvidados, cada corazón que decide ponerse al servicio de los demás. Porque los pastores como él nunca se van. “Los pastores como Fernando Ariztía nunca mueren: se quedan viviendo en cada acto de justicia, en cada abrazo sincero, en cada voz que se atreve a decir la verdad. Porque su vida nos enseña que el verdadero poder no está en mandar, sino en servir”..