FERNANDO ARIZTÍA: el pastor que enfrentó la oscuridad con la luz de la esperanza
FERNANDO ARIZTÍA: el pastor que enfrentó la oscuridad con la luz de la esperanza En los años más sombríos de la historia de Chile, cuando el país era sacudido por el miedo, la violencia y la represión sistemática, hubo voces que eligieron no callar. Una de esas voces fue la de Monseñor Fernando Ariztía Ruiz, obispo de Copiapó, quien desde su fe y profundo compromiso con el ser humano, se transformó en un símbolo de resistencia, esperanza y dignidad. Su legado no se resume a palabras ni a gestos aislados. Es una vida completa volcada al servicio del otro, especialmente de aquellos que fueron perseguidos, silenciados, excluidos. Su acción pastoral fue también una acción profundamente política, en el sentido más noble del término: una defensa de la vida, la justicia y los derechos fundamentales en medio del horror. Desde sus primeros años estuvo fuertemente vinculado al mundo obrero: fue asesor de la Juventud Obrera Católica y trabajó como párroco en barrios populares de la capital. Esta experiencia marcaría para siempre su opción pastoral.
En 1967 fue consagrado obispo auxiliar de Santiago, y en medio de una Iglesia que aplicaba los cambios del Concilio Vaticano II y una sociedad que transitaba por profundas transformaciones, Ariztía se consolidó como un pastor abierto, dialogante, y profundamente comprometido con su clero y con su pueblo. Tras el golpe de Estado de 1973, fue nombrado copresidente del Comité Pro Paz, una de las primeras instancias de defensa de los Derechos Humanos en el país. Desde allí comenzó su enfrentamiento directo y valiente con las consecuencias del nuevo régimen: desapariciones, torturas, ejecuciones extrajudiciales.
En octubre de ese año, escribió una carta a Augusto Pinochet que estremeció a la Iglesia y al país: “En el Río Mapocho [] han aparecido numerosos cadáveres []. No ha habido ningún combate en estos sectores, por lo cual no podemos liberarnos del pensamiento que hayan sido fusilados”. Con ese tono directo, sin eufemismos, Monseñor Fernando hacía lo que muy pocos se atrevían: denunciar la barbarie. En 1975, fue nombrado obispo de Copiapó. Muchos interpretaron ese traslado como una forma sutil de apartarlo de la primera línea. Pero él transformó ese destino en una nueva trinchera. Desde Atacama, desplegó un trabajo pastoral y humano que lo convirtió en referente nacional. Allí fundó un servicio jurídico-laboral vinculado al obispado, que actuó como una especie de “Vicaría de la Solidaridad del norte”, ofreciendo apoyo legal, espiritual y humano a quienes eran víctimas de la represión. Don Fernando Ariztía no dirigía su diócesis desde el púlpito. Caminaba por las poblaciones, conversaba con la gente, compartía en los velorios, en las marchas, en las huelgas. Era cercano, austero, sencillo. Maguín Carvajal Cortés, periodista y escritor, lo conoció de cerca: “Siempre fue muy amigo, un excelente consejero espiritual y familiar. Lo encontrabas en la calle y te atendía con total cercanía”. Carvajal recuerda cómo Ariztía lo convocó a integrar la Fundación Despertar, dedicada a ayudar a personas con problemas de adicción. “La fundación estaba quebrada. Gracias a él, logramos levantarla, concursamos fondos, contratamos profesionales. Él no solo daba su nombre, trabajaba codo a codo con Su austeridad era parte de su sello. “Le regalaban ropa y la repartía. Siempre andaba con lo mismo: su chaleco, su pantalón negro. Nunca quiso nada para él. Vivió para los demás”, cuenta Carvajal. Y agrega: “Durante la dictadura, fue muy importante acá en Copiapó.
Salvó a mucha gente, los ayudó a reinsertarse, a tener trabajo, a recuperar su dignidad”. Sara Arenas Marín, académica de la Universidad de Atacama y coordinadora del programa de Derechos Humanos de la institución, también destaca su legado. “Su presencia en la región fue determinante. Gracias a su acción y a la del equipo jurídico que formó, se salvaron muchas vidas”, afirmó. Uno de los episodios más duros que recuerda ocurrió en 1984, cuando fuerzas militares irrumpieron violentamente en la Universidad de Atacama. “Hubo catorce heridos, dos muertos, más de 300 detenidos. El estudiante Guillermo Vargas fue asesinado, y quisieron montar una escena con dinamita en su cuerpo. Don Fernando, junto con Juan Pedro Segarra, fue a la universidad y lo impidió. Se paró firme, exigió respeto y dijo la verdad”, relató. Su compromiso no era puntual. Acompañó a las familias, apoyó causas judiciales, dio su testimonio. “Era una persona clara, valiente. Nunca titubeó. Era la Iglesia en su forma más decidida y valiente”. "La presencia de Don Fernando Ariztía en Atacama fue fundamental en la defensa de los Derechos Humanos. Su labor a través de la Iglesia y su equipo jurídico permitió salvar vidas y proteger a quienes enfrentaban persecución. Su compromiso con la verdad y la justicia sigue siendo un legado invaluable para nuestra reEl 25 de noviembre de 2003, Fernando Ariztía falleció tras una breve enfermedad. Su deseo fue volver a Copiapó para despedirse de su gente. Recorrió las parroquias, saludó a las comunidades. En su funeral, el presidente Ricardo Lagos, ministros de Estado y el comandante en jefe del Ejército asistieron para rendirle homenaje. Más de diez mil personas lo despidieron en las calles de la ciudad. Como último gesto, pidió que en lugar de flores, se llevara comida para los pobres. Y que su cuerpo diera una vuelta por la Plaza de Copiapó, donde tantas veces caminó entre la gente que tanto amó. En su funeral, se recordó una de sus frases más simbólicas: “La Iglesia debe ser profética, anunciar y denunciar, no tener miedo.
Porque Cristo vence sobre toda muerte y todo pecado”. Hoy, a más de veinte años de su partida y en el centenario de su nacimiento, su legado permanece vivo en la memoria colectiva de Atacama y de Chile. Sus cartas pastorales, sus homilías, sus gestos concretos de humanidad siguen siendo guía y referencia. Como lo expresa Sara Arenas: “Gracias a él se salvaron vidas. Él ayudó a que se supiera la verdad. Fue un pastor de verdad, con un compromiso profundo e irrenunciable con los Derechos Humanos”. Y como resume Maguín Carvajal: “Para mí, fue un maestro. Él vivió por los demás. Fue amor hecho persona”. En tiempos donde los testimonios son más necesarios que nunca, recordar a Fernando Ariztía no es solo un ejercicio de memoria, sino un acto de justicia. Porque su vida fue profecía, fue luz, fue ternura. Y sobre todo, fue un ejemplo de que la fe puede y debe ser también un acto de defensa de la dignidad humana. UN PASTOR PARA LOS MÁS POBRES UN OBISPO CON OLOR A OVEJA DEFENSOR DE LOS DEMÁS UN PASTOR QUE DECIDIÓ NO CALLAR UN LEGADO VIVO EL FUNERAL DEL PUEBLO. ”, finalizó la académica.