Autor: P. Luis Alarcón Escárate Párroco San José-La Merced Vicario Episcopal Curicó y Pastoral Social Capellán CFT-IP Santo Tomás Curicó
COLUMNAS DE OPINÓN: El arte de envejecer
La Presentación del Señor Cuando llegó el día fijado por la Ley de Moisés para la purificación de ellos, llevaron al niño a Jerusalén para presentarlo al Señor, como está escrito en la Ley: «Todo varón primogénito será consagrado al Señor». También debían ofrecer en sacrificio un par de tórtolas o de pichones de paloma, como ordena la Ley del Señor. Vivía entonces en Jerusalén un hombre llamado Simeón, que era justo y piadoso, y esperaba el consuelo de Israel. Había también allí una profetisa llamada Ana, hija de Fanuel, de la familia de Aser, mujer ya entrada en años, que casada en su juventud, había vivido siete años con su marido. Desde entonces había permanecido viuda, y tenía ochenta y cuatro años. No se apartaba del Templo, sirviendo a Dios noche y día o — con ayunos y oraciones. Se presentó en ese mismo momento y se puso a dar gracias a Dios. Y hablaba acerca del niño a todos los que esperaban la redención de Jerusalén. Después de cumplir todo lo que ordenaba la Ley del Señor, volvieron a su ciudad de Nazaret, en Galilea.
El niño iba creciendo y se fortalecía, lleno de sabiduría, y la gracia de Dios estaba con él (Lucas 2,22-40). En el día de la presentación del Señor podemos reflexionar acerca de lo que significa estar delante del mismo Dios, de este niño que ha nacido y por otra parte delante de personas que se han identificado con este niño y que lo hacen presente con sus actitudes de vida. Es así como podemos mirar a dos ancianos: Simeón y Ana. Personas de una gran fe y que a pesar de sus años no han perdido la confianza. Hoy, estamos creciendo en edad. Casi todas las naciones ven que los adultos mayores son un grupo que crece en número y muchas veces sufren abandono o descuido de sus familias y de la sociedad. El padre Pagola nos entrega una reflexión en esa línea y que nos ayudará a valorar y a compartir la vida con los adultos mayores: «Nadie quiere envejecer.
La vejez evoca casi siempre en nosotros soledad, tristeza, esclerosis, aislamiento, amnesia... , incapacidad para vivir intensamente. ¿No es posible ser un anciano dichoso? Sin duda, depende de la familia, de los amigos, del ambiente, de la salud, de las condiciones de jubilación. Pero, en buena parte, depende también de cada hombre o mujer. Hay gente mayor que se hunde en la desconfianza, la rebelión o el pesimismo. Gente mayor amargada por el egoísmo, que tiraniza a quienes les rodean. Pero hay también gente mayor que ha descubierto la riqueza de esta edad.
El evangelista Lucas nos describe la figura simpática de Simeón y Ana, dos ancianos que consumen sus últimos días a la sombra del templo de Jerusalén dando gracias a Dios y ofreciendo su sabiduría al pueblo. Sin duda, envejecer no es un arte fácil. Tal vez, lo primero sea saber aceptar humildemente la vida tal como es, con su ritmo, sus posibilidades y sus limitaciones. Es gran sabiduría aceptar serenamente y sin engaños el momento particular de la vida en que nos encontramos.
Pero ¿ qué posibilidades puede ofrecer una edad aparentemente tan triste y temida como la vejez? En primer lugar, la vejez puede ser la gran ocasión para recuperar la paz del corazón y reconciliarnos con nosotros mismos. En la medida en que van disminuyendo otras actividades y preocupaciones, puede ser más fácil descansar de tanta agitación y encontrarse serenamente con uno mismo. Para ello, es necesario confiar en Dios. Mirar nuestra vida pasada con los ojos de ese Dios que comprende nuestras equivocaciones, perdona nuestros pecados más oscuros y nos acepta como somos. Dejar en sus manos nuestro futuro porque sólo El nos ama al fin. Entonces, la vejez puede ser tiempo para saborear la bondad de Dios, momento propicio para agradecer el regalo de la vida, tal como ha sido, con sus horas hermosas y sus momentos amargos. Pero puede ser, además, el tiempo de la sabiduría y de la verdad. Tiempo para relativizar con humor tantas cosas que no tenían la importancia que les hemos dado a lo largo de la vida. Tiempo para recordar a los jóvenes dónde está, al final, lo verdaderamente esencial. Y, sobre todo, tiempo de oración sencilla para convertir esas largas horas de silencio, soledad y, tal vez, de sufrimiento, en maduración confiada para el encuentro final con Dios».