Autor: POR ANTONIO ALFARO ESCRITOR
Los Cementerios también mueren
Los Cementerios también mueren POR ANTONIO ALFARO ESCRITOR U na vez, un anciano me dijo con resignación: "La única certeza que tenemos en esta vida es que un día vamos a morir". De niño, esa idea me aterraba; de adulto, la he ido aceptando como una verdad ineludible. Y con ella, comprendí que la muerte no solo nos alcanza a nosotros, sino también a los lugares que nos guardan cuando partimos. La vida y la muerte son tan inseparables como el día y la noche. Quizás por eso, desde tiempos remotos, los hombres han buscado formas de enfrentar ese final: con miedo, angustia, dolor o incluso con culpa. Y cuando la muerte irrumpe, ya sea con la violencia de un accidente o con la lentitud de una enfermedad incurable, nos obliga a prepararnos para lo que viene después. En cada cultura, los rituales de sepultura han sido intentos de desafiar la muerte. En algunos pueblos, incineran a sus difuntos en los bosques para que el alma regrese a la espesura; otros, en medio de los lagos, dejando que las corrientes los guíen a otro mundo. En los desiertos cálidos, como el de Atacama, los cuerpos se momifican bajo la arena ardiente, mientras que otras civilizaciones se negaban al desarraigo y enterraban a sus muertos dentro de sus propias casas. Nosotros, herederos de la cultura occidental, construimos cementerios.
Primero fueron c a t a c u m b a s, luego iglesias, hasta que los cuerpos fueron trasladados a los patios y más tarde a los cementerios laicos, donde la religión dejó de ser un criterio de exclusión. Sin embargo, el tiempo nos recuerda que todo nace, crece y muere. También los cementerios. Viajando por el desierto, he visto con mis propios ojos cómo los pueblos mineros, antes vibrantes, han desaparecido cuando la veta se agotó. Y con ellos, los cementerios que alguna vez guardaron sus historias. En Lomas Bayas, el viento cimbró las cruces mientras la arena devoraba las tumbas. La nieve y la lluvia rompieron los muros que alguna vez protegieron el camposanto. En Carrizal Alto, el tiempo ha hecho lo suyo: el silencio es absoluto, interrumpido solo por el viento y la indiferencia.
En Cerro Blanco el pueblo murió, solamente su iglesia católica aún agoniza, sola y olvidada y un día de estos cuando un viajero curioso se asome sobre esa quebrada tal vez encuentre por el suelo su cuerpo inerte y su cementerio también solo se quedó, olvidado y triste. Lo terrible es que hay huellas de que algunos anduvieron hurgando entre las tumbas. Ellos ni a la muerte parecen respetar. Pero el caso más trágico es el cementerio de Chañarcillo. Allí, además del olvido, llegó la profanación. Tumbas saqueadas, restos esparcidos por quienes ni la muerte ni las maldiciones parecen amedrentar. En Monte Amargo, junto al viejo trazado del ferrocarril Caldera-Copiapó, la muerte se ha quedado sola. Nadie visita esas tumbas. Nadie deja flores. La desolación se ha vuelto eterna. Más al sur, en Piedra Colgada, lo que aún era un cementerio en los años setenta agoniza como un ser viviente. La basura y los envases de alcohol hablan de la falta de respeto. Entonces, pienso en aquel anciano y en su sentencia. Es cierto, todos morimos. Y los cementerios, con el tiempo, también mueren. Pero algunos no descansan en paz. Los Cementerios también mueren.