EL PASO EN FALSO DE una bailarina
Quienes la contemplabanbailar, veían en ella un libro abierto del método Vaganova, la técnica rusa de ballet clásico por excelencia. I T T E S S I R S I U L E S O JPeriodismo UDP. POR ALEJANDRA LÓPEZ DÍAZ“Ella realmente era un cisne, preciosa. Y aparte con una técnica muy limpia, pura y perfecta que yo nunca más he visto”, dice Francisca Moya, ahora maestra de la Escuela de Ballet del Teatro Municipal. El 5 de abril de 2023, una patrulla de Carabineros cerró la calle Cóndor, en el barrio San Isidro, mientras un camión de basura de la Municipalidad de Santiago se estacionaba frente al edificio 768. Los vecinos observaban con preocupación cómo un equipo de hombres, vestidos con overoles blancos y mascarillas, irrumpía y vaciaba el departamento de Valentina Chtchepatcheva, ubicado en un tercer piso. Los funcionarios subían y bajaban acarreando cerros de pertenencias y basura, que habían sido acumuladas desde hacía 15 años. El hedor que antes solo era perceptible en las inmediaciones del departamento empezaba a dispersarse por los espacios comunes. “Fue de una película de terror”, recuerda una de las vecinas. Una semana antes, dos funcionarios de la municipalidad y un carabinero habían ido a buscar a la dueña del departamento. En ese instante, ella volvía a su domicilio después de sus habituales paseos, en los que, como siempre, llevaba consigo un carro de feria cargado con algunas pertenencias, entre ropa y un poco de comida. Conversaron con ella y le aclararon la situación: ya no podía seguir viviendo en su hogar, pues la Seremi tenía orden de desalojo por motivos de insalubridad y gastos comunes impagos. “Ahí me subió (la) presión y (se) me tapó la garganta. Yo no podía ni decir, ni hacer nada, ni llorar”, recuerda Valentina Chtchepatcheva sobre ese momento. Luego le informaron que la llevarían a una residencia para personas en situación de calle. La promesa, dice, era que sería solo por un par de días. Sin embargo, desde entonces ha pasado más de un año. “Todos dijeron que yo soy de mente enferma, ¿qué te parece eso?”, pregunta con indignación.
El día del desalojo, aquella extrema acumulación que muchas veces no permitió a Valentina dormir en su propio techo, sino que en los espacios comunes o, a veces, incluso en la calle, se amontonaba ahora en el camión de basura. Tras la desocupación, era evidente el deterioro de las estructuras del departamento. El ambiente era desolador, entre las baldosas rotas y el olor a humedad. Solo un jacuzzi, un par de discos de música y unas elegantes decoraciones de madera daban cuenta de la identidad de quien solía habitar allí.
“Es terrible e insostenible vivir así, no es saludable para nadie”, decía, severa, Mónica Ferrada, vecina contigua al departamento de Valentina, ante las cámaras de Chilevisión, cuando el canal fue a cubrir el caso en diciembre de 2022. “Ella era lo mejor de lo mejor, más encima rusa, con una técnica maravillosa. Yo lloraba cuando la veía bailar”. A principios de la década de 1990, el Ballet de Santiago buscaba enriquecer su elenco con talentos internacionales.
Bajo la dirección del húngaro Imre Dosza, la compañía decidió extender una invitación a Vladimir Guelbet, un bailarín del Teatro Nacional Ópera y Ballet de Moldavia, ex República Soviética, quien en su libro Traslas huellas de la Escuela Rusa de Ballet enChile (2010) menciona que le ofrecieron audicionar para el prestigioso rango de Primer Bailarín.
Guelbet aceptó la oferta y viajó a Chile de la mano de su esposa, Valentina Chtchepatcheva, entonces de 33 años, una eximia Primera Bailarina galardonada por el festival Estrellas del Ballet de la URSS y la República de Vietnam. Con ella, Vladimir ya había brillado en decenas de escenarios europeos y asiáticos, alcanzando una fama que los consagró a ambos como artistas eméritos de Moldavia. Valentina solo voló a Sudamérica como esposa, pues nunca había contemplado establecerse en otra parte que no fuera su país natal. Sin embargo, tras una exitosa audición, Guelbet decidió presentarla al Ballet de Santiago, esperando poder seguir compartiendo el escenario con ella. La directiva, impresionada por la presencia y talento de Valentina, no dudó en ofrecerle un contrato como solista de inmediato. Ella aceptó. Sin embargo, limitada por la barrera idiomática, no comprendió que al momento de firmar el acuerdo se comprometió a bailar en el Teatro Municipal de Santiago por un año. “Después, con el traduc-tor, me explicaron: Disculpe, no podemos cambiar este contrato. Y yo respondí: No importa, no se preocupen, con traductor, por supuesto, la primera semana en Chile. Yo les dije me da lo mismo, a mí siempre me gusta bailar, no importa qué”, recuerda Chtchepatcheva. En su primer día de ensayo, Valentina rápidamente llamó la atención por su gran belleza y elegancia. Tenía un largo cuello y unos grandes ojos verdes, que se enmarcaban por unas finas cejas bien delineadas y unos prominentes pómulos. Cuando el cuerpo de baile la vio en acción, sintieron que no veían a Valentina, sino a Odette, la princesa del Lago de los Cisnes, su primer papel en el teatro. “Ella realmente era un cisne, preciosa. Y aparte con una técnica muy limpia, pura y perfecta que yo nunca más he visto”, dice Francisca Moya, ahora maestra de la Escuela de Ballet del Teatro Municipal. Valentina también suele recordar esos inicios con mucho cariño. “Mi vida fue maravillosa.
