Autor: CARLOS PEÑA
Columnas de Opinión: Las flechas del destino
Columnas de Opinión: Las flechas del destino Uno de los temas del debate público de esta semana lo constituye el debate sobre pensiones.
Mientras la palabra reparto ajiza el ánimo de la derecha (el presidente de la UDI debió excusarse por su uso como si se tratara de una mala palabra), la izquierda y el Gobierno la emplean sin asomo de culpa. ¿Qué se esconde en este debate? ¿ Asoman en él algo de interés o se trata nada más que de una rencilla de las que hay tantas en política? Si se tratara de una rencilla más un asunto de simplemente no dar a torcer la mano no habría de qué preocuparse. Pero ocurre que con frecuencia las discrepancias en políticas públicas esconden desacuerdos más fundamentales, puntos de vista opuestos acerca de cuestiones fundamentales de la vida en común. Es lo que ocurre con este debate acerca de las pensiones y el tema del reparto. En él se esconden dos concepciones distintas acerca de la condición humana, acerca de qué debe ser individual y qué, en cambio, compartido. Veamos. Las vicisitudes de la vida humana son de variada índole y entre ellas las hay sobre todo de dos clases: algunas son fruto de las propias decisiones, otras resultado de la naturaleza. Un ejemplo de las primeras es la realización o el fracaso vocacional como, vgr., los resultados felices o infelices de la práctica de un deporte peligroso. Ejemplo de lo segundo es la enfermedad o la vejez que a todos aguarda y que nadie puede eludir. Una cosa es que usted elija un deporte peligroso y se accidente como consecuencia de su afición, y otra cosa es que envejezca y se enferme. Lo primero es fruto de su elección, lo segundo no.
Por lo mismo, parece natural que los costes del primer tipo de vicisitudes los internalice o haga suyos quien adoptó la decisión; pero esa misma solución no parece del todo correcta tratándose de aquellas vicisitudes que sabemos que al margen de nuestro desempeño nos ocurrirán.
En el primer caso, se cumple el principio de que cada uno debe vivir de acuerdo con sus propias elecciones, pero no parece ser ese el caso del segundo tipo de vicisitudes, que no son voluntarias.
Y si eso es así si hay cosas que elegimos y otras que alcanzarán a todos por igual, entonces parece haber razones para compartir el coste de estas últimas, de manera que el esfuerzo de uno ayude a soportar las heridas del tiempo a otro.
Pero se dirá si sabemos que la sombra de la vejez o la enfermedad en algún momento nos cubrirá, entonces cada uno tiene razones para ocuparse de ellas y adoptar conductas preventivas, de manera que no habría buenas razones para que una parte delesfuerzo propio vaya al prójimo. Pero las hay. Porque ocurre que si cada uno compensa al interior de su propia trayectoria vital los riesgos, entonces cada vida humana sería tratada como una unidad encerrada en sí misma.
Pero esto equivale a borrar la distinción entre ambos tipos de vicisitudes: cada vida humana sería una totalidad impermeable, en cuyo interior se compensaría el éxito o el fracaso voluntario, con el daño involuntario que nos provocan las pedradas y flechas del destino.
El destino humano sería una especie de suma final e individualizada del debe y el haber de la existencia: en el debe la enfermedad o la vejez, en el haber los esfuerzos para aminorarla. ¿Es razonable o correcta esa imagen de la vida humana: como un acontecimiento cerrado, en que lo que cada uno decide compensa lo que a cada uno inevitablemente ocurrirá? Esa visión extremadamente individualista desconoce que las vidas humanas se diferencian en el esfuerzo, pero se igualan en lo que inevitablemente padecerán. Hay, pues, otra forma de concebir la vida humana.
Esta consiste en ver cada trayectoria vital como una mezcla entre lo idiosincrásico o particular (las decisiones de cada uno y sus consecuencias) y aquello que es universal (y que no depende de nuestras decisiones, como la vejez y la enfermedad). San Agustín (que no escribió de políticas públicas, pero los expertos en estas debieran darse un tiempo para leerlo) presenta la vida humana como una mezcla de destino y desempeño. En esa imagen parece razonable compartir el universal que a todos aguarda con algún mecanismo que permita compartir el riesgo. Desde luego pueden ser las rentas generales o algún mecanismo específico de seguridad social. Ambos pueden ser equivalentes desde el punto de vista de la eficiencia, pero tienen diferencias cuando se atiende a la concepción que le subyace.
Lo que se llama reparto no es otra cosa que un mecanismo para compartir explícitamente el riesgo, evitando que cada uno se rasque con sus propias uñas y comunicando que al menos en parte cada uno es guardián del otro. ¿Reparto o no reparto, entonces? Depende de la manera que tengamos de concebir la condición humana y de lo que, a la luz de ella, estemos dispuestos a hacer para compartir lo inevitable.
Y es que, como queda dicho, el tema de qué hacer frente a las pedradas del destino no es algo que pueda ser pensado solo haciendo las cuentas. nLo que se llama reparto no es otra cosa que un mecanismo para compartir explícitamente el riesgo, evitando que cada uno se rasque con sus propias uñas y comunicando que al menos en parte cada uno es guardián del otro..