“VIMOS LOS TRES ESPOLONAZOS”
“VIMOS LOS TRES ESPOLONAZOS” Héctor Rojas Cabrera Periodista Senior TESTIMONIO DE ROSARIO ZANCA BARONE UN INMIGRANTE ITALIANO SOBRE EL COMBATE NAVAL DE IQUIQUE DE 1879. FUE TESTIGO PRESENCIAL DESDE LOS CERROS. RELATO SOBRE COMBATE POR UN NIÑO DE 14 AÑOS Y LUEGO YA HOMBRE LO VUELVE A RELATAR EN PLAZA PRAT PUES CONSERVABA AÚN INTACTO SU RECUERDO. FUE PUBLICADO EN EL DIARIO EL TARAPACA POR UN PERIODISTA QUE SE DESCONOCE SU NOMBRE. DICHA COLECCIÓN YA NO EXISTE SE LA LLEVO UN INCENDIO. FUENTE: RAFAEL ITALO ZANCA CARDENAS BISNIETO DIRECTO INGENIERO MECANICO RADICADO EN SANTIAGO.
Con motivo de conmemorarse el 146 aniversario del Combate Naval de Iquique, la gesta heroica mas sublime que engalana todas las batallas navales del mundo y es admirada por el arrojo y valentía de su máximo protagonista el capitán don Arturo Prat Chacón, os entregamos a través del diario El Longino, el testimonio de un inmigrante italiano que lo presenció en situ.
Damos las gracias a Rafael Italo Zanca Cárdenas su bisnieto por proporcionarnos este brillante material, que debería ocupar un sitio de honor cuando se restaure integralmente el Museo Naval. bloqueo, ya que aquí estaba la riqueza del salitre que era, por lo demás, la verdadera causa de la guerra. La oscuridad de la noche y la camanchaca impidieron que se avistaran en alta mar y el 21 de Mayo amanecieron frente a nosotros esos dos colosos de acero, el Huáscar y la Independencia. A cargo del bloqueo, los chilenos habían dejado aquí a sus dos buques de guerra más viejos y pequeños; la Esmeralda y la Covadonga, ambos de madera ya casi imposibilitados para una navegación larga. ROSARIO ZANCA EN 1918 CON SU FAMILIA. ERA CONSUL DE ITALIA EN IQUIQUE Y EL PRINCIPAL DESPACHADOR EN ADUANAS.
TESTIMONIO Aquí va entonces el testimonio de ROSARIO ZANCA BARONE: Sentado en un escaño de la plaza de Iquique, don Rosario ya a una edad madura, se estima a los 50 años, comienza su descripción, luego que cuando tenía 14 años presenció el Combate Naval desde Punta Negra.
Su índice apunta hacia el mar, distante sólo una cuadra, y dice textual: “Ese viejo Muelle, al igual que el edificio de la Aduana y la Torre del Reloj de esta plaza, ya estaban en ese tiempo. En estos barrios del Morro, La Puntilla y El Colorado, había mucho rancherío donde vivían obreros portuarios, pescadores, carreteros; toda gente de mar. Había mucho cholo mestizo como también negros, zambos y chinos los que eran traídos casi como esclavos desde las covaderas de Pabellón de Pica, Huanillos y Punta de Lobos.
Los barcos en ese tiempo eran de muy poco calado y la bahía relativamente pequeña, de tal modo que para los que nos gustaba el mar era un verdadero teatro desde donde podíamos observar muy de cerca el escenario de todo lo que sucedía a flote.
