25 años después LAS LICEANAS QUE LLEGARON AL ESPACIO
25 años después LAS LICEANAS QUE LLEGARON AL ESPACIO En 1995, Ivonne Martínez, profesora de biología y computación, asistió al seminario "Aplicación de la tecnología satelital a los proyectos educativos". Era un momento de entusiasmo científico, porque el FASat-Alfa, el primer satélite chileno, estaba a punto de ser lanzado al espacio. La experiencia la deslumbró.
Al escuchar sobre las posibilidades del trabajo humano en el cosmos, una idea la atrapó: ¿ cómo lograr que sus estudiantes del Liceo 1 se acercaran a la ciencia y al universo? Convencida de que tenía una misión, regresó al liceo decidida a hacer algo grande. Reunió a alumnas de segundo y tercero medio y las desafió a idear un proyecto innovador que pudiera captar la atención de las autoridades. Juntas abrieron enciclopedias, investigaron la carrera espacial y estudiaron sobre gravedad, satélites, astronautas y cohetes. Al principio, unas treinta estudiantes se unieron al desafío, pero a medida que avanzaron los meses y el objetivo seguía borroso, varias fueron abandonando el proyecto. Las exalumnas no recuerdan con exactitud cómo ni quién lo mencionó, pero la profesora se enteró de un dato curioso: habían encontrado pulgones en un transbordador espacial. Esa información desató una chispa en la mente de Ivonne. Si la humanidad aspiraba a habitar estaciones espaciales, debían alimentarse fuera de la Tierra. Para comer, sería necesario cultivar alimentos allí, y para cosecharlos, tendrían que protegerlos de infestaciones. La solución surgió casi de inmediato y la profesora pensó en la Coccinellidae de Chile, más conocida como chinita. Estos pequeños insectos, famosos por su impresionante capacidad para controlar plagas, pueden devorar entre siete y diez pulgones al día. Además, tienen una característica perfecta para un entorno extraterrestre, se trata del geotactismo negativo, una respuesta biológica que las impulsa a moverse en dirección opuesta a la gravedad. Con esta idea en mente, el proyecto comenzó a tomar forma. En 1995, el astronauta Franklin Chang visitó Chile para participar en un seminario, y la profesora Ivonne logró colarse en el cóctel posterior. Allí aprovechó la oportunidad para hablar con el prestigioso hombre de la NASA sobre su idea de llevar chinitas al espacio. Chang quedó fascinado con la propuesta y, convencido de su potencial, él mismo llevó el proyecto a la agencia gubernamental estadounidense. Natalia Ojeda (41) fue alumna de Ivonne y formó parte del histórico experimento.
Hoy es médico y jefa de la Unidad de Alivio del Dolor y Cuidados Paliativos del Hospital San Juan de Dios y describe a Ivonne como una visionaria: "Era comprometida y veía más allá que el resto. No tenía límites. No conocía el `no se puede'. Siempre verificaba las cosas por ella misma.
Eso era inspirador". La última vez que las exalumnas vieron a Ivonne fue hace más de diez años, y desde entonces la profesora dejó de responder el teléfono y los correos electrónicos. "La hemos buscado por todos lados", comenta Natalia, "pero nadie sabe dónde está.
Lo último que supe es que tenía un párkinson avanzado". Desde Curicó, Carolina Soto (44), ingeniera forestal y profesora de matemáticas de un colegio subvencionado, plantea una teoría: "Creo que podría estar en un monasterio, alejada de todo. Ivonne era una mujer que leía constantemente.
Al terminar el año escolar, dejaba su departamento en el centro y se retiraba cada verano a un claustro en Quilpué para leer". Durante tres años, las niñas se dedicaron a registrar el comportamiento de las chinitas, sus hábitos alimentarios, de desarrollo y reproducción. Tuvieron que tener mucha paciencia, porque esas no eran las únicas tareas. Maritza Hernández (42) dice que este experimento la marcó profundamente. Es una prestigiosa física con posdoctorado en óptica cuántica y vive en Vancouver hace quince años. Allí trabaja como científica. Maritza recuerda que "la parte menos entretenida era convencer a la gente para que nos apoyara. Eso era lo más difícil. No creían en nosotras. Fuimos al Ministerio de Educación, a la municipalidad, a universidades, e incluso nos instalábamos en el mall repartiendo información sobre el proyecto y buscando recursos para el experimento. Estuvimos trabajando años para lograr este objetivo". Aunque la NASA financió el 85%, las alumnas debían conseguir el resto del dinero. Lograron apoyo de la Fuerza Aérea, del centro de padres, e incluso organizaron colectas, conciertos y diversas actividades para costear el proyecto. En 1999, Maritza y Carolina aterrizaron en Orlando para presenciar el lanzamiento y hacer el seguimiento de la investigación. "Todo parecía sacado de una película. Fue la primera vez que me subí a un avión y cruzamos el mundo. Aterrizamos, hacía calor y nos movimos a Cabo Cañaveral. Llegamos a un laboratorio lleno de tecnología. Las compuertas se abrían con una clave, te desinfectaban al cruzar una mampara y, al final, nos esperaban miles de chinitas gringas, congeladas. No lo podía creer", recuerda Carolina. El dispositivo preparado para el proyecto estaba dividido en dos compartimentos de acrílico transparente: uno contenía pulgones y plantas, y el otro, lo mismo, pero con las chinitas. Durante los cinco días que el experimento permaneció en el espacio, una cámara tomaba fotografías cada cinco horas. Desde la oficina, las alumnas recibían las imágenes y anotaban si la población de pulgones aumentaba o disminuía. Esta información la registraban cuidadosamente y, posteriormente, crearon gráficos para analizar la viabilidad de la investigación. "El experimento fue histórico en muchos sentidos. La misión la comandaba Eileen Collins y fue la primera piloto mujer de un transbordador", dice Natalia. "El transbordador estaba a 21 millas de nosotras. Había una galería, frente a un lago gigante, donde estaba el público y el reloj que hacía la cuenta regresiva. Por los parlantes se escuchaba lo que hablaban los tripulantes. No entendíamos nada de inglés, pero sabíamos lo que significaba el ready", agrega la ingeniera y profesora. Desafortunadamente, tuvieron que seguir esperando, porque se hicieron tres intentos de despegue. El primer lanzamiento se suspendió por una fuga de hidrógeno.
