El Chile que muere con Allende
“Ajuste de cuentas”, el más reciente libro de Eugenio Tironi, revisa la figura de Salvador Allende para comprender su influencia y legado en la izquierda chilena. Reproducimos un fragmento del capítulo 8.
Hacia fines de la década de 1920, casi la totalidad de las corrientes políticas chilenas coincidieron en una estrategia de desarrollo que, según la clásica definición de Aníbal Pinto, se estructuraba en torno a tres pilares: 1) la industrialización apoyada por el Estado y orientada a la economía do'méstica; 2) un sistema político en lenta pero sostenida expansión; y 3) la incorporación —no menos paulatina— de nuevos grupos sociales a los caminos del progreso: clases medias, traba Jadores, campesinos y población marginal urbana, por cierto en ese orden. Este fue el horizonte o la fantasía que guio durante el periodo 1930-1973 a la clase dirigente chilena, tanto política como intelectual, empresarial como sindical, militar como religiosa, santiaguina como provinciana.
El campo más progresista agregaba otr objetivos, como la modernización de la agricultura a través de la reforma agraria y la mayor participación del Estado en la renta minera mediante la nacionalización del cobre; pero, miradas a la distancia, las diferencias no apuntaban Lecturas 4 Documentos a distintos modelos de sociedad.
Ese proyecto, asimismo, marcó el ideario y la trayectoria completa de Salvador Allende, quien a lo largo del mismo periodo fue una figura omnipresente: como dirigente del centro de alumnos de Medicina y luego vicepresidente de la Fech en 1930; como luchador social en el campo de la salud y más tarde presidente del Colegio Médico; como uno de los fundadores del Partido Socialista de Chile; como diputado del Frente Popular y ministro de Salubridad y Previsión Social de Aguirre Cerda; como senador desde 1945 a 1970, destacándose como impulsor de agendas sociales y eximio forjador de alianzas y coaliciones; y como candidato a la presidencia en cuatro oportunidades, hasta triunfar en 1970. Cabría decir entonces que fue, en toda regla, un hombre de su tiempo.
No obstante, el desenlace de la historia obliga a decir algo más: Allende y su época no solo caminaron juntos, sino que dejaron de existir al unísono, en el preciso instante en que el primero se quitó la vida. Este doble final, a su vez, determinó en buena medida el curso refundacional de la dictadura y la consecuente revolución capitalista que inauguró un nuevo ciclo histórico en el país.
Para decirlo de otro modo, no es posible comprender lo ocurrido en Chile desde 1973 en adelante sin vincular la historia desde la cual se asoma Allende con aquella que se construye sobre las ruinas que deja su muerte. De eso tratan este capítulo y los que completan la presente sección. La estrategia de desarrollo recién descrita, hay que decirlo, fue bastante más exitosa de lo que reconocieran la izquierda antes del golpe y la derecha después.
Le permitió a Chile exhibir una serie de logros en el contexto latinoamericano, con su incipiente industrialización, un sistema democrático notablemente estable y la ausencia de crisis sociales de envergadura, por lo menos hasta la década de los sesenta.
Inspirada en los Estados Unidos del New Deal y en la Europa de la segunda posguerra, la clase dirigente chilena utilizó al Estado para industrializar el país y puso estrictas barreras al comercio exterior para proteger ese esfuerzo, mientras buscaba crear un mercado doméstico.
Fue lo que se llamó la «industrialización por sustitución de importaciones». A partir de los años cincuenta, estas políticas fueron ganando consistencia doctrinaria en América Latina con la creación de la CEPAL y su instalación en Santiago bajo el liderazgo del argentino Raúl Prebisch, y en la década siguiente con el apogeo de la Teoría de la Dependencia, desarrollada entre otros por Celso Furtado, Fernando Henrique Cardoso y el chileno Enzo Faletto. La izquierda chilena no comu= nista, y el mismo Salvador Allende, fueron influidos por estas corrientes, en especial a través de su cercanía con Aníbal Pinto. Lo mismo la Democracia Cristiana y Eduardo Frei a través de Jorge Ahumada, otro de los grandes forjadores de la llamada «escuela estructuralista», cuyo libro clásico tuvo por título En vez de la miseria.
