Autor: Fernando Toledo M. Académico Universidad del Bio-Bío
Columnas de Opinión: La trampa neurológica de la desinformación
Columnas de Opinión: La trampa neurológica de la desinformación En un mundo donde la información fluye sin pausa y las verdades aparentes se multiplican, la búsqueda de la verdad exige mucho más que habilidades técnicas o argumentaciones filosóficas. Requiere también comprender cómo la mente humana procesa emocionalmente aquello que percibe como cierto o falso. La neurociencia moderna ha revelado que nuestras decisiones no son, en su mayoría, puramente racionales. Ante ciertos estímulos informativos, el sistema emocional del cerebro reacciona antes que la razón misma. Miedo, indignación, euforia o pertenencia grupal pueden activar respuestas instintivas que inhiben el pensamiento crítico y refuerzan creencias sin fundamento. Es en este terreno fértil donde germina la desinformación. La manipulación emocional de los datos a través del sensacionalismo, las imágenes impactantes o las narrativas polarizantes no busca convencer con pruebas, sino capturar reacciones automáticas que bloquean el juicio consciente. Así, la verdad se vuelve incómoda, y la falsedad, si es emocionalmente placentera o confirmatoria, gana terreno. Frente a esta realidad, el compromiso con la verdad debe ejercerse en múltiples dimensiones: intelectual, ética, emocional y espiritual.
No basta con verificar fuentes o aplicar lógica; también es necesario observar los propios impulsos, detectar cuándo una emoción está guiando el juicio y, sobre todo, cultivar una vigilancia interna que permita distinguir entre lo que se quiere creer y lo que realmente es. En esta línea, resulta especialmente pertinente lo señalado recientemente por Carlos Peña, rector de la Universidad Diego Portales, en una entrevista con CNN Chile. Peña advierte que la racionalidad no es un simple ejercicio técnico, sino una obligación moral frente a los demás. Pensar racionalmente, según él, implica estar dispuesto a dar razones, escuchar las de otros y someter nuestras creencias al juicio compartido de la evidencia. En palabras simples: sin racionalidad pública, no hay diálogo ni democracia posible. Sin embargo, tal racionalidad no es automática. La neurociencia lo confirma: la razón debe ser defendida activamente frente al peso de las emociones inmediatas, que muchas veces gobiernan nuestras creencias sin que lo notemos. Por eso, el ideal de racionalidad que propone Peña requiere una conciencia emocional plena. No se trata de suprimir lo emocional, sino de integrarlo con equilibrio, para que no se convierta en un obstáculo para la verdad, sino en una fuerza que la acompañe con humanidad. La verdad, entonces, no es solo una conquista de la razón; es una disciplina del carácter. Requiere valentía para resistir la comodidad de las certezas fáciles, humildad para dudar incluso de uno mismo, y voluntad para construir conocimiento sobre bases firmes y no sobre arenas emocionales. En tiempos donde la mentira se disfraza de evidencia y la emoción suplanta a la reflexión, buscar la verdad con honestidad interior es un acto de integridad profunda. No es simplemente una elección personal: es una responsabilidad social, ética y humana. Como bien afirma Peña, “la racionalidad es un deber, no un lujo”; y como nos recuerda la ciencia, ejercerla requiere también conocernos a nosotros mismos.. Opinión