A los días, las niñas regresaron a la pista, se tomaron fotos con la bandera de Chile, pero una tormenta volvió a cancelar el evento. "Teníamos miedo, porque si no se ejecutaba, tendríamos que esperar meses y no sabíamos cómo regresar", recuerda Carolina. Ella ya era egresada, pero se tomó un año para poder participar del final del experimento. Incluso seguía usando el uniforme del liceo.
Al tercer intento, cuando finalmente el transbordador despegó y dejó la Tierra en medio de la noche, todo se iluminó como si fuera de día. "Siempre me gustó la ciencia, pero este proyecto me demostró la importancia de la paciencia y que podía convertirme en una científica seria. Trabajamos muchísimo, y lograrlo fue increíblemente gratificante", dice Natalia. "Cuando volvimos a Chile, muchas personas nos recibieron: había periodistas tomando fotos, nos llevaron al colegio y estaban celebrando en el gimnasio, con políticos incluidos. Más tarde nos llevaron a la televisión. Recuerdo llegar a casa muy tarde, agotada, pero feliz", añade Maritza. "Éramos niñas de un liceo público, en el último rincón del mundo. Mi mamá trabajaba en la casa, mi papá era garzón, y a mis quince años volé, formé parte de un experimento internacional y conocí a personas que dedicaban sus vidas a la ciencia. Eso lo cambió todo. Hoy siento que mi responsabilidad es mostrarles a las niñas que podemos imaginar otras posibilidades.
Actualmente, parece que hay un fin de la curiosidad, como si todo ya estuviera escrito, pero no es así", reflexiona Natalia, quien recientemente publicó un libro en inglés para niños, Ladybug Launch: Inspired by a True Story of Chinitas in Space, disponible en Amazon.
Carolina, por su parte, dice que, a diferencia de ellas, los niños de hoy ya no sienten pertenencia a sus liceos. "Tenemos responsabilidad en eso, en el avance del individualismo, porque en lugar de fortalecer la educación, la sociedad se ha enfrascado en un debate sin propuestas y oportunidades, solo críticas". En 1999, un grupo de alumnas del Liceo 1 Javiera Carrera alcanzó un logro impensado para cualquier estudiante chilena.
Respaldadas por la NASA, las niñas viajaron a Cabo Cañaveral y convirtieron un proyecto escolar en un hito histórico: enviaron chinitas al espacio para investigar si, en condiciones de microgravedad, estos insectos podrían controlar una plaga. Dos décadas y media después de ese acontecimiento, algunas de ellas recuerdan a una inspiradora profesora y el experimento que cambió sus vidas. POR JUAN CRUZ GIRALDO 25 años después LAS LICEANAS QUE LLEGARON AL ESPACIO "Éramos niñas de un liceo público, en el último rincón del mundo. Mi mamá trabajaba en la casa, mi papá era garzón, y a mis quince años volé, formé parte de un experimento internacional y conocí a personas que dedicaban sus vidas a la ciencia. Eso lo cambió todo". El proyecto fue liderado por Ivonne Martínez, profesora de biología y computación. La última vez que las exalumnas la vieron fue hace más de diez años, y desde entonces le perdieron la pista. "Nadie sabe dónde está", dicen. CLA UDIO BUENO Aunque la NASA financió el 85%, las alumnas debieron conseguir el resto del dinero. Lograron apoyo de la Fuerza Aérea, del centro de padres, e incluso organizaron colectas y conciertos. JOSÉ A LV Ú JA R En la foto, el alcalde de Santiago Jaime Ravinet dando la bienvenida a las estudiantes Maritza Hernández y Carolina Soto a su regreso de Estados Unidos en 1999. LA SE GUND A "Llegamos a un laboratorio lleno de tecnología. Las compuertas se abrían con una clave, te desinfectaban al cruzar una mampara y, al final, nos esperaban miles de chinitas gringas, congeladas", dice Carolina Soto. AR CHIV O PERSONAL "Este proyecto me demostró la importancia de la paciencia y que podía convertirme en una científica seria", dice Natalia Ojeda, quien hoy es médico. AR CHIV O PERSO NAL.