Autor: POR JOANNE ACEVEDO
ENTRETELONES DE UNA DOULA DE FIN DE VIDA
ENTRETELONES DE UNA DOULA DE FIN DE VIDA Sentada, mientras ingiere una ALLINIPALRAC infusión de hierbas y observa por la ventana, Francisca Yáñez (35) recuerda el momento en que cambió el rumbo de su vida. Fue en 2017, durante su primer trabajo en una residencia de adultos mayores. Cuenta que desde niña le llamó su atención el acto de acompañar, que por eso estudió Enfermería y apenas egresó, se puso a trabajar. Ese día, le asignaron un paciente complicado. Era un hombre de alrededor de 70 años que se encontraba postrado, con múltiples lesiones en su piel y en etapa terminal. “Era una persona muy complicada, agresiva con el personal y estaba enojado consigo mismo. De hecho, antes de acercarme a hacerle curaciones, el resto de las enfermeras me advirtieron que era un paciente difícil”, describe. Relata que un fuerte olor emanaba de su cuerpo. Gran parte de sus heridas estaban infectadas y las escaras cubrían su piel tras semanas postrado. “Cuando lo vi me di cuenta de que solo tenía mucho miedo. Iba a morir pronto y estaba solo, sin ninguna compañía”, dice. Entonces le llevó un jugo con bombilla, se lo dio en la mano y, mientras le hacía la curación, le preguntó cuál era su canción favorita. “Le cambió el rostro, hablamos, se empezó a reír y cantamos juntos. A veces gritaba de dolor, era un momento terrible, y él estaba sufriendo mucho, pero creo que pude ayudarlo”, cuenta con la voz algo entrecortada. Antes de que saliera de la habitación para continuar con el resto de los pacientes, él le tomó el brazo. “Francisca, tú has sido la primera persona que me ha preguntado cómo estoy. Nadie me había escuchado de esta manera. A las personas que hacen el bien, les va bien en la vida”, le dijo el hombre esbozando una sonrisa. Tres días después, cuando ella volvió a la residencia, se enteró de que el hombre había fallecido. No podía parar de pensar en que hice un cambio en su forma de muerte: él no tenía familia, nadie lo iba a ver y las cuidadoras le tenían rechazo. Él se sintió, aunque fuera por algunos minutos, acompañado. Ahí tomé mi decisión: “Quiero hacer esto para siempre, quiero generar este impacto en personas antes de morir por siempre” Meses después, inició un curso de cuidados paliativos, pero asegura que no fue suficiente. Francisca sentía que necesitaba ir más allá, estar presente en el momento exacto en que la vida comienza a apagarse. No fue hasta 2021 en que, tras una larga búsqueda en sitios web extranjeros, dio con lo que parecía una respuesta: un diplomado en acompañamiento al final de la vida impartido en Canadá. Allí se formó como doula de fin de vida, una tarea que aún no es reconocida en Chile, pero que ella ejerce hasta hoy con un solo propósito: acompañar la muerte natural. Es como mirarme al espejo.
Cuando empecé a trabajar como doula me dije: “Acá mi alma por fin encontró su lugar”. La labor de las doulas proviene de la Grecia antigua en tiempos ancestrales y se define como “una mujer que sirve”. Si bien suelen ser conocidas porque muchas se especializan en el acompañamiento de mujeres durante el embarazo y el parto, entre los años 70 y 80 ese rol se amplió también a la asistencia en la etapa final de la vida. “Las doulas sostienen con amor los umbrales más sagrados de la existencia, como la vida o la muerte, y nos recuerdan que no estamos solos cuando esta se abre o se cierra.
En el caso del fin de vida, somos una presencia compasiva que acompaña en la etapa terminal a la persona y a su familia (... ) Mi trabajo es traer humanidad, calma y sentido donde muchas veces hay solo incertidumbre y miedo”, explica Francisca sobre el rol que lleva casi cinco años ejerciendo. No se trata de ayudar a morir ni decidir cuándo hacerlo, aclara ella.