Si alguien viniera y me dijera ¿ quieres repetir?, yo podría responder gritando: ¡ Sí, sí, sí, sí!”. Cada mañana, la rutina en el Municipal comenzaba puntualmente a las diez, aunque para los bailarines significaba llegar una hora antes. Valentina, sin embargo, solía aparecer con el tiempo justo y con el rostro aún marcado por el sueño, aunque nunca faltaba el toque de sus habituales turbantes coloridos. Así, caminaba por los pasillos murmurando su frustración por la hora tan temprana. “Claro, porque ella como Primera Bailarina en Moldavia elegía el horario en el cual quería ensayar. Fijo ella nunca vivió a las 10 de la mañana.
Allá, Valentina llegaba a las 5 al teatro y se quedaba hasta las 12 de la noche, porque tenía su propio maestro”, afirma Georgette Farías, una de sus compañeras y amigas más cercanas en esa época. Ya en las salas de práctica, sobresalía por su temperamento y su aguda sensibilidad y sentido del humor. Con el poco español que iba aprendiendo de oído, decía “yo no caballo”, cuando estaba cansada y se le seguía exigiendo.
También les contaba a sus compañeras sobre su vida de ensayos en su país de origen, rematando con su mítica frase: “Yo, en mi periodo, no baila”, a lo que el resto reaccionaba entre impresión y risas, así como cuando justificaba su accionar por ser de signo Capricornio. Tras el primer año, la dirección del Ballet de Santiago le ofreció a la moldava trabajar con ellos un periodo más, esta vez como Primera Bailarina. Ella, animada por el repertorio de las siguientes funciones, aceptó, así como lo hizo en los siguientes diez años. Nunca pudo decir que no y la vida la fue dejando en Chile. Quienes la contemplaban bailar, veían en ella un libro abierto del método Vaganova, la técnica rusa de ballet clásico por excelencia. Su escuela se hacía evidente en los ocho shows anuales que realizaba y en todos los roles que interpretó: Paquita, La Bella Durmiente, la Bayadera, Dulcinea y Cleopatra, entre muchos más. “Todos nos enamoramos de Valentina en cada papel que con el tiempo fue haciendo. Ella decía que en Rusia le hacían estudiar un rol mucho tiempo, entonces sabía cómo iba desde la pestaña hasta la uña. Cuando había ensayo con ella, todo el mundo quería verla, nos sentábamos ahí y le aplaudíamos”, rememora su excompañera Francisca Moya. En medio de la carrera que empezaba a construir en Chile, se divorció de Vladimir, quien dejó el país para convertirse en Profesor Estrella Invitado en la Academia Estatal de Ballet, en Kioto, Japón. “Él, partner, muy bueno, uff, como partner no lo cambio, pero como esposo sí, no me gustaba”, bromea Valentina. En 1996, el Ballet de Santiago contrató como director al húngaro Iván Nagy, quien ya había ocupado el cargo entre 1982 y 1986. En su primer período, logró fama por haber elevado el nivel de la compañía en tiempos de dictadura. No obstante, años después, Nagy regresaba en un escenario completamente distinto. La compañía había establecido un sindicato y los bailarines ahora tenían voz y voto en sus condiciones laborales. Fue durante este segundo período que Chtchepatcheva comenzó a trabajar con él. Valentina, con su formación ortodoxa en el ballet ruso, tuvo fuertes desacuerdos artísticos con Nagy.
Si bien nunca fue grosera, tampoco se quedaba callada ni cooperaba cuando sentía queI T T E S S I R S I U L E S O JChtchepatcheva fue retirada sin una función de despedida yagradecimiento, como suele ser tradicional para los bailarines de su categoría. Pronto sucumbió en una profunda tristeza. sus métodos o su estilo eran pasados por alto, lo que terminó por generar constantes roces entre ellos.
“Era como: esto es con el brazo derecho y ella decía no, es con el brazo izquierdo, sí, pero en Estados Unidos lo cambiaron al brazo derecho y ella le decía pero en el original es así... ”, evoca Georgette Farías, ahora maestra de ballet. La combinación de estos conflictos artísticos y personales llevó al director a tomar una decisión drástica a fines de 1999. “La llamaron a la oficina y cuando regresó, yo estaba en el camerino, me dice me echaron. Ella se quedó sentada desde las 3 hasta las 6 de la tarde, no se paró de la silla. Tuve que entrar a mi ensayo y cuando volví ya no estaba. Se había ido a su departamento y ahí, con otro amigo de la compañía, Pablo Aharonian, la fuimos a ver. Yo creo que ella todavía estaba en estado de shock”, recuerda Georgette. Su gran amigo Pablo, entonces Primer Bailarín y, por tanto, su constante compañero de ensayos, estaba igualmente sorprendido y apenado. No solo sentía que la compañía perdía a una gran artista, que mucho había aportado durante diez años, sino también que perdía una entrañable amiga en su vida. “Éramos muy cercanos con ella, éramos como hermanos”, afirma. “La acompañamos y fuimos como de hierro a su lado”. Chtchepatcheva fue retirada sin una función de despedida y agradecimiento, como suele ser tradicional para los bailarines de su categoría. Pronto sucumbió en una profunda tristeza, que se exacerbaba con el recuerdo de las penas que la habían marcado cuando vivía en Moldavia.
En cuatro años, entre 1982 y 1986, había perdido a las tres personas más importantes de su vida: sus dos padres y su primer esposo, Andrei, un concertino de la orquesta con la que trabajaba, y a quien amó durante los cinco años que estuvieron juntos, entre giras y funciones por la Unión Soviética. En 1983, el músico fue diagnosticado con una avanzada leucemia, que ya no podía ser tratada. “Parece que se acumuló tanto, que conmigo podía pasar cualquier cosa”, rememora Valentina. En las semanas siguientes al despido, comenzó a fumar y a beber alcohol casi a diario. Y aunque con el tiempo logró controlar esas adicciones, pronto comenzarían a aparecer los primeros signos del síndrome de Diógenes.
