CYNTHIA RIMSKY LA ESCRITORA ERRANTE
CYNTHIA RIMSKY LA ESCRITORA ERRANTE Cynthia Rimsky está harta de los mosquitos. El otro día salí en la moto con la campera negra y después me vi y estaba llena de mosquitos. Hay que ponerse repelente para ir a comprar a la verdulería. Ni qué decir salir a colgar la ropa. Es tremendo dice. Lo cuenta por la pantalla de Zoom, con su pelo corto teñido de un naranja encendido y los ojos expresivos. Atrás, hay una salamandra encendida y repisas con libros. Está en su casa en Azcuénaga, un pueblo cercano a Buenos Aires, del que se enamoró y donde vive desde hace ocho años. Como es un entorno rural, pasan cosas como esas: que después de años de sequía, con las lluvias aparecieron tantos mosquitos que casi no se pueda salir. O que desde su ventana vea cómo un gato juega con un ratón. O que en los días de sol, los vecinos se sienten en las reposeras afuera del almacén. Esos detalles que ella observa con ojo curioso se han metido en algunos de sus libros, como La vuelta al perro, donde sus textos son como postales que cuentan escenas cotidianas. En otros, como Poste restante, Ramal y La revolución a dedo, se han infiltrado sus viajes, porque ella ha sido una mujer errante y poco convencional. Yo fui bien viajera. Creo que incluso más que viajera, tenía una ansiedad de vivir que no era lo que estaba formateado. Yo quería salirme de los márgenes dice. ¿A qué te refieres con eso? Tenía una curiosidad, una pasión por vivir. Entonces no solo era viajera: experimenté con drogas, con alcohol, con la noche. Sobre todo, con la noche y los bares. Había bares donde tenía cuenta. Lo más lindo que me podía pasar era tener cuenta en el Cinzano, en Valparaíso, cuando no era tan turístico. Tuve cuenta también en el Insomnio. Los viajes eran una parte más radicalizada de esa actitud de andar suelta y vivir nomás. Y dejar de ser como en Chile, que te condicionan tanto en qué colegio estudiaste o en qué barrio vives. Viajar te coloca en el presente donde estás tú y tus circunstancias. Sobre todo en esos años en que no había internet ni tarjetas de crédito; yo empecé a viajar en ese tiempo, y todo era muy aventurero. Además, en la literatura había encontrado referentes de mujeres solas, como Katherine Mansfield, que se emborrachaban y salían a vivir con bastante riesgo. Ese era mi deseo.
Cynthia siempre tuvo el anhelo de ser escritora, pero le tomó años publicar su primer libro, Poste restante, que fue detonado por un viejo álbum de fotos que encontró en 1998, en la feria de Arrieta en Santiago, y donde aparecía en la primera página el apellido Rimski, muy semejante al suyo, salvo por la letra final. Adentro había fotos de una familia de vacaciones en Europa, que bien podía ser la suya, una familia de inmigrantes que venían de Ucrania y Polonia. Ese hallazgo fue un buen pretexto para viajar a la tierra de sus antepasados y comenzar a tejer el texto que dio forma a ese libro, donde su propia historia se entrelaza con lo literario.
Ahora, jugando con su pelo rojo por la pantalla de Zoom, Cynthia dice que había una inseguridad de fondo en torno a la escritura y que quizás por eso ese primer libro fue publicado cuando ya tenía 40 años. Hoy tiene 62, es una escritora reconocida y premiada, que hace clases en la Universidad Nacional de las Artes, en Buenos Aires, y también en el Diplomado de Escritura de la Universidad Católica de Valparaíso. Hace dos meses estuvo en Santiago, en un encuentro en la Librería Inquieta, para celebrar la nueva edición de Poste restante, y el lugar estaba repleto de gente, muchos de ellos nuevos lectores. Periodista de formación, carrera que estudió en la Universidad de Chile, trabajó en El Mercurio de Valparaíso y en las revistas Apsi y Página Abierta. Pero le costó encajar porque su forma de escribir no calzaba con la tradicional. Me costaba enfocarme en el tema, me iba por las ramas y los editores me corregían mucho. Eso me llenaba de dudas, me insegurizaba porque estaba empezando. Con el tiempo me di cuenta de que no podía evitarlo, así es mi manera de pensar, estaba haciendo una búsqueda. Esa búsqueda, que tenía que ver con enfocar la mirada, se fue afinando con sus numerosos viajes.
Con 22 años y mintiéndole a sus padres, a quienes dijo que iría a hacer un posgrado en España, se fue a dedo con un novio a Nicaragua, porque quería ver en primera persona la Revolución Sandinista. Se demoró ocho meses en llegar. Treinta años después, escribió un libro sobre eso: La revolución a dedo. ¿Fuiste porque querías asistir a la revolución? Soy una persona bastante crítica, de repente demasiado y me trae problemas. Y entonces tenía dudas en cómo se contaba lo que era una revolución, básicamente. Y además, tenía curiosidad por ir a una revolución y ver qué era sin que me lo contaran.
Porque, bueno, si además eres de izquierda, una revolución era lo máximo a lo que podías aspirar. ¿Con qué te encontraste cuando llegaste a Nicaragua? Con nada de lo que había imaginado (se ríe). Porque no es que todo esté en modo revolución. Hay tiempos distintos, todo es una melcocha de cosas que suceden simultáneamente, donde está ocurriendo algo muy conservador y al lado, una híper revolución; es un caos, básicamente. Yo iba de experiencia en experiencia, cada vez más confundida. Estuve en Nicaragua como un año y logré trabajar en una radio.