La mayoría de los pacientes con los que las doulas de fin de vida trabajan son personas que ya tienen la certeza de que están en sus últimos meses de vida, es decir, cuentan con un diagnóstico terminal. “En Chile se catalogan los cuidados paliativos cuando queda máximo un año de vida. A esos pacientes acompañamos”, explica.
Rituales como la reconstrucción de la biografía del paciente, la escucha activa, el silencio compasivo, trabajar en sus legados o voluntades anticipadas, planificar su funeral y diseñar minuciosamente su nido de muerte son algunas de las tareas que Francisca realiza: “Literalmente preparamos cómo va a ser la habitación donde morirá, quienes pueden estar, cuál será el aroma del lugar, si quiere flores y de qué tipo. Son cosas muy chiquititas, pero que pueden hacer un mundo.
También cosas médicas, como si quiere reanimación en caso de alguna complicación de salud o simplemente irse tranquilo”. Estos deseos pueden ser respaldados gracias a la Ley 21.375 de Cuidados Paliativos Universales existente desde marzo de 2022, una normativa que “garantiza que los deseos manifestados en esas declaraciones sean respetados en el sistema de salud, no solo en aspectos clínicos, sino también en cuestiones prácticas y personales relacionadas con el fin de vida”. Sin embargo, Francisca prefiere definir estos “rituales” como hechos más simples que ayudan tanto a la familia como al paciente al momento de apagar su vida: “Muchas veces creemos que un rito es algo bien formal, pero despedirse con las palabras correctas de un hijo, irse sin guardar nada, eso es un ritual y puede considerarse una terapia o espacio sagrado”. El ritual que más la ha marcado, confiesa, ocurrió mientras realizaba una pasantía en el Hospicio Clínica Familia, un lugar donde se acoge a personas que ya están en fin de vida o en cuidados paliativos.
Allí, el acompañamiento lo realizó a un paciente joven con cáncer al estómago y al que no le quedaban más de dos semanas de vida según los doctores del lugar. ¿Su último deseo? Poder despedirse de su hija y expareja, con quienes no tenía contacto hacía varios años. Él quería encontrar a su hija, pero ni siquiera sabía dónde vivían. Yo estaba en una pasantía, nadie conocía a lo que me dedicaba, así que lo ayudé, tenía tiempo para hacerlo. Fui a preguntar a Carabineros si me podían ayudar a buscar a las personas con el RUT y después de algunos días, las encontramos y con una psicóloga fuimos a la casa. Uno pensaría que fue como en las películas, que todo termina bien, anticipa Francisca. Pero la realidad fue otra. La reacción de la familia la dejó helada: no querían saber de él, ni de su diagnóstico, y mucho menos volver a verlo. De regreso al hospicio, le tocó la parte más difícil: contarle que su último deseo no sería posible y buscar otros legados en los que trabajar para dejar su vida en paz. Cuando le conté, me contestó: “¿ Sabes qué? Estoy completo, yo necesitaba intentarlo y perdonarme a mí mismo”. Falleció tres días después. Ahí te das cuenta de lo importante que son los cierres en la vida y poner fin a estos temas pendientes.