Recuerda que empezó a comprar todo tipo de cosas de forma compulsiva, hasta cinco veces un mismo par de zapatillas o dos electrodomésticos idénticos, que le servían para amoblar el departamento contiguo al suyo, que empezó a arrendar. Esas adquisiciones fueron invadiendo sus espacios, hasta dejarla sin lugar. Aun así, no podía deshacerse de nada; todo tenía valor a sus ojos. En 2001, con 44 años, Valentina tuvo a su primera y única hija, Sofía. Para entonces, ya había comenzado a trabajar como maestra en distintas academias de baile: desde las renombradas Escuela de Ballet del Teatro Municipal y la Uniacc, hasta otras más pequeñas y particulares. Solía llevar a Sofía a sus clases, vestida de mini bailarina, introduciéndola desde muy pequeña en la danza.
Fue en una academia ubicada en calle Colón con Manquehue, hoy desaparecida, donde la ex Primera Bailarina conoció a sus alumnas más fieles hasta la actualidad: cinco mujeres aficionadas al ballet, entre ellas, una dentista, una matrona y una empleada ministerial. “Con la primera clase de Valentina quedamos impresionadísimas, fue impactante. Era tan bonito todo lo que mostraba”, relata una de ellas mientras está reunida con sus compañeras. Ellas también recuerdan a Sofía desde muy pequeña. Cuando aprendió a caminar, la veían afirmarse de la barra en los salones y jugar a bailar con las alumnas. Valentina animaba a su hija; siempre le dio mucha independencia, influenciada por su propia herencia rusa. Tal vez por ello, a medida que Sofía fue creciendo, larelación entre madre e hija empezó a volverse más compleja. En 2013, su amiga Georgette Farías recibió una revelación de Valentina. “Ella me explica que en ese momento se sentía un poco más incapacitada para estar con Sofía. Me lo hace como un comentario, no me pidió nada.
Pero yo conversé con mi marido y le dije, mira, está esta situación, yo creo que necesito sacar a Sofía, que además coincidía con que iba a ser alumna mía en la escuela del Teatro Municipal. Yo la conocía de guagua, compartí mucho con ella cuando era chiquitita.
Y mi marido me dice, bueno, llevémosla de vacaciones con nosotros para que Valentina se despeje un poco, así que así lo hicimos”. Al regresar de ese verano, Georgette le abrió las puertas a Sofía para que viviera con ellos y sus tres hijos en su casa. Frente a esta decisión, Valentina pudo ver en la familia de su amiga un entorno acogedor, que le hizo sentir tranquilidad y gratitud. Durante los siguientes meses y años, era común que la invitaran a celebrar las festividades: cumpleaños, días de la madre y navidades. Entre tanto, Valentina nunca detuvo la docencia. Hasta hoy, cada martes, jueves y sábados, se reúne para ensayar con sus fieles alumnas en Vitacura. “Relevé” repite, mientras el salón se eleva sobre las puntas de sus pies. Dice “promenade” y giran lentamente en un apoyo, manteniendo la posición con precisión y gracia. Chtchepatcheva se fija en cada detalle; desde la posición de las manos y sus dedos, hasta la alineación de las caderas y la extensión de las piernas. “Levanten pecho, no somos cuervos”, aconseja mientras observa. Terminada la clase, da las gracias. La mayoría de las veces se dirige a tomar un café con sus alumnas, y luego una de ellas la lleva en auto hasta el metro Los Dominicos. Desde allí, con su carro de feria, emprende rumbo a Santa Isabel, donde se encuentra el hogar para personas en situación de calle que la acoge desde hace poco más de un año.
Un lugar que pronto espera dejar atrás. ámbito de las artes y el baile, contrastando con la realidad actual en la que se ve inmersa en un sistema que parece no valorar adecuadamente a los adultos mayores”, constata Vilma Gálvez, encargada del hogar, en el informe de antecedentes de Valentina. Tras su llegada, hubo en ella un hondo sentimiento de alienación. En su primera semana, solo podía dormir, lamentando la pérdida de todas sus pertenencias en el departamento, sin saber cuándo las vería de nuevo. “Ya no me resisto, esto es problema”, dice a regañadientes y con la mirada perdida, en su español con acento ruso. Le resulta inevitable arrepentirse de no haber vuelto a su país cuando aún bailaba. “Treinta y tres años pasé en Moldavia y ahora superé: 34 llevo aquí”. La disolución de la Unión Soviética en 1991la dejó en una situación de desamparo, sin nacionalidad en Chile. A esto se suma el hecho de que Moldavia, ahora un país independiente, no cuenta con embajada en Santiago, lo que le impide actualizar su pasaporte y salir del país. Es por ello que ha solicitado al Ministerio de las Culturas que se le otorgue una ciudadanía de gracia, sin respuesta hasta el momento. Su rutina en la residencia parece no detenerse nunca.