De esta forma el Estado chileno, como señala Arturo Valenzuela, desempeñaba en los años sesenta «un rol más importante en la economía nacional que en cualquier otro país de América Latina, con la excepción de Cuba», toda vez que «trazaba el curso del crecimiento económico e intervenía en la fijación de precios». Un Estado robusto como ese requería un sector público también extenso. A la usanza europea, se creó un poderoso núcleo de altos funcionarios que respondían a los intereses institucionales del Estado antes que a los gobiernos de turno, y que gozaba de estabilidad y continuidad. La clase empresarial, por su parte, mantenía estrechos vínculos con el gobierno, fuera para protegerse de la competencia foránea mediante aranceles, para obtener tarifas y precios convenientes o para conseguir subsidios. Sus gremios participaban en los directorios de las grandes empresas y de los entes estatales orientados a la promoción productiva, como la Corfo, y ejercían una gran influencia en el diseño de las políticas económic. El esfuerzo industrializador, sin embargo, nunca tuvo la fuerza suficiente para ampliar las perspectivas de la economía chilena, que para 1970 seguía dependiendo de la exportación de materias primas. Esto explica su tan mentada inestabilidad —por su extrema sujeción a la evolución de los mercados externos—, que se tradujo en breves periodos de auge seguidos de otros de aguda depresión.
A ello se sumaba el retraso de la agricultura, cuya estructura de propiedad conspiraba contra la productividad, y una minería en manos extranjeras que se las arreglaba para que el sistema político no aumentara sus os.
Así las cosas, el crecimiento económico fue mediocre, más si se tiene en cuenta que la población del país se duplicó entre 1930 y 1970, de tal suerte que el crecimiento no lograba compensar la transición demográfica y el ingreso per cápita solo crecía a tasas marginales. Al mismo tiempo, como sabemos, la inflación fue un karma constante que ningún gobierno pudo conjurar. Estas deficiencias no justifican, sin embargo, la leyenda negra sobre la incapacidad intrínseca de la economía chilena del siglo XX para sostener la integración social y la expansión democrática.
Resulta curioso que esa leyenda fuera creada a dos manos —al alimón, como se dice en el toreo— tanto por una izquierda ganosa de achacar todos los males al capitalismo dependiente, para así promover su caída y sustitución por el socialismo, como por una derecha neoliberal interesada en tirar a la hoguera el capitalismo de corte europeo para abrazar una versión radicalizada del estadounidense. Lo que faltó en el Chile predictatorial, decretaron ambas corrientes, fue un desarrollo económico con el dinamismo necesario para evitar las tensiones sociales y políticas que acabaron con la democracia. Esta tesis peca de un cierto simplismo, común a la mirada economicista —de todos los colores— que prevaleció en décadas recientes.
Un sesgo que desde la propia disciplina económica se ha procurado contrarres tar con los llamados enfoques institucionalistas, dada la evidencia acumuFicha Autor Eugenio Tironi (1951) es doctor en Sociología por la École des Hautes Études en Sciences Sociales (EHESS), consultor privado y académico de la Escuela de Gobierno de la Pontificia Universidad Católica de Chile. Autor, coautor y editor de más de treinta publicaciones, es miembro de número de la Academia de Ciencias Sociales, Políticas y Morales del Instituto de Chile. Lada de que la prosperidad y estabilidad de los países responde primordialmente a factores orden normativo. Chile no fue una excepción: al discreto crecimiento económico hay que sumar, como factores clave del desgaste y colapso del modelo de desarrollo, los fenómenos sociales y políticos que acabaron por corroer sus cimientos. Entre los fenómenos sociales, habría que consignar especialmente dos: la enorme presión demográfica y la inflación de demandas por parte de los grupos históricamente excluidos. En el mismo periodo durante el cual la población del país se duplicó (1930-1970), la tasa de población urbana creció del 49 al 70 por ciento. Esta explosiva concentración en las grandes urbes fue el fenómeno social por excelencia del Chile del siglo XX y tuvo profundas repercusiones en la estructura social. Entre ellas, la generación de mayores posibilidades de organización y de movilización. Se robusteció el sindicalismo, basado tradicionalmente en las clases medias urbanas (sobre todo funcionarios públicos) y en los trabajadores fabriles y mineros. Durante el gobierno de Frei también los campesinos se sindicalizaron masivamente alterando las relaciones de poder en el campo.