Había un sistema de radios populares en todo el país, con un noticiero larguísimo de cuatro horas que no había cómo llenarlo y día por medio me pedían que saliera a la calle a preguntarle a la gente qué opinaba de la invasión norteamericana que estaba por llegar. Yo al tercer día de hacer eso lloraba porque tenía que hacer esas preguntas imbéciles. Fue un tiempo muy intenso. ¿Por qué te tomó tanto años escribir sobre lo que viste allí? Porque cuando volví traté de hacerlo, pero era muy difícil encontrar un lugar desde donde ponerme. Ser crítica a la revolución en ese momento era muy complejo. No solo eso, sino que también pensaba: "¿ Quién soy yo para criticar? Fui una pequeña burguesa, me fui de viaje nomás". Lo que más me costó de ese libro fue justamente eso. Por otro lado, no quería se la protagonista del libro. No quería que aparecieran mis vicisitudes cotidianas, como está tan de moda esta idea de la literatura como si fuera un diario de vida.
Fue difícil encontrar la forma de contarlo y lo resolví combinando los cuadernos que escribí a los 22, cuando estuve en la revolución, y también revisando las cartas que les pedí a los amigos a los que les había escrito. Increíble que tenían aún esas cartas. Es que imagínate, una amiga tuya que se va a dedo a Nicaragua a la revolución y te escriba desde allá, lo más probable es que la guardes. En los cuadernos y las cartas había nombres de personas y lugares, entonces a través de internet me puse a buscar qué había sido de ellos. ¿Y qué descubriste? Fue interesante. Gran parte de los personajes se habían convertido en estafadores o habían estado en contra de los derechos humanos; es decir, habían devenido en otra cosa. De hecho, Daniel Ortega, el principal, y de ahí para abajo. Muchos también habían muerto o había héroes que dejaron de serlo y tenían su pequeña riqueza. Además, los ideales que animaron esa revolución ya no estaban. ¿Sigues siendo tan viajera como fuiste antes? Menos. Quizás porque cuando viajaba siempre iba a lugares muy pequeños y soñaba cómo sería vivir en un pueblo. Y bueno, ahora estoy viviendo en uno, entonces viajo menos y escribo más, creo que tiene que ver con eso. Pero sí lo que conseguí es mirar cómo si estuviera viajando. Hay un trabajo con la mirada que proviene de los viajes. Y también proviene de lo que tiene la literatura argentina: una mirada de extrañamiento que creo es muy diferente a la mirada más tradicional chilena, que altiro se enfrenta al problema social.
Aquí está lo de observar eso como algo extraño y que permanezca de esa forma. ¿Cómo es tu vida de escritora viviendo en un pueblo de pocas calles? Después de la pandemia me construí un taller fuera de la casa y paso casi todo el día acá. Tengo una motoneta y me gusta mucho andar en ella. Acá hay muchos caminos interiores de tierra que te llevan a otros pueblitos, que generalmente están a 12 o 20 kilómetros. Me gusta eso. Pescar la moto, leer. Tengo una huerta, aunque ahora con los mosquitos está abandonada.
Cuando vives en el campo, la sobrevivencia te ocupa mucho más tiempo que en las ciudades. ¿Y esta vida bohemia de tu juventud, la noche, los bares, no la extrañas viviendo en un lugar tan apacible? Ha ido bajando, es que acá en el campo no hay nada. Tenemos un bar precioso en San Andrés de Giles, que queda a 12 kilómetros, que uno va al mediodía y está el mecánico, el periodista; hay un grupo muy divertido. Voy de repente y me tomo mis tragos. Pero el camino es muy malo y de noche es peligroso hacerlo. Cuando voy a Buenos Aires sí me pego mis vueltas. Pero mucho menos que antes. Es que el cuerpo cambia también. ¿Ha bajado el riesgo en tu vida? Ha bajado el riesgo de ponerme en situaciones difíciles de manejar. Pero ha subido el riesgo de pensar. Creo que estoy pensando y escribiendo más arriesgadamente que antes. Cynthia Rimsky LA ESCRITORA ERRANTE "Tengo una motoneta y me gusta mucho andar en ella. Acá hay muchos caminos interiores de tierra que te llevan a otros pueblitos", dice la escritora quien vive en el pueblo de Azcuénaga, en Argentina. "Tenía una curiosidad, una pasión por vivir. Entonces no solo era viajera: experimenté con drogas, con alcohol, con la noche. Sobre todo, con la noche y los bares. Había bares donde tenía cuenta". "Tenía curiosidad por ir a una revolución y ver qué era sin que me la contaran. Porque, bueno, si además eres de izquierda, una revolución era lo máximo a lo que podías aspirar", dice. En la foto, a los 22 años en Nicaragua, donde viajó para ver la Revolución Sandinista. El rastro de sus viajes está en varios de sus libros, como ese que hizo a dedo a Nicaragua a los 22 años para conocer en primera persona la Revolución Sandinista. Cynthia Rimsky, mujer y escritora de cabeza libre, comenzó a publicar a los 40 libros imaginativos, pero difíciles de clasificar. Ahora, a sus 62, se ha convertido en una escritora de culto, que vive en un pueblo de Argentina y maneja una motoneta. "Ha bajado el riesgo de ponerme en situaciones difíciles de manejar. Pero ha subido el riesgo de pensar y escribir", dice. POR CAROLA SOLARI FOTO MARÍA ARAMBURÚ.