Al despertar, se viste con sus característicos turbantes, y con faldas y chalecos, cuyo estilo define como “medio hindú”. Sale a pasear o a pedir sus horas médicas en el consultorio, ya que es reacia a hacerlo por internet, “cuando tengo mi propia computadora en la cabeza”. Hay días en los que va a los ensayos de su hija, quien ahora es parte del cuerpo de baile del Teatro Municipal. La última vez, pudo presenciar entre las butacas las prácticas para María Antonieta, la reciente obra montada por la compañía. Allí, Pablo Aharonian, ahora coreólogo del Ballet de Santiago, la reconoció a lo lejos. “Yo estaba saludando a un amigo, porque los que trabajamos en la obra nos sentamos adelante, y ella estaba un poco más atrás. La vi, la saludé con la mano y le tiré un beso. Ella me saludó, pero estaba muy tapada. Yo creo que no quería ser vista”. En las semanas siguientes al despido, comenzó a fumar y a beber alcohol casi todos los días. Y aunque con el tiempo logró controlar esas adicciones, pronto comenzarían a aparecer los primeros signos del síndrome de Diógenes. Unos grafitis estilo tag salpican la fachada que pasa inadvertida en medio del ajetreo de una calle principal. En el interior de la residencia que acoge a Valentina, hay un calmo ambiente entre modestos muebles. La construcción tiene un patio interior con un piso que alterna entre parches de tierra expuesta y baldosas antiguas. Algunos rayos de sol se filtran por la ropa tendida. Al fondo del hogar se encuentra la habitación que la exbailarina comparte con cuatro mujeres más. Hay una cama en cada esquina. La de Valentina está rodeada por un biombo que le guarda un poco de privacidad. Suele ser distante con el resto de las residentes, a ninguna la considera cercana, “no tengo aquí compañeras”, dice. Desde el equipo de la residencia reconocen la compleja situación con Chtchepatcheva.
“Ha generado inconvenientes debido a su problema de acumulación, lo que ha sido gestionado dentro de lo posible, aunque la usuaria no reconoce la gravedad del asunto (). Se destaca su vida anterior, marcada por el prestigio en elEl impago del alquiler en su segundo departamento dejó a Valentina con una deuda cercana a los $9.000.000. Para recuperar esa suma, los dueños del inmueble solicitaron el embargo del departamento de la exbailarina, con la intención de rematarlo en octubre de 2023. Frente a esta situación, Chtchepatcheva se vio obligada a buscar ayuda.
A través de Facebook se contactó con Mauricio Vera, un exalumno suyo que reside en Nueva York y que hoy es director de Fundación Reconocimiento, una organización sin fines de lucro dedicada a revalorizar a artistas de la danza. A contratiempo para detener el remate, Vera organizó una gala benéfica llamada “Danza X Valentina” en el teatro Joan Jara de Lo Prado, el 17 de octubre de 2023. Ese día llegaron alrededor de 400 asistentes, entre exbailarines, maestros, aficionados y vecinos. Algunos arribaron gracias a un bus del municipio de Santiago, que los recogió en calle Agusti-nas, frente al Teatro Municipal. Otros, alrededor de 60 estudiantes, acudieron en dos buses que llegaron desde la Escuela de Ballet Andrea Aedo, ubicada en Concón. Durante el preámbulo del evento, el público saludaba emotivamente a Chtchepatcheva. “Ella dio autógrafos a todos los niños, se portó súper cuidadosa con ellos y con mucha paciencia”, recuerda Mauricio Vera. “Volver a dar autógrafos, me imagino que debe haber sido importante e impactante para ella”. Entre los asistentes había varios exalumnos, como Gonzalo Vera. “Cuando pequeño, con la única persona que tomaba clases cada verano era con Valentina, porque sus clases eran como las de nadie. Y además de un gran corazón, me decía que no me cobraba porque era estudiante”, recuerda.
También estuvo Alicia Salgado, otra antigua alumna: “Retrocedí en el tiempo y me sentí nuevamente como cuando la conocí, una adolescente que viajaba con el sueño de bailar, donde ella me acogió, guió y enseñó el mejor ballet por cinco años”, dice. El show lo abrió Kalinka, un grupo folklórico de la Casa Rusa en Chile, que participó tanto para rendir homenaje a las raíces de la maestra como para mostrar solidaridad con su situación de apátrida. La cantante principal del trío iba vestida con una larga túnica de tonos dorados y una corona con diseños de encaje, mientras cantaba acompañada por un balalaika, el tradicional laúd ruso. La encargada de la animación fue la bailarina Karen Connolly, quien presentó a Generación del Ayer, al Ballet de Santiago y al Ballet Nacional Chileno (Banch), entre otros artistas. En medio de las presentaciones, Mauricio Vera probó suerte realizando una subasta: ofreció una fotografía tomada por Luis G. Trigo, en la que se ve el perfil sonriente de la maestra Chtchepatcheva. Alguien pagó $1.000.000 por ella, dinero que ayudó a llegar a los $6.456.497 recaudados. Este monto permitió detener el remate, al negociar la deuda de arrendamiento en $7.000.000. No obstante, hoy continúa la batalla por el regreso de Valentina a su departamento. La administración le reclama otros $3.000.000 por gastos comunes y reparaciones impagas.
La cifra no es confiable, según Pía del Campo, abogada ad honorem de la maestra, quien argumenta que la comunidad no ha facturado de acuerdo al reglamento de copropiedad, por lo que ha presentado demandas con notificación nula. La noche de la gala alcanzó su punto culminante con el baile realizado por Sofía y dos bailarines del Santiago City Ballet. Luego de la presentación, y con la mazurca final de la Bella Durmiente como telón de fondo, Karen Connolly invitó a Valentina al escenario. Ella, visiblemente emocionada, subió para recibir un cristal de reconocimiento, diseñado por la fundación de Vera. Allí, su hija le entregó, además, un ramo de rosas en reverencia, mientras el teatro se llenaba de emoción y aplausos. Después de 23 años, Valentina por fin tenía su despedida del ballet: siendo ovacionada entre pétalos. I T T E S S I R S I U L E S O Jjunto a su padre, en Moldavia en 1961.
Valentina Chepatcheva,. Tras una amarga despedida del ballet profesional en 1999, Valentina Chtchepatcheva, quien fuera considerada por algunos como la mejor Primera Bailarina que ha pisado el Teatro Municipal de Santiago, cayó en una espiral de vicios, además de padecer el síndrome de Diógenes. Hoy vive en una residencia para personas en situación de calle, mientras persiste en mantener viva su pasión.