Esa experiencia me hizo darme cuenta de la importancia que tuvo mi presencia, ayudar en esto bien práctico porque para estas cosas, el personal de salud no tiene el tiempo ni los recursos y es entendible, no es parte de su función, pero se necesita a esta otra persona que cubra todo este espacio. El boca a boca sigue siendo la principal forma de difusión para las doulas de fin de vida, al menos en Chile, explica Francisca. Aquí, dice, la muerte todavía es un tema tabú. “Lo sigo presenciando dentro de mi propia familia. Lo que yo trato de explicar es que hablar de la muerte es hablar de la vida”, dice con emoción. Fuera de Chile, el panorama es distinto. En varios países de Norteamérica y en algunos de América Latina, ser doula de fin de vida es una profesión reconocida, integrada tanto en sistemas de salud como en los procesos funerarios. Así, se produce un acompañamiento integral; “es un respiro para el paciente, pero también para los cuidadores. En Chile, principalmente son las hijas o sobrinas quienes no tienen espacio para su propia vida”, acota. Este acompañamiento puede extenderse por días o incluso meses. Allí, la presencia de la doula es constante, firme, y se mantiene hasta el final: cuando la vida se apaga. Y, si la familia lo necesita, también permanece durante los primeros meses del duelo tanto para la familia como para sus cercanos. Lo indispensable, dice, siempre será que esta compañía sea responsable y responda a las necesidades del paciente, más que a las de la propia familia. El cuerpo sabe morir. En cuidados paliativos trabajamos con el concepto de que no hay que acelerar ni retrasar la muerte, sino que va a llegar cuando tenga que llegar y eso es lo que acompañamos. Cuando llega el momento, llega, y se debe vivir el curso natural de la enfermedad. Si bien reconoce los avances en tecnología y en nuevos conocimientos ligados a la salud, Francisca cree que la decisión final debe recaer en el paciente. A pesar de los síntomas incómodos, sostiene que no siempre es necesario prolongar el sufrimiento con medidas invasivas. “Porque, aunque la familia lo quiera así, no todo es éticamente posible”, advierte. “Existe algo que se llama la sedación paliativa, que es bioéticamente admisible y legal”, explica.
Se trata de un proceso en el que se administran medicamentos en dosis terapéuticas que logran sedar al paciente con el objetivo de que los síntomas disminuyan, pueda despedirse de su familia durante los períodos de lucidez y muera en paz. Puede seguir escuchando, mantenerse lúcido y, claro, esto permite la muerte. Pero ojo, no la produce a corto plazo, no es su objetivo final asegura. Como acompañar a una persona que está cerca de la muerte es un proceso intenso, Francisca realiza distintos rituales personales que la ayudan a conectarse consigo misma. Uno de ellos, dice, es estar en contacto con la naturaleza. Por eso decidió dejar Santiago e instalarse en las afueras de San Fernando junto a su pareja e hijo. No obstante, asegura, su ejercicio favorito es trabajar su propia muerte. Esa es la manera de normalizarlo y transformarlo en un arte, dice. Pienso en mi muerte en todo momento. No quiero luchar contra ella, quiero que sea natural. No quiero que se vistan de negro, quiero una despedida feliz, donde se honre mi vida y lo más importante es que no quiero esperar hasta el final para decir lo que siento. No quiero casi morir para empezar a vivir. Yo no le temo a la muerte, sino a una vida sin sentido y propósito. ”Yo no le temo a la muerte, sino a una vida sin sentido y propósito”. “El cuerpo sabe morir.
En cuidados paliativos trabajamos con el concepto de que no hay que acelerar ni retrasar la muerte, sino que va a llegar cuando tenga que llegar y eso es lo que acompañamos”.. Aunque en Chile aún no existe un marco legal que reconozca su labor, las doulas de fin de vida trabajan día a día con pacientes en etapa terminal y sus familias, ayudando a transitar el proceso de morir con dignidad y compañía. Francisca Yáñez, de profesión enfermera y diplomada en esta materia, relata cómo su labor, silenciosa pero profunda, busca humanizar el último tramo de la vida y terminar con los tabús en torno a la muerte. “Hablar de la muerte es hablar de la vida”, afirma.
”Yo no le temo a la muerte, sino a una vida sin sentido y propósito”. Francisca intentó cumplir el deseo de un hombre desahuciado que quería encontrar a su hija, a quien no veía hacía años. Lo consiguió, pero ella no quería saber nada de él. “Cuando le conté, me contestó: ‘¿ Sabes qué? Estoy completo, yo necesitaba intentarlo y perdonarme a mí mismo’. Falleció tres días después”.