Autor: CARLOS PEÑA
La lección de I. Allende
La lección de I. Allende OPINIÓN COLUMNA ESCRITA PARA EL MERCURIO DE VALPARAÍSO Ayer, la senadora Allende, ya enterada de su pronta destitución, se despidió del Senado con un breve discurso. Lo hizo rodeada por algunos ministros socialistas y, paradójicamente, de otros funcionarios del mismo gobierno que colaboró al ilícito en que ella incurrió. En vez de asumir su responsabilidad frente al acto que se le reprocha, defendió su trayectoria como si fuera ella y no su conducta específica lo que motivaba su destitución. Y presentó al Tribunal Constitucional como autor deliberado de una injusticia que acabará dañando la democracia. Contribuyó a eso, sin duda, que se la haya exculpado de toda responsabilidad por parte de su sector político, arguyendo su trayectoria y especialmente el hecho de que lleva el apellido Allende.
Se han escuchado entonces frases como que a “Allende no se le maltrata” o ensucia, el Presidente Boric ha dicho que es imposible mancillar la memoria de Allende y se ha insistido en que, en cualquier caso, ella, su padre y su memoria saldrán incólumes de este incidente.
Este tipo de planteamiento es incomprensible en el progresismo, porque, además de esgrimir un factor que como la cuna o el apellido no debiera tener relevancia alguna a la hora de juzgar la conducta de una persona, muestra que no se ha entendido del todo el problema de que se trata. Porque el problema en el que se vio envuelta la senadora no es relativo a la memoria de su padre o de su familia, ni, tampoco, atinge a su propia trayectoria. Los ilícitos jurídicos (como este en el que ella incurrió) no importan un juicio acerca de una trayectoria vital, ni menos respecto de un linaje o de un apellido o de una familia. Una de las reglas básicas de una sociedad democrática es que las personas son, para bien y para mal, responsables de sus actos voluntarios y nada más que de sus actos voluntarios.
La regla tiene una dimensión negativa conforme a la cual nadie puede ser reprochado por circunstancias que están fuera de su control como la ascendencia, el género o la etnia (y contravenir esa dimensión equivale a un acto discriminatorio); pero también tiene una dimensión positiva consistente en que los actos voluntarios y solo los actos voluntarios deben ser tenidos en cuenta a la hora de premiar o encomiar a alguien (y contravenir esta dimensión tomando en cuenta el origen equivale a establecer un privilegio de cuna inaceptable en una sociedad democrática). En suma, para el ideal democrático, las personas son iguales ante la ley y ninguna cualidad adscrita como el parentesco, la etnia o el género debiera pesar a la hora de establecer su valía o su importancia o ser tenida en cuenta en el momento de juzgar, moral o jurídicamente, su conducta.
En consecuencia, lo que pueda atribuírsele a Salvador Allende no pasa a sus herederos o a sus hijas o a sus nietas, y lo que hagan sus descendientes, como el acto en que incurrió Isabel Allende, por supuesto que no afecta en modo alguno a su padre.
Lo que el caso de la senadora enseña (además trayectoria. de la sorprendente gimnasia conceptual imaginada para exculparla) es que nunca se insistirá demasiado en que la afirmación de una nobleza de cuna, o un sucedáneo de ella, como la que muchos esgrimen al referirse a la senadora, es incompatible y opuesta a los ideales ya no siquiera del progresismo, sino de la democracia. Igualmente, confundir las cosas creyendo, o haciendo creer, que es la propia trayectoria vital y no la conducta específica lo que fue motivo de reproche.
De pronto alguien infringe una regla constitucional flagrante, y el partido de que forma parte sale en la defensa de su integridad sobre la base del apellido que posee y la ascendencia de la que proviene, como si ella careciera de toda responsabilidad y como si su trayectoria y pertenencia familiar excusaran cualquier examen mínimamente crítico de su conducta.
Y ella misma, a la hora de la despedida, arguye excusas que en boca de cualquier hijo de vecino serían irrisorias (“no rehúyo mi responsabilidad; pero no soy abogada”), pero que dichas por una senadora no son razonables.
Es comprensible sin duda su congoja; pero es fácil advertir adónde se llegaría si por empatía o adhesión ideológica se excusa a quienes, teniendo en sus manos el poder del Estado, infringen las reglas constitucionales. n El problema en el que se vio envuelta la senadora no es relativo a la memoria de su padre o de su familia, ni, tampoco, atinge a su propia.