Este reportaje es el resultado de una alianza con Vergara 240, la plataforma periodística de la Escuela de Chtchepatcheva fue retirada sin una función de despedida y Quienes la contemplabanbailar, veían en ella un libro abierto del método Vaganova, la técnica rusa de ballet clásico por excelencia. I T T E S S I R S I U L E S O JPeriodismo UDP. POR ALEJANDRA LÓPEZ DÍAZ“Ella realmente era un cisne, preciosa. Y aparte con una técnica muy limpia, pura y perfecta que yo nunca más he visto”, dice Francisca Moya, ahora maestra de la Escuela de Ballet del Teatro Municipal. El 5 de abril de 2023, una patrulla de Carabineros cerró la calle Cóndor, en el barrio San Isidro, mientras un camión de basura de la Municipalidad de Santiago se estacionaba frente al edificio 768. Los vecinos observaban con preocupación cómo un equipo de hombres, vestidos con overoles blancos y mascarillas, irrumpía y vaciaba el departamento de Valentina Chtchepatcheva, ubicado en un tercer piso. Los funcionarios subían y bajaban acarreando cerros de pertenencias y basura, que habían sido acumuladas desde hacía 15 años. El hedor que antes solo era perceptible en las inmediaciones del departamento empezaba a dispersarse por los espacios comunes. “Fue de una película de terror”, recuerda una de las vecinas. Una semana antes, dos funcionarios de la municipalidad y un carabinero habían ido a buscar a la dueña del departamento. En ese instante, ella volvía a su domicilio después de sus habituales paseos, en los que, como siempre, llevaba consigo un carro de feria cargado con algunas pertenencias, entre ropa y un poco de comida. Conversaron con ella y le aclararon la situación: ya no podía seguir viviendo en su hogar, pues la Seremi tenía orden de desalojo por motivos de insalubridad y gastos comunes impagos. “Ahí me subió (la) presión y (se) me tapó la garganta. Yo no podía ni decir, ni hacer nada, ni llorar”, recuerda Valentina Chtchepatcheva sobre ese momento. Luego le informaron que la llevarían a una residencia para personas en situación de calle. La promesa, dice, era que sería solo por un par de días. Sin embargo, desde entonces ha pasado más de un año. “Todos dijeron que yo soy de mente enferma, ¿qué te parece eso?”, pregunta con indignación.
El día del desalojo, aquella extrema acumulación que muchas veces no permitió a Valentina dormir en su propio techo, sino que en los espacios comunes o, a veces, incluso en la calle, se amontonaba ahora en el camión de basura. Tras la desocupación, era evidente el deterioro de las estructuras del departamento. El ambiente era desolador, entre las baldosas rotas y el olor a humedad. Solo un jacuzzi, un par de discos de música y unas elegantes decoraciones de madera daban cuenta de la identidad de quien solía habitar allí.
“Es terrible e insostenible vivir así, no es saludable para nadie”, decía, severa, Mónica Ferrada, vecina contigua al departamento de Valentina, ante las cámaras de Chilevisión, cuando el canal fue a cubrir el caso en diciembre de 2022. “Ella era lo mejor de lo mejor, más encima rusa, con una técnica maravillosa. Yo lloraba cuando la veía bailar”. A principios de la década de 1990, el Ballet de Santiago buscaba enriquecer su elenco con talentos internacionales.
Bajo la dirección del húngaro Imre Dosza, la compañía decidió extender una invitación a Vladimir Guelbet, un bailarín del Teatro Nacional Ópera y Ballet de Moldavia, ex República Soviética, quien en su libro Traslas huellas de la Escuela Rusa de Ballet enChile (2010) menciona que le ofrecieron audicionar para el prestigioso rango de Primer Bailarín.
Guelbet aceptó la oferta y viajó a Chile de la mano de su esposa, Valentina Chtchepatcheva, entonces de 33 años, una eximia Primera Bailarina galardonada por el festival Estrellas del Ballet de la URSS y la República de Vietnam. Con ella, Vladimir ya había brillado en decenas de escenarios europeos y asiáticos, alcanzando una fama que los consagró a ambos como artistas eméritos de Moldavia. Valentina solo voló a Sudamérica como esposa, pues nunca había contemplado establecerse en otra parte que no fuera su país natal. Sin embargo, tras una exitosa audición, Guelbet decidió presentarla al Ballet de Santiago, esperando poder seguir compartiendo el escenario con ella. La directiva, impresionada por la presencia y talento de Valentina, no dudó en ofrecerle un contrato como solista de inmediato. Ella aceptó. Sin embargo, limitada por la barrera idiomática, no comprendió que al momento de firmar el acuerdo se comprometió a bailar en el Teatro Municipal de Santiago por un año. “Después, con el traduc-tor, me explicaron: Disculpe, no podemos cambiar este contrato. Y yo respondí: No importa, no se preocupen, con traductor, por supuesto, la primera semana en Chile. Yo les dije me da lo mismo, a mí siempre me gusta bailar, no importa qué”, recuerda Chtchepatcheva. En su primer día de ensayo, Valentina rápidamente llamó la atención por su gran belleza y elegancia. Tenía un largo cuello y unos grandes ojos verdes, que se enmarcaban por unas finas cejas bien delineadas y unos prominentes pómulos. Cuando el cuerpo de baile la vio en acción, sintieron que no veían a Valentina, sino a Odette, la princesa del Lago de los Cisnes, su primer papel en el teatro. “Ella realmente era un cisne, preciosa. Y aparte con una técnica muy limpia, pura y perfecta que yo nunca más he visto”, dice Francisca Moya, ahora maestra de la Escuela de Ballet del Teatro Municipal. Valentina también suele recordar esos inicios con mucho cariño. “Mi vida fue maravillosa.
