Desde el Fondo de la Palabra XII. Toto
Desde el Fondo de la Palabra XII. Toto XII. Toto Por_ Tomás Vio Alliende Soy Soy un fumador empedernido; a veces termino uno y empiezo otro. Me da la impresión de que no puedo parar. Comencé en primero medio, imitando a los compañeros más grandes, fumando a escondidas en el baño o a la hora de almuerzo. A los cincuenta y cinco años ya no tengo mucha vuelta, qué le voy a hacer. Estoy casado, tengo dos hijos que están en una etapa preadolescente y no me dan mucha importancia porque prefieren a sus amigos y sus celulares. Pasan todo el día conectados; conectados; es increíble. Yo a su edad veía harta tele, pero salía al pasaje que estaba al lado de mi casa, andaba en bicicleta, jugaba con mis amigos del barrio. Ahora todo es internet y juegos de video. No me gusta que se muera la creatividad y que al final no se esfuercen esfuercen por nada, sólo que sus aparatos estén encendidos. Quieren todo en la mano. Con mi esposa siento que hemos caído en la monotonía. Los días se repiten de manera uniforme uno tras otro. Llevamos quince años de casados y el tiempo parece haber pasado demasiado rápido. Los niños han crecido, nosotros hemos madurado, y las cosas siguen manifestándose manifestándose de una manera horizontal, plana. Trabajo en una oficina del Centro de Santiago, en una compañía de seguros, y buscando un lugar para comprar cigarros me topé hace un tiempo con un pequeño quiosco.
Casi siempre es atendido por Catalina, una amable y encantadora joven morena, alta, de pelo y piernas largas, con la que converso y a la que he aprendido a conocer con el paso de los meses. A veces lleva a su trabajo a Toto, un perrito peludo y blanco muy parecido a un terrier que sale en una botella de whisky. Le caigo bien al perro y también a la dueña, que me llama “don Roberto” cada vez que voy a comprar a su puesto. Su pasión es bailar tango. Ensaya casi todos los días y los fines de semana se junta con sus conocidos en un local de Providencia a bailar. Siempre Siempre le pregunto por sus ensayos y por su afición al tango. A veces me muestra fotos y se le encienden los ojos cuando habla de sus cosas. Debe tener unos treinta años. Un día me envió por WhatsÁpp WhatsÁpp un par de videos con sus presentaciones. Quedé impresionado impresionado con su garbo y su destreza, especialmente cuando bailó «Por una cabeza», de Carlos Gardel. Su prestancia, sus movimientos, encandilaban a cualquiera. Vestida completamente de negro, con un pañuelo morado en el cuello, una coqueta minifalda muy pequeña pequeña y medias oscuras, se desplazaba por el escenario como una gacela al compás de la música. Se robaba la película. Seguí viendo a Catalina casi todos los días. Yo fumaba cada vez más y ella me decía “don Roberto, deje el vicio o por último cámbielo por otro”. No podía hacerlo, ya estaba sentenciado de por vida.
A pesar de que hablábamos seguido, era poco lo que sabía de la vida privada de Catalina más allá de su afición a bailar tango, su simpático perro Toto y la venta de los artículos del quiosco. Su dulzura era absoluta; y su sonrisa, la mejor del mundo. Por primera vez en mis quince años de casado sentía algo especial por alguien; esta relación de trato casi diario, que no era de amistad ni muchos menos, era una sensación agradable que me revitalizaba. Comencé a escoger las mejores camisas al vestirme, a echarme colonia, a peinarme un poco más, todo para agradarla a ella. Con Catalina comencé a sentirme más atractivo, valorado. Yo siempre había sido fiel y me jactaba de eso frente a mis amigos, pero me sorprendía en extremo la belleza y amabilidad de Catalina. No lo podía evitar. Esa seguridad y distancia que proyectaba, su infinito amor al Arte, a la Danza. Catalina era más de veinte años menor que yo, y friera de su infinita amabilidad, era casi imposible pensar que nuestra relación se proyectara más allá de lo que realmente era. Pero sucedió algo que me llamó la atención y terminó por confundirme confundirme un poco. Ella estaba muy entusiasmada con un concurso de tango en que el premio era un pasaje a Buenos Aires y una beca por un año en la mejor academia de Palermo Palermo Viejo. Estaba muy motivada con eso y ensayaba mucho. Cada cierto tiempo me decía que mi apoyo era importante, me hablaba hablaba de su atuendo y de vez en cuando mencionaba a Valentino, su pareja de baile. Para perfeccionar su número dejó de trabajar en el quiosco unos días hasta que llegó la competencia. Compromisos familiares no me dejaron llegar hasta el local de baile. Me sentí pésimo, sabía que era importante para Catalina que yo fuera y no pude cumplirle. No tenía las agallas para decirle a mi mujer que en vez de llevar a los niños al cumpleaños de Albertito fuéramos a ver a la vendedora del quiosco que bailaba tango. En la noche Catalina me mandó una foto