Brillante Donizetti reimaginado en el campo chileno
Brillante Donizetti reimaginado en el campo chileno Gaetano Donizetti (1797-1848) estrenó sus primeras obras cuando Rossini aún estaba activo y sus últimos títulos coinciden con los inicios de Verdi. Aunque heredó estructuras y convenciones de la ópera italiana de su época, logró un lugar fundamental dentro del melodrama romántico. Donizetti imprimió en sus obras un sello caracterizado por una fuerza y un carácter teatral más intensos, así como por una orquestación que complementa la acción escénica, creando atmósferas que intensifican el drama.
Su contribución al género de la ópera buffa es significativa; partiendo de la rica tradición cultivada por Pergolesi, Scarlatti, Cimarosa, Mozart y Rossini, transforma el género al centrar la trama en conflictos amorosos, incorporando importantes notas de melancolía e incluso pathos, como se observa en "El elixir de amor" (1832) y "Don Pasquale" (1843). De este modo, los protagonistas, Adina y Nemorino, resultan muy cercanos a la comédie larmoyante (comedia sentimental lacrimógena) tan en auge en su tiempo. El maestro venezolano Diego Matheuz, al frente de la Orquesta Filarmónica, fue un brillante concertador de esta partitura que vive en una veloz alternancia de momentos de agilidad con otros de profunda intimidad. Matheuz supo plasmar el cálido colorido de las cuerdas de Donizetti y fue elegante en la manera de conducir los recitativos.
Atento a los detalles orquestales, pareció subrayar cada vez que lo cómico se funde con lo sentimental, ya sea a través de un delicado arpegio del arpa o la manera en que el oboe, el clarinete y el fagot emergen con un timbre solitario y conmovedor. Aunque esta vez sonó algo disminuido en sonoridad, el Coro del Teatro Municipal (¿ hay menos integrantes?) hizo un excelente trabajo vocal y escénico, encarnando la dimensión colectiva de los sentimientos en juego. La dirección escénica de Rodrigo Navarrete imaginó la trasposición de la trama desde una aldea rural italiana al campo chileno, donde los campesinos no bailan tarantela ni quadriglia, sino que improvisan un pie de cueca. Esta aproximación lúdica, que no resulta transgresora, posee un encanto genuino.
Puede sorprender ver a una campesina leyendo la historia de "Tristán e Isolda" o a un sargento de carabineros invocando a Paris y al dios Marte, pero una de las características de la ópera es precisamente abrir el imaginario del público.
La escenografía y la iluminación de Ramón López complementan esta visión, capturando la esencia de la cordillera de los Andes y la sencillez de un caserío dedicado al trabajo con las vides, pisada de uvas incluida. El vestuario de Loreto Monsalve, si bien es colorido, a veces carece de coherencia con el ambiente descrito, especialmente en los trajes de Giannetta y Adina. El reparto estuvo encabezado por el Nemorino del tenor Gonzalo Quinchagual, de bello timbre y cuidada línea de canto. Estuvo notable en la caracterización de este joven ingenuo y enamorado, cuya personalidad está marcada por la vulnerabilidad y la esperanza.
Sin ser propiamente un tenorino di grazia, la suavidad de su voz y su timbre romo sirven bien al rol y a la famosa romanza "Una furtiva lagrima". Debería trabajar mejor la proyección vocal, pues, en especial durante el segundo acto, el volumen de su voz resultó algo insuficiente.
Annya Pinto brilló como Adina, mostrando solvencia en la línea florida y despreocupada del dúo del primer acto "Chiedi all'aura lusinghiera", y también en la melancolía lírica de "Prendi, per me sei libero". Destacó su capacidad para realizar filados y la seguridad de sus agudos. Tanto el bajo como el barítono tienen personajes que responden a la categoría cómica, pero de manera muy diferente uno de otro. Dulcamara es la figura que divierte con su palabrería ridícula y silábica, y con un despliegue de acción casi coreográfico. Ricardo Seguel, convertido aquí en un hippie charlatán con rastas que vende pociones, demostró estar en su elemento en este repertorio, luciendo habilidad escénica y carisma. Junto a él, el barítono Javier Arrey desplegó su extraordinario talento en el papel de Belcore, que representa, en cambio, la sátira más elegante y sofisticada. Su galanteo aludiendo a los dioses fue una verdadera delicia. Andrea Aguilar, como Giannetta, evidenció su voz compacta y equilibrada en los registros, y consiguió todo el brillo que se espera de los expuestos staccati de su intervención en el segundo acto. Es un placer poder aplaudir un espectáculo lírico que prácticamente en su totalidad está conformado por artistas chilenos. Una producción con gracia, bien lograda en lo escénico y con un elenco sólido en lo vocal y lo teatral. Crítica de ópera Brillante Donizetti reimaginado en el campo chileno JUAN ANTONIO MUÑOZ H. TEATRO MUNICIPAL DE SANTIAGO:.