Si alguien viniera y me dijera ¿ quieres repetir?, yo podría responder gritando: ¡ Sí, sí, sí, sí!”. Cada mañana, la rutina en el Municipal comenzaba puntualmente a las diez, aunque para los bailarines significaba llegar una hora antes. Valentina, sin embargo, solía aparecer con el tiempo justo y con el rostro aún marcado por el sueño, aunque nunca faltaba el toque de sus habituales turbantes coloridos. Así, caminaba por los pasillos murmurando su frustración por la hora tan temprana. “Claro, porque ella como Primera Bailarina en Moldavia elegía el horario en el cual quería ensayar. Fijo ella nunca vivió a las 10 de la mañana.
Allá, Valentina llegaba a las 5 al teatro y se quedaba hasta las 12 de la noche, porque tenía su propio maestro”, afirma Georgette Farías, una de sus compañeras y amigas más cercanas en esa época. Ya en las salas de práctica, sobresalía por su temperamento y su aguda sensibilidad y sentido del humor. Con el poco español que iba aprendiendo de oído, decía “yo no caballo”, cuando estaba cansada y se le seguía exigiendo.
También les contaba a sus compañeras sobre su vida de ensayos en su país de origen, rematando con su mítica frase: “Yo, en mi periodo, no baila”, a lo que el resto reaccionaba entre impresión y risas, así como cuando justificaba su accionar por ser de signo Capricornio. Tras el primer año, la dirección del Ballet de Santiago le ofreció a la moldava trabajar con ellos un periodo más, esta vez como Primera Bailarina. Ella, animada por el repertorio de las siguientes funciones, aceptó, así como lo hizo en los siguientes diez años. Nunca pudo decir que no y la vida la fue dejando en Chile. Quienes la contemplaban bailar, veían en ella un libro abierto del método Vaganova, la técnica rusa de ballet clásico por excelencia. Su escuela se hacía evidente en los ocho shows anuales que realizaba y en todos los roles que interpretó: Paquita, La Bella Durmiente, la Bayadera, Dulcinea y Cleopatra, entre muchos más. “Todos nos enamoramos de Valentina en cada papel que con el tiempo fue haciendo. Ella decía que en Rusia le hacían estudiar un rol mucho tiempo, entonces sabía cómo iba desde la pestaña hasta la uña. Cuando había ensayo con ella, todo el mundo quería verla, nos sentábamos ahí y le aplaudíamos”, rememora su excompañera Francisca Moya. En medio de la carrera que empezaba a construir en Chile, se divorció de Vladimir, quien dejó el país para convertirse en Profesor Estrella Invitado en la Academia Estatal de Ballet, en Kioto, Japón. “Él, partner, muy bueno, uff, como partner no lo cambio, pero como esposo sí, no me gustaba”, bromea Valentina. En 1996, el Ballet de Santiago contrató como director al húngaro Iván Nagy, quien ya había ocupado el cargo entre 1982 y 1986. En su primer período, logró fama por haber elevado el nivel de la compañía en tiempos de dictadura. No obstante, años después, Nagy regresaba en un escenario completamente distinto. La compañía había establecido un sindicato y los bailarines ahora tenían voz y voto en sus condiciones laborales. Fue durante este segundo período que Chtchepatcheva comenzó a trabajar con él. Valentina, con su formación ortodoxa en el ballet ruso, tuvo fuertes desacuerdos artísticos con Nagy.
Si bien nunca fue grosera, tampoco se quedaba callada ni cooperaba cuando sentía queI T T E S S I R S I U L E S O JChtchepatcheva fue retirada sin una función de despedida yagradecimiento, como suele ser tradicional para los bailarines de su categoría. Pronto sucumbió en una profunda tristeza. sus métodos o su estilo eran pasados por alto, lo que terminó por generar constantes roces entre ellos.
“Era como: esto es con el brazo derecho y ella decía no, es con el brazo izquierdo, sí, pero en Estados Unidos lo cambiaron al brazo derecho y ella le decía pero en el original es así... ”, evoca Georgette Farías, ahora maestra de ballet. La combinación de estos conflictos artísticos y personales llevó al director a tomar una decisión drástica a fines de 1999. “La llamaron a la oficina y cuando regresó, yo estaba en el camerino, me dice me echaron. Ella se quedó sentada desde las 3 hasta las 6 de la tarde, no se paró de la silla. Tuve que entrar a mi ensayo y cuando volví ya no estaba. Se había ido a su departamento y ahí, con otro amigo de la compañía, Pablo Aharonian, la fuimos a ver. Yo creo que ella todavía estaba en estado de shock”, recuerda Georgette. Su gran amigo Pablo, entonces Primer Bailarín y, por tanto, su constante compañero de ensayos, estaba igualmente sorprendido y apenado. No solo sentía que la compañía perdía a una gran artista, que mucho había aportado durante diez años, sino también que perdía una entrañable amiga en su vida. “Éramos muy cercanos con ella, éramos como hermanos”, afirma. “La acompañamos y fuimos como de hierro a su lado”. Chtchepatcheva fue retirada sin una función de despedida y agradecimiento, como suele ser tradicional para los bailarines de su categoría. Pronto sucumbió en una profunda tristeza, que se exacerbaba con el recuerdo de las penas que la habían marcado cuando vivía en Moldavia.
En cuatro años, entre 1982 y 1986, había perdido a las tres personas más importantes de su vida: sus dos padres y su primer esposo, Andrei, un concertino de la orquesta con la que trabajaba, y a quien amó durante los cinco años que estuvieron juntos, entre giras y funciones por la Unión Soviética. En 1983, el músico fue diagnosticado con una avanzada leucemia, que ya no podía ser tratada. “Parece que se acumuló tanto, que conmigo podía pasar cualquier cosa”, rememora Valentina. En las semanas siguientes al despido, comenzó a fumar y a beber alcohol casi a diario. Y aunque con el tiempo logró controlar esas adicciones, pronto comenzarían a aparecer los primeros signos del síndrome de Diógenes.