En realidad eran solo unos pocos metros la distancia a las áreas usuales de las maniobras portuarias, casi no habían casas en la costa que taparan la vistas y nosotros, como niños, teníamos nuestros miradores preferidos, donde también hacíamos nuestras maldades, lejos de los ojos de los papás, tan estrictos por ese entonces. Pero en abril de 1879, cuando estalló la guerra, toda la actividad portuaria quedó paralizada, pues llegó la escuadra chilena y bloqueó el puerto. El 17 de mayo en la noche, gran parte de los buques chilenos partieron rumbo al Callao con la intención de enfrentarse con la escuadra peruana. Se cruzaron sin verse, pues los barcos peruanos también habían optado por viajar al sur a levantar este Esa mañana yo estaba tomando mi desayuno. Serían como las ocho cuando me vinieron a buscar varios niños amigos míos. Mi padre había salido muy temprano y mi madre andaba de compras, de tal manera que me resultó muy fácil irme con ellos a curiosear por la playa del Colorado.
Toda la gente gritaba en las calles vivas al Perú e insultos para Chile, mientras se dirigían hacia los cerros de la costa a presenciar la rendición de esos bandidos que, según su sentir, habían venido a impedirles su trabajo y a quitarles su riqueza. Esos cerros de allá, al frente, estaban repletos de gente y la tropa peruana que había en el puerto, se instaló estratégicamente en improvisadas trincheras junto con emplazar pequeños cañones de campaña. Muy pronto comenzaron a abrir fuego de fusilería y de artillería sobre la Esmeralda que se había acercado demasiado a la costa. Volví a toda carrera a mi casa a buscar un potente catalejo que mi padre atesoraba en su escritorio del consulado y regresé a toda prisa con mis amigos. Nos fuimos a instalar sobre el peñón de Punta Negra y desde allí pudimos verlo todo.
A pesar de los pocos metros al escenario del combate, no teníamos el peligro que nos alcanzara alguno de los tiros del Huáscar, como fue lo que sucedió a mucha gente que, apostándose en otros lados, quedó herida por sus disparos que no hacían blanco en la Esmeralda e iban a rematar a los pies del cerro o en los rancheríos cercanos a la playa. El día, a esa hora, ya estaba soleado y muy claro, y pudimos verlo todo, como si los hubiésemos tenido debajo de nuestros pies. Así vimos el primer espolonazo del Huáscar y el primer abordaje con Arturo Prat seguido por algunos pocos marineros.
DON ROSARIO ZANCA Y SU BISNIETO RAFAEL ITALO ZANCA Dentro del silencio de la rada, era tan grande el ruido de los disparos y el griterío de la marinería, que creo que no pudieron haberlo escuchado cuando dio la orden de saltar a tomarse la nave enemiga. Pero en la cubierta del Huáscar no se divisaba nadie contra quien luchar. Las puertas de acero estaban herméticamente cerradas y los marineros peruanos se habían parapetado muy bien protegidos en la popa, abriendo fuego de fusiles y ametralladoras sobre los intrusos.
Pude ver al capitán correr, levantando su sable, hacia la torre de mando, pero al pie de la escalera que conducía a ella cayó abatido por la balacera y más atrás, cayó igualmente el sargento Aldea. La Covadonga por su parte, había enfilado rumbo al sur perseguida por la Independencia y ambos barcos ya habían desaparecido de nuestra vista. A todo esto, el Huáscar se vino de nuevo encima de la Esmeralda para darle el segundo espolonazo en el costado derecho, más atrás que el anterior. OTRO EJEMPLO DE UN ASALTO También pudimos ver en esta ocasión a otro oficial seguir el ejemplo de su capitán y saltar a la cubierta del barco enemigo, seguido por muchos marineros. Sin embargo, después de una breve refriega, los fusiles y las ametralladoras peruanas los barrieron, quedando sus cuerpos diseminados por todos lados. A PIQUE PERO FLAMEANDO LA BANDERA Al tercer espolonazo, la Esmeralda se fue a pique con ITALIANO EN 1879 DESDE EL PEÑON DE PUNTA NEGRA. ITALIANO EN 1879 DESDE EL PEÑON DE PUNTA NEGRA “VIMOS LOS TRES ESPOLONAZOS” todo lo que quedaba de su tripulación gritando y disparando a rabiar. Yo no podía contener mi emoción, sobre todo cuando vi desaparecer la punta de su mástil con la bandera chilena flameando al viento. En esos momentos, se produjo un silencio sepulcral. La gente de los cerros había enmudecido y ya no sonaba ni un solo disparo. Yo sabía que toda esa gente odiaba a los chilenos; pero lo que habían visto los había sobrecogido, igual que a mí. Poco a poco, empecé a notar que volvía la actividad a la cubierta del barco peruano. El almirante Grau ordenó bajar los botes para recoger a los sobrevivientes y la gente comenzó a retornar a sus hogares. El combate había durado casi cuatro horas, desde que comenzaron los disparos hasta que la Esmeralda desapareció de la superficie del mar. SE RINDE LA INDEPENDENCIA Esa tarde, la población había comenzado a embanderar sus casas y a celebrar la victoria.