Las organizaciones territoriales, como juntas de vecinos, centros de madres, clubes juveniles o comités sin casa, tuvieron asimismo un crecimiento fulminante en los años sesenta, al amparo de la «promoción popular» ideada por el jesuita Roger Vekemans y llevada a la práctica por el gobierno democratacristiano. Así, la organización y movilización de los grupos sociales emergentes no irrumpió en Chile a pesar del Estado, por más que los reclamos se dirigieran contra él. Fue un proceso concomitante con el proyecto de inclusión social que el propio Estado había puesto en marcha, y en cuya última etapa, bajo Frei y Allende, directamente se promovió desde el Estado. De manera análoga, la población se involucró masivamente en la política formal. Hacia 1930 la participación electoral era escasa, pues se reducía a los varones alfabetizados mayores de veintiún años. El sistema de votación, además, facilitaba la práctica del cohecho.
Pero, primero con la incorporación de la mujer (en virtud de la ley aprobada en 1949), luego con la introducción de la cédula única en 1958, la simplificación del registro y de las papeletas en 1962, y por último la incorporación de los analfabetos y mayores de dieciocho años en 1970, la participación electoral, equivalente al 7,3 por ciento de la población total en la presidencial de 1932, se elevó hasta el 36,1 por ciento en las parlamentarias de 1973, las últimas del periodo. En números absolutos, esto supuso multiplicar por más de diez veces el número de votantes (de 343.892 a 3.687.105 ) en apenas cuatro décadas.
Así puede decirse que el rostro político de Chile, en lo que va de 1930 a 1973, adquirió una impronta semejante a la europea: instituciones democráticas relativamente estables, sistemas electorales proporcionales, alternancia en el poder, movimientos sindicales fuertes y una sociedad civil crecientemente organizada.
A ello habría que agregar un vigoroso debate intelectual a través de una prensa libre y la existencia de un Poder Judicial independiente, aunque sin potestades para imponer su punto de vista al poder político e impedir que las mayorías electorales concretaran sus refor= mas.
En el periodo en cuestión Chile mantuvo, además, un rasgo que lo caracteriza desde la Colonia y que lo diferenció de las otras naciones eman- (Continúa en la página 16) (Viene de la página 15) cipadas de España: una estructura del Estado centralizada, que dejaba mínimos márgenes de autonomía a las provincias o regiones para desarrollar políticas propias.
Tal como lo argumentara Mario Góngora, Chile fue una nación construida desde el Estado; un Estado centralista que, en pos de conservar la unidad de la nación, se entendió a sí mismo como un gran mediador de intereses y priorizó los objetivos políticos por sobre los económicos.
Esto podría ayudar a explicar otra característica peculiar de Chile en el concierto latinoamericano: un sistema de partidos fuerte e institucionalizado, que condujo al «cuasi monopolio de la actividad política y de los puestos del sistema político por parte de una élite partidista dedicada a la política como profesión», como señala el sociólogo Ricardo Yocelevzky.
En efecto, los partidos políticos estaban presentes en todos los intersticios de la sociedad: parlamento, gobiernos comunales, reparticiones públicas, sindicatos, organizaciones de industriales y terratenientes, prensa, instituciones de enseñanza, organizaciones vecinales, agrupaciones de artistas e intelectuales, etcétera.
Federico Gil, en su célebre libro sobre el sis tema político chileno, publicado en 1966, hacía notar la «sorprendente similitud» que este escenario mos traba con Europa y «particularmente con el sistema existente en Francia durante la Tercera y la Cuarta Repúblicas». Nada de esto es ajeno a la construcción del Chile mesocrático: un proyecto dirigido desde el Estado destinado a producir legitimidad política, pertenencia nacional y bienestar social. Y donde los partidos de centro y de izquierda, con el respaldo de los núcleos sindicales y las clases medias urbanas, ejercieron una enorme influencia en la definición de las políticas públicas. De este modo Chile, hacia mediados del siglo XX, había logrado levantar un remedo de Estado de bienestar a la europea. Precario e injusto, pues atendía sobre todo las demandas de las clases medias, pero sumamente exitoso en su capacidad de sostener expectativas y administrar el cambio social. Revisemos escuetamente los pilares de ese modesto Estado benefactor. Pese a la cerrada oposición de grupos oligárquicos de derecha, se creó un sistema público de educación que se expandió de manera gradual siguiendo el modelo francés: vertical, formal, integrador, centrado en la instrucción.