Recuerda que empezó a comprar todo tipo de cosas de forma compulsiva, hasta cinco veces un mismo par de zapatillas o dos electrodomésticos idénticos, que le servían para amoblar el departamento contiguo al suyo, que empezó a arrendar. Esas adquisiciones fueron invadiendo sus espacios, hasta dejarla sin lugar. Aun así, no podía deshacerse de nada; todo tenía valor a sus ojos. En 2001, con 44 años, Valentina tuvo a su primera y única hija, Sofía. Para entonces, ya había comenzado a trabajar como maestra en distintas academias de baile: desde las renombradas Escuela de Ballet del Teatro Municipal y la Uniacc, hasta otras más pequeñas y particulares. Solía llevar a Sofía a sus clases, vestida de mini bailarina, introduciéndola desde muy pequeña en la danza.
Fue en una academia ubicada en calle Colón con Manquehue, hoy desaparecida, donde la ex Primera Bailarina conoció a sus alumnas más fieles hasta la actualidad: cinco mujeres aficionadas al ballet, entre ellas, una dentista, una matrona y una empleada ministerial. “Con la primera clase de Valentina quedamos impresionadísimas, fue impactante. Era tan bonito todo lo que mostraba”, relata una de ellas mientras está reunida con sus compañeras. Ellas también recuerdan a Sofía desde muy pequeña. Cuando aprendió a caminar, la veían afirmarse de la barra en los salones y jugar a bailar con las alumnas. Valentina animaba a su hija; siempre le dio mucha independencia, influenciada por su propia herencia rusa. Tal vez por ello, a medida que Sofía fue creciendo, larelación entre madre e hija empezó a volverse más compleja. En 2013, su amiga Georgette Farías recibió una revelación de Valentina. “Ella me explica que en ese momento se sentía un poco más incapacitada para estar con Sofía. Me lo hace como un comentario, no me pidió nada.
Pero yo conversé con mi marido y le dije, mira, está esta situación, yo creo que necesito sacar a Sofía, que además coincidía con que iba a ser alumna mía en la escuela del Teatro Municipal. Yo la conocía de guagua, compartí mucho con ella cuando era chiquitita.
Y mi marido me dice, bueno, llevémosla de vacaciones con nosotros para que Valentina se despeje un poco, así que así lo hicimos”. Al regresar de ese verano, Georgette le abrió las puertas a Sofía para que viviera con ellos y sus tres hijos en su casa. Frente a esta decisión, Valentina pudo ver en la familia de su amiga un entorno acogedor, que le hizo sentir tranquilidad y gratitud. Durante los siguientes meses y años, era común que la invitaran a celebrar las festividades: cumpleaños, días de la madre y navidades. Entre tanto, Valentina nunca detuvo la docencia. Hasta hoy, cada martes, jueves y sábados, se reúne para ensayar con sus fieles alumnas en Vitacura. “Relevé” repite, mientras el salón se eleva sobre las puntas de sus pies. Dice “promenade” y giran lentamente en un apoyo, manteniendo la posición con precisión y gracia. Chtchepatcheva se fija en cada detalle; desde la posición de las manos y sus dedos, hasta la alineación de las caderas y la extensión de las piernas. “Levanten pecho, no somos cuervos”, aconseja mientras observa. Terminada la clase, da las gracias. La mayoría de las veces se dirige a tomar un café con sus alumnas, y luego una de ellas la lleva en auto hasta el metro Los Dominicos. Desde allí, con su carro de feria, emprende rumbo a Santa Isabel, donde se encuentra el hogar para personas en situación de calle que la acoge desde hace poco más de un año.
Un lugar que pronto espera dejar atrás. ámbito de las artes y el baile, contrastando con la realidad actual en la que se ve inmersa en un sistema que parece no valorar adecuadamente a los adultos mayores”, constata Vilma Gálvez, encargada del hogar, en el informe de antecedentes de Valentina. Tras su llegada, hubo en ella un hondo sentimiento de alienación. En su primera semana, solo podía dormir, lamentando la pérdida de todas sus pertenencias en el departamento, sin saber cuándo las vería de nuevo. “Ya no me resisto, esto es problema”, dice a regañadientes y con la mirada perdida, en su español con acento ruso. Le resulta inevitable arrepentirse de no haber vuelto a su país cuando aún bailaba. “Treinta y tres años pasé en Moldavia y ahora superé: 34 llevo aquí”. La disolución de la Unión Soviética en 1991la dejó en una situación de desamparo, sin nacionalidad en Chile. A esto se suma el hecho de que Moldavia, ahora un país independiente, no cuenta con embajada en Santiago, lo que le impide actualizar su pasaporte y salir del país. Es por ello que ha solicitado al Ministerio de las Culturas que se le otorgue una ciudadanía de gracia, sin respuesta hasta el momento. Su rutina en la residencia parece no detenerse nunca.