Sin embargo ese desborde de alegría y patriotismo muy pronto se convirtió en rabia y dolor, cuando se enteraron que se había perdido la Independencia en los bajos de Punta Gruesa y que la Covadonga, aprovechando que el blindado peruano había encallado, lo había cañoneado hasta obligarlo a rendirse. PRAT EN EL MUELLE Al atardecer, vine con mis amigos al muelle. Ya habían bajado a los muertos y a los heridos. Arturo Prat estaba ahí, frente al pórtico de la Aduana, a pasos de donde ahora estamos. Lo habían dejado de espalda en el suelo sobre una tabla. Vestía su uniforme de capitán, todo ensangrentado y tenía destruido la mitad del cráneo, desde la ceja izquierda hacia atrás. A su lado y en la misma forma se hallaba el cadáver de Ignacio Serrano, algo más macizo que su capitán y también los restos de muchos otros marineros. La gente se apretujaba para mirar el macabro espectáculo. Un anciano se agachó para cerrarle los ojos al teniente Serrano y no faltaron quienes le lanzaron exclamaciones insultantes ante tal gesto de humanidad. Por la parte de atrás del edificio de la Aduana, había numerosos heridos sobre un carro del ferrocarril salitrero. Entre ellos estaba el Sargento Juan de Dios Aldea. Yo supe quien era porque le dio su nombre a don Adolfo Gariazzo, quien le había pasado un vaso de agua y había mantenido una breve conversación con él. Tenía una herida de bala en el cuello, otra en el brazo izquierdo y otra en la pierna derecha. Se notaba que sufría mucho y hacía ya varias horas que junto con los demás heridos estaban prácticamente botados allí, desangrándose, sin que nadie los atendiese. Como a las nueve de la noche, el señor Eduardo Llanos, miembro de la colonia Española, junto con otros extranjeros, lograron la autorización para retirar los cadáveres y a los heridos llevarlos al hospital. El Sargento Aldea falleció al tercer día, después de que le amputaron el brazo. Al día siguiente del combate fuimos al funeral de un oficial peruano muerto en el cañoneo a la Independencia proseguía don Rosario. Estaba casi toda la población del puerto. El cortejo iba encabezado por una gran banda de músicos y por los tripulantes de las dos naves peruanas.
Las autoridades y hasta las pocas escuelitas que entonces había, con sus niños portando pequeños ramos de flores de papel, marchaban a continuación, acompañando el féretro que iba en una carroza tirada por caballos, cubierto con la bandera peruana; más atrás, el cura con sus acompañantes y después la muchedumbre rezando y vociferando. En el cementerio hubo discursos encendidos de un gran fervor patriótico, resaltando el heroísmo de aquella víctima de una de las granadas disparadas por la Covadonga. Cuando veníamos de regreso del Cementerio, alguien nos señaló un viejo carretón que con dos ataúdes en su interior se dirigía al cementerio del Colorado. En el coche que lo seguía pudimos distinguir a cinco personas. Con esa curiosidad tan propia de los niños, nos acercamos y pudimos ver al señor Llanos acompañado de dos compatriotas suyos: don Benigno Posadas y don Juan Neir. También iba un señor inglés, don Edmundo Wallis y otro francés, don Carlos Latour. El pequeño cortejo entró al cementerio por la puerta trasera. Había dos fosas abiertas y separadas una de otra por unos doce metros aproximadamente, pero no había palas ni ninguna otra herramienta, ni panteoneros que pudiesen ayudar a enterrar los ataúdes. El carretonero, junto al señor Llanos y al señor Wallis, bajaron los restos de Prat y de Serrano de la carreta y, con mucha dificultad, los depositaron en sus respectivas sepulturas.