Se creó también —con el senador Allende como impulsor fundamental— un Servicio Nacional de Salud inspirado en el modelo británico, y un sistema «Ajuste de cuentas», Eugenio Tironi, Editorial Taurus, Santiago, septiembre de 2024. ¡ MTS EA Documentos de previsión social de tipo colectivo o solidario que, dicho sea, solo cubría a una parte del pequeño segmento de los asalariados. Se instauró un Código del Trabajo extremadamente rígido, con amplias prerrogativas para el Estado, entre ellas un rol clave en las negociaciones colectivas que involucraban a sindicatos y empleadores. El Estado también asumió un papel activo en materia de vivienda, para cubrir el déficit provocado por la migración campo-ciudad, y haciendo marcados esfuerzos para evitar la segregación urbana.
A fines de los sesenta, el Estado incluso asumió como propia la creación de la televisión, tomando otra vez como ejemplo —aunque con variaciones, como fue la de incorporar a universidades— el modelo público de la Europa de entonces. Todo lo anterior fue creando una burocracia pública numerosa y bien organizada que, amparada en la nobleza de su rol, hacía sentir su poder e influencia en la vida política. Aunque menos numeroso, surgió también un vibrante mundo académico, artístico e intelectual vinculado al ámbito público.
El crecimiento de estos grupos fue de la mano con la diseminación de una cierta cultura popular de tinte igualitarista, a la luz de la cual el logro y el prestigio no se verificaban en la pos ción económica o en el poder de consumo, sino en la educación y la cultura, y, de manera significativa, en el ingreso a la burocracia estatal. Sus íconos fueron Gabriela Mistral y Pablo Neruda. Las Fuerzas Armadas y la Iglesi. Católica fueron instituciones de primera importancia en este proceso. Las primeras, ya en 1924 impusieron una serie de reformas sociales que fueron determinantes para la constitución del Estado de bienestar chileno. En cuanto ala Iglesia, desde el siglo XIX venía conjugando una posición doctrinal conservadora con un fuerte compromiso con la protección de los desvalidos y la promoción de la educación. A mediados del siglo XX, bajo el influjo de la doctrina social, dio abiertamente la espalda a las posiciones pro oligárquicas y abrazó los proyectos de cambio impulsados por el centro y la izquierda. Para dar el ejemplo, realizó su propia reforma agraria en las vastas tierras que poseía.
Esta fue otra singularidad del Chile mesocrático: los poderes religiosos y militares no se resistían, sino que se sumaban al modelo de desarrollo en lógica secular y republicana, aunque basado en el fondo —como señalara Góngora— en un ethos católico, centralista y comunitarista. Tal parecía ser el alma de Chile, o el sueño chileno; una construcción mental quizá tan abstracta como su bandera o su escudo, pero en la cual descansaba su cohesión social.
En suma, hasta 1973 el sistema institucional chileno estaba orientado a promover crecientes grados de igualdad política y social, con un Estado al que se asignaba la responsabilidad de facilitar la integración de la población al sistema, tanto desde un punto de vista jurídico-institucional como laboral-económico. Ese mismo Estado proveía educación, salud y previsión, premiaba el mérito fundado en la cultura y regulaba el mercado en aras de un bien común. Bajo este esquema, el sistema de protección y movilidad social se basaba preferentemente en la acción colectiva dirigida a conseguir la atenión del Estado. De ahí la importancia de la política y de los partidos, así como de la organización sindical y vecinal, entre otras.
A juicio de la derecha más doctrinaria (lo que fue recogido más tarde por los Chicago Boys), aquí radicaba el huevo de la serpiente, pues daba origen a la demagogia y a la instrumentalización de las masas por parte de la izquierda marxista.