Al despertar, se viste con sus característicos turbantes, y con faldas y chalecos, cuyo estilo define como “medio hindú”. Sale a pasear o a pedir sus horas médicas en el consultorio, ya que es reacia a hacerlo por internet, “cuando tengo mi propia computadora en la cabeza”. Hay días en los que va a los ensayos de su hija, quien ahora es parte del cuerpo de baile del Teatro Municipal. La última vez, pudo presenciar entre las butacas las prácticas para María Antonieta, la reciente obra montada por la compañía. Allí, Pablo Aharonian, ahora coreólogo del Ballet de Santiago, la reconoció a lo lejos. “Yo estaba saludando a un amigo, porque los que trabajamos en la obra nos sentamos adelante, y ella estaba un poco más atrás. La vi, la saludé con la mano y le tiré un beso. Ella me saludó, pero estaba muy tapada. Yo creo que no quería ser vista”. En las semanas siguientes al despido, comenzó a fumar y a beber alcohol casi todos los días. Y aunque con el tiempo logró controlar esas adicciones, pronto comenzarían a aparecer los primeros signos del síndrome de Diógenes. Unos grafitis estilo tag salpican la fachada que pasa inadvertida en medio del ajetreo de una calle principal. En el interior de la residencia que acoge a Valentina, hay un calmo ambiente entre modestos muebles. La construcción tiene un patio interior con un piso que alterna entre parches de tierra expuesta y baldosas antiguas. Algunos rayos de sol se filtran por la ropa tendida. Al fondo del hogar se encuentra la habitación que la exbailarina comparte con cuatro mujeres más. Hay una cama en cada esquina. La de Valentina está rodeada por un biombo que le guarda un poco de privacidad. Suele ser distante con el resto de las residentes, a ninguna la considera cercana, “no tengo aquí compañeras”, dice. Desde el equipo de la residencia reconocen la compleja situación con Chtchepatcheva.
“Ha generado inconvenientes debido a su problema de acumulación, lo que ha sido gestionado dentro de lo posible, aunque la usuaria no reconoce la gravedad del asunto (). Se destaca su vida anterior, marcada por el prestigio en elEl impago del alquiler en su segundo departamento dejó a Valentina con una deuda cercana a los $9.000.000. Para recuperar esa suma, los dueños del inmueble solicitaron el embargo del departamento de la exbailarina, con la intención de rematarlo en octubre de 2023. Frente a esta situación, Chtchepatcheva se vio obligada a buscar ayuda.
A través de Facebook se contactó con Mauricio Vera, un exalumno suyo que reside en Nueva York y que hoy es director de Fundación Reconocimiento, una organización sin fines de lucro dedicada a revalorizar a artistas de la danza. A contratiempo para detener el remate, Vera organizó una gala benéfica llamada “Danza X Valentina” en el teatro Joan Jara de Lo Prado, el 17 de octubre de 2023. Ese día llegaron alrededor de 400 asistentes, entre exbailarines, maestros, aficionados y vecinos. Algunos arribaron gracias a un bus del municipio de Santiago, que los recogió en calle Agusti-nas, frente al Teatro Municipal. Otros, alrededor de 60 estudiantes, acudieron en dos buses que llegaron desde la Escuela de Ballet Andrea Aedo, ubicada en Concón. Durante el preámbulo del evento, el público saludaba emotivamente a Chtchepatcheva. “Ella dio autógrafos a todos los niños, se portó súper cuidadosa con ellos y con mucha paciencia”, recuerda Mauricio Vera. “Volver a dar autógrafos, me imagino que debe haber sido importante e impactante para ella”. Entre los asistentes había varios exalumnos, como Gonzalo Vera. “Cuando pequeño, con la única persona que tomaba clases cada verano era con Valentina, porque sus clases eran como las de nadie. Y además de un gran corazón, me decía que no me cobraba porque era estudiante”, recuerda.
También estuvo Alicia Salgado, otra antigua alumna: “Retrocedí en el tiempo y me sentí nuevamente como cuando la conocí, una adolescente que viajaba con el sueño de bailar, donde ella me acogió, guió y enseñó el mejor ballet por cinco años”, dice. El show lo abrió Kalinka, un grupo folklórico de la Casa Rusa en Chile, que participó tanto para rendir homenaje a las raíces de la maestra como para mostrar solidaridad con su situación de apátrida. La cantante principal del trío iba vestida con una larga túnica de tonos dorados y una corona con diseños de encaje, mientras cantaba acompañada por un balalaika, el tradicional laúd ruso. La encargada de la animación fue la bailarina Karen Connolly, quien presentó a Generación del Ayer, al Ballet de Santiago y al Ballet Nacional Chileno (Banch), entre otros artistas. En medio de las presentaciones, Mauricio Vera probó suerte realizando una subasta: ofreció una fotografía tomada por Luis G. Trigo, en la que se ve el perfil sonriente de la maestra Chtchepatcheva. Alguien pagó $1.000.000 por ella, dinero que ayudó a llegar a los $6.456.497 recaudados. Este monto permitió detener el remate, al negociar la deuda de arrendamiento en $7.000.000. No obstante, hoy continúa la batalla por el regreso de Valentina a su departamento. La administración le reclama otros $3.000.000 por gastos comunes y reparaciones impagas.
La cifra no es confiable, según Pía del Campo, abogada ad honorem de la maestra, quien argumenta que la comunidad no ha facturado de acuerdo al reglamento de copropiedad, por lo que ha presentado demandas con notificación nula. La noche de la gala alcanzó su punto culminante con el baile realizado por Sofía y dos bailarines del Santiago City Ballet. Luego de la presentación, y con la mazurca final de la Bella Durmiente como telón de fondo, Karen Connolly invitó a Valentina al escenario. Ella, visiblemente emocionada, subió para recibir un cristal de reconocimiento, diseñado por la fundación de Vera. Allí, su hija le entregó, además, un ramo de rosas en reverencia, mientras el teatro se llenaba de emoción y aplausos. Después de 23 años, Valentina por fin tenía su despedida del ballet: siendo ovacionada entre pétalos. I T T E S S I R S I U L E S O Jjunto a su padre, en Moldavia en 1961.
Valentina Chepatcheva,. Tras una amarga despedida del ballet profesional en 1999, Valentina Chtchepatcheva, quien fuera considerada por algunos como la mejor Primera Bailarina que ha pisado el Teatro Municipal de Santiago, cayó en una espiral de vicios, además de padecer el síndrome de Diógenes. Hoy vive en una residencia para personas en situación de calle, mientras persiste en mantener viva su pasión. Este reportaje es el resultado de una alianza con Vergara 240, la plataforma periodística de la Escuela de Chtchepatcheva fue retirada sin una función de despedida y