Luego, de rodillas y con sus propias manos, tuvieron que empujar la tierra para cubrir los cajones que quedaron sólo a medio enterrar. resto de la pequeña comitiva, se había quedado a varios metros de distancia por temor a un grupo de peruanos, que habiendo estado anteriormente en el otro funeral, no dejaban de lanzar insultos y pedradas a las abnegadas y bondadosas personas que trataban de dar cristiana sepultura a los héroes navales más grandes de nuestra historia. No hubo ni una cruz en sus tumbas; ni una humilde flor sobre sus despojos. Ni siquiera una tabla con sus nombres.
Sólo dos días después, cuando todo estuvo más calmado, estos mismos señores regresaron al cementerio e hicieron todos los arreglos necesarios para que las tumbas de los dos héroes quedaran juntas y debidamente cubiertas, como asimismo se preocuparon de la sepultura de los difuntos de la tripulación.
Así, con voz trémula y emocionada -como lo destaca el periodistael anciano termina aquí su relato que fuera rescatado de los antiguos archivos del diario El Tarapacá... ” TEO ROJAS CABRERA SEPARADO DE LA CRONICA AGREGAR POR FAVOR ROSARIO ZANCA BARONE. NACIÓ EN PALERMO Y LLEGÓ A IQUIQUE (PERÚ) EN 1875, ALA EDAD DE 10 AÑOS. FUE UNO DE LOS ÚLTIMOS TESTIGOS DEL COMBATE NAVAL DE IQUIQUE EL 21 DE MAYO DE 1879, CUANDO TENIA 14 AÑOS. CONOCIÓ PERSONALMENTE A MIGUEL GRAU, ARTURO PRAT Y CARLOS CONDELL. FUE QUIEN DILIGENCIÓ LA PÓLIZA DE IMPORTACIÓN 0001 EN LA ADUANA BAJO LA ADMINISTRACIÓN CHILENA. CONDECORADO CON LA STELLA DELLA SOLIDARITÀ. CÓNSUL DE ITALIA EN ESE PUERTO PERUANO. FUE EN 1951 CUANDO EL ALCALDE PEDRO MUGA, EN SESIÓN SOLEMNE JUNTO AL INTENDENTE DE LA ÉPOCA OFRENDÓ A DON ROSARIO UN BELLO GALVANO. FALLECIÓ EN 1952. ROSARIO ES EL MASCULINO DE ROSALÍA (PATRONA DE PALERMO) DEJANDO UNA GRAN DESCENDENCIA EN IQUIQUE HASTA EL DIA DE HOY. FOTO JUAN PASSANO ZANCA.
RAFAEL ITALO ZANCA CARDENAS (1952) BISNIETO NACIDO EN LA OFICINA SALITRERA VICTORIA, EL AÑO 1952, RADICADO EN LA ACTUALIDAD EN SANTIAGO ES BISNIETO DESCENDIENTE DIRECTO DE DON ROSARIO ZANCA BARONE NOS CUENTA: “SOY DESCENDIENTE DIRECTO DE MI TÍO ROSARIO ZANCA BARONE. MI ABUELO ERA SOBRINO DEL TÍO ROSARIO. MI ABUELO ITALO ZANCA, HIJO DE DON DANTE ZANCA Y PRIMO HERMANO DEL TÍO ROSARIO. YO VENGO DE LA DESCENDENCIA DE ITALO ZANCA. MI FAMILIA ES ORIGINARIA DE PALERMO.”.