con su copa de primer lugar y con el texto “Gané”. La llamé por teléfono varias veces para felicitarla, pero no me contestó. Al día siguiente, me dirigí de manera cauta al quiosco poco antes de que se cumpliera la hora de mi visita habitual. Ahí estaba ella, radiante. Me acerqué como de costumbre a comprar mis dos cajetillas cajetillas de cigarros y a saludarla. “Felicitaciones”, le dije de manera concisa, con un poco de timidez y vergüenza. Me miró fijamente, IflEl. qlns. i. iim trRrt. manifiestan estos seres vivos, y porque para este escritor, todos los animales tienen algo de sagrado en sus estructuras físicas yen su comportamiento. Se desempeña desde 2012 en la Agencia Chilena para la Inocuidad y Calidad Alimentaria (Achipia), del Ministerio de Agricultura de Chile. Una tarde gris de invierno pasé frente al quiosco y encontré a Catalina con Toto. El can, agitado, sacaba la lengua y movía la cola, contento por yerme. Lo acaricié suavemente detrás de las orejas y saludé a Catalina. Nuestros saludos habían sido siempre amables, pero a la vez distantes, sin contacto físico alguno.. Desde el Fondo de la Palabra XII. Toto con dulzura: -Una lástima que no haya podido ir, don Roberto. Pasaron los días y la seguí visitando para comprar mis cajetillas de cigarros diarias. El alma siempre me quedaba en vilo después de ver a Catalina. ¿Estaba realmente soltera? Era difícil saberlo porque nunca hablaba de eso. Jamás me atreví a preguntarle. Estaba casado. Después de ver a Catalina en el quiosco y conversar conversar con ella, llegar a mi casa era volver a lo mismo de siempre, a la absurda monotonía que poco a poco me iba matando. Una tarde gris de invierno pasé frente al quiosco y encontré a Catalina Catalina con Toto. El can, agitado, sacaba la lengua y movía la cola, contento por yerme. Lo acaricié suavemente detrás de las orejas y saludé a Catalina. Nuestros saludos habían sido siempre amables, pero a la vez distantes, sin contacto físico alguno. Me sonrió con la calidez de siempre y después de venderme las dos cajetillas de cigarros la noté un poco nerviosa. Me dijo que necesitaba pedirme pedirme algo. Un inmenso favor. Don Roberto, dijo con un leve temblor en la voz, en este tiempo tiempo que nos conocemos debe haberse dado cuenta que confio bastante en usted. La miré con los ojos bien abiertos y asentí con la cabeza. Mire, lo que pasa es que mañana me voy a Buenos Aires continuó. continuó. Viajo por un año con Valentino, mi pareja en el tango. Vamos a ocupar la beca que nos ganamos en el concurso. ¿Se acuerda? “Sí, claro que me acuerdo” respondí con un nudo en la garganta, mirando hacia el suelo para disimular mi angustia. Necesito que, por favor, cuide a Toto mientras yo no esté. Creo que no le va a causar problemas, es un buen perro, usted ya lo conoce, es muy amistoso, muy bien enseñado. Sentí ganas de esconderme en una casa, de salir corriendo de la calle en ese momento. Estaba sofocado, encerrado al aire libre. Traté de poner mi mejor cara. “No sé, Catalina; en mi casa queríamos tener un perro, pero por espacio decidimos no hacerlo”. Por favor, don Roberto. No tengo a nadie más. Era demasiado bella para decirle que no. Pero en ese momento no podía dejar de pensar en el tal Valentino ¿ Sería su novio? No tenía ningún motivo para meterme en sus asuntos. “Valentino es su novio?”, pregunté sin anestesia. No, es mi pareja de baile. Somos sólo amigos. Le sonreí y tomé con mis manos la correa que sujetaba a Toto. “Está bien, yo me hago cargo de Toto, pero tenemos que estar en contacto por cualquier cosa”. Se lo agradezco tanto, don Roberto. No me perderé, de eso puede estar seguro. Me abrazó por tercera vez en la vida y temblé al sentir su cuerpo delgado, suave y estilizado de bailarina. Derramé lágrimas tan pequeñas que ella no pudo notarlas. Suponía que no era la última vez que nos veríamos. Me pasó un bolso con las cosas de Toto y un detallado instructivo con sus cuidados. Lloró abrazando a su mascota, que movía la cola sin entender lo que estaba pasando. Le acaricié el pelo a Catalina con suavidad y le dije que no se preocupara porque Toto quedaba en las mejores manos. Me sentía abatido. Toto tiraba fuerte de la correa y miraba para todos lados. Dejaría de ver a Catalina por un año. Ahora me tocaba enfrentar el desafio más dificil: llegar a mi casa con el perro y que mi esposa lo aceptara. El sería el representante representante de Catalina en su ausencia, el guardián de mi secreto. “Puedo decir que una compañera de oficina pidió traslado y yo de buena persona me ofrecí a quedarme con su perro un tiempo en Santiago. Santiago. Un año pasa volando”, planeé. Encendí otro cigarro, acaricié a Toto en el lomo y pensé que Catalina era una bella y agradable visión fugaz, de esas que con el tiempo se convierten en realidad y se quedan para siempre..