La escuela que enseñó a Chile a minar
La escuela que enseñó a Chile a minar CATEADORES DE LA HISTORIA ATACAMEÑA Por: Antonio Alfaro Rivera, Omar Monroy López, Rodrigo Bravo Aliaga COPIAPÓ: DONDE NACIÓ LA MINERÍA MODERNA CHILENA En el árido corazón del desierto de Atacama, Copiapó supo brillar más que el oro. Durante el siglo XIX, esta ciudad se transformó en el punto de partida de una nueva era para Chile. No fue el mar, ni el campo, ni la cordillera quienes impulsaron ese cambio. Fue el subsuelo, cargado de riquezas minerales, y fue la gente: valiente, decidida, soñadora. Todo comenzó en 1832, cuando Juan Godoy, un humilde arriero, descubrió por azar el mineral de Chañarcillo. Su hallazgo no solo le cambió la vida, sino que despertó una fiebre. Desde todos los rincones del país, campesinos, comerciantes, aventureros y hasta extranjeros llegaron al norte de Chile buscando fortuna. Fue la primera gran migración productiva interna y externa del país. Copiapó se volvió el centro del mundo para miles de personas. Pero la riqueza no era infinita, y muchos pronto comprendieron que la suerte no alcanzaba. La minería artesanal, basada en el instinto, el esfuerzo físico y el saber heredado, tenía sus límites. Para que las vetas rindieran lo necesario y las faenas fueran sostenibles, hacía falta algo nuevo: educación técnica.
LA CREACIÓN DE UN FARO: EL COLEGIO DE MINERÍA En 1857, impu lsado por la Junta de Minería de Copiapó y visionarios como Ignacio Domeyko, Domingo Vega, por citar algunos, nació el Colegio de Minería de Copiapó. Fue un acto de audacia y decisión: establecer en medio del desierto una institución educativa especializada, capaz de formar a los técnicos y profesionales que el país necesitaba para construir una minería moderna y sustentable. Aquel colegio no fue solo una escuela. Fue un símbolo de progreso. Fue también una respuesta a una necesidad urgente: formar mayordomos, técnicos e ingenieros que no dependieran de la experiencia empírica ni del conocimiento de profesionales extranjeros. Gracias a la influencia de Ignacio Domeyko, sabio polaco y figura clave en el desarrollo minero de Chile, se consolidaron los contenidos y las metodologías necesarias para formar a profesionales altamente calificados.
Domeyko no solo supervisó la creación del colegio, también eligió a los docentes, muchos de ellos venidos de Francia y Alemania, con la convicción de que el conocimiento debía cruzar fronteras para echar raíces en el desierto. Desde sus inicios, la Escuela de Minas formó parte esencial de la identidad copiapina. Aquí se enseña-. La escuela que enseñó a Chile a minar ba más que geología, mecánica o metalurgia. Aquí se formaban valores: el esfuerzo, la resiliencia, la disciplina, que confluían en el conocimiento científico y técnico. Porque para resistir las inclemencias del norte, había que ser más que competente: había que tener carácter. A lo largo de sus 168 años de historia, la Escuela de Minas de Copiapó vivió transformaciones profundas. Desde su origen como colegio técnico, pasando por su integración a la Universidad Técnica del Estado, hasta su consolidación en la Universidad de Atacama, la institución fue adaptándose a los tiempos sin perder su esencia. Ni siquiera un gran incendio en 1929, que destruyó sus instalaciones y su valiosa colección mineralógica, logró detener su misión. Como los propios mineros que no se rinden ante el derrumbe, la Escuela se levantó. Reconstruyó sus pabellones, modernizó sus planes de estudio y siguió formando generaciones de profesionales. Los egresados de esta casa de estudios no se quedaron en Copiapó. Viajaron por todo Chile, y más allá. En cada faena importante, en cada nuevo yacimiento, en cada proyecto minero del país, hubo y hay un exalumno o alumna de la Escuela de Minas de Copiapó. Han trabajado en Chuquicamata, El Teniente, El Salvador, Candelaria, Caserones, Manto Verde, Cerro Negro Norte, Collahuasi, Escondida, Los Pelambres. También en Perú, Argentina, Bolivia y Ecuador. Lo que los mueve no es solo el salario ni la aventura. Es el orgullo de pertenecer a una tradición. Una tradición que entiende que educar no es solo transmitir conocimientos, sino formar personas capaces de transformar su entorno. Personas que, como el viento del desierto, llegan donde nadie más llega, y dejan su huella. En el siglo XIX, mientras gran parte de Chile miraba al sur y soñaba con sembrar trigo, Copiapó se convirtió en una de las ciudades más importantes del país, después de Santiago y Valparaíso. La minería le dio ese estatus, pero fue la educación minera la que lo consolidó. Porque ninguna riqueza dura si no se cultiva el saber que la hace posible. Hoy, en medio de los avances tecnológicos y los desafíos medioambientales, la Escuela de Minas de Copiapó sigue formando a nuevas generaciones. Ingenieros, técnicos, geólogos y profesionales preparados para enfrentar un mundo distinto, pero con los mismos principios: esfuerzo, excelencia y vocación. Este legado no se mide solo en títulos ni en toneladas extraídas. Se mide en vidas transformadas. En hijos de pirquineros que se convirtieron en ingenieros. En mujeres que rompieron barreras y se instalaron en un rubro históricamente masculino. En profesores que enseñan con pasión, sabiendo que en cada aula hay un futuro que se forja. Por eso, hablar de la Escuela de Minas de Copiapó, es hablar de una historia viva, que comienza con Juan Godoy, se fortalece con Domeyko, y continúa con cada estudiante que cruza sus puertas. Copiapó no solo alumbró las minas más ricas del continente; también encendió la luz del conocimiento en el corazón del desierto. Y mientras haya una veta por descubrir, un joven por formar o un proyecto por liderar, el espíritu de la Escuela de Minas de Copiapó seguirá vivo. Porque en Copiapó, la minería no es solo una actividad económica. Es una forma de ser. Es, para muchos, una forma de amar. UNA HISTORIA DE RESISTENCIA Y LEGADO COPIAPÓ, CAPITAL MINERA Y SEMILLERO DE FUTURO.