La contrarrevolución universitaria
La contrarrevolución universitaria ESTUDIANTES de Harvard durante una protesta contra la guerra en Gaza, en abril del año pasado. THE ASSOCIATED PRESS "E sto es una revolución económica y ganaremos". La frase de Donald Trump sobre los aranceles suena a algo de Robespierre o Engels. Y como cualquier revolucionario sabe, para barrer el viejo orden no basta con subir los aranceles a las importaciones. También hay que apoderarse de las instituciones que controlan la cultura y remodelarlas.
En Estados Unidos, eso significa hacerse con el control de las universidades de la Ivy League, que desempeñan un papel fundamental en la formación de la élite (incluido el gabinete de Trump). El plan MAGA para rehacer las Ivies podría tener consecuencias terribles para la educación superior, para la innovación, para el crecimiento económico e incluso para el tipo de país que es Estados Unidos. Y esto no ha hecho más que empezar. El objetivo ha sido exquisitamente elegido. En la última década, las universidades de élite han perdido el apoyo bipartidista del que solían disfrutar. En parte ha sido culpa suya. En demasiados casos sucumbieron al pensamiento grupal de moda sobre la opresión, se asustaron de sus estudiantes-clientes y rechazaron a oradores en nombre de la seguridad. Al mismo tiempo, la política estadounidense se polarizó más en función de los logros educativos. Kamala Harris perdió el voto popular en las elecciones presidenciales de 2024. Pero ganó a los estadounidenses con títulos de posgrado por 20 puntos. Esta combinación dejó a la academia vulnerable. Pero el cambio más sustantivo se ha producido dentro del Partido Republicano. Los conservadores consideraban que las universidades de élite eran territorio hostil incluso antes de que William F. Buckley publicara "God and Man at Yale" en 1951.
Sin embargo, también respetaban el pacto básico que existe entre las universidades y el gobierno federal: los contribuyentes financian la investigación científica y conceden becas a estudiantes de familias pobres y, a cambio, las universidades realizan investigaciones que cambian el mundo. Algunos de los investigadores pueden tener opiniones que irriten a la Casa Blanca de turno. Muchos son extranjeros. Pero su trabajo acaba beneficiando a Estados Unidos. Por eso, en 1962, el gobierno financió un acelerador de partículas, a pesar de que algunas de las personas que lo utilizarían tenían el pelo largo y odiaban la política exterior estadounidense. Y por qué, más tarde, en esa misma década, investigadores de universidades estadounidenses inventaron internet, con financiación militar. Este acuerdo ha sido fuente de poder tanto militar como económico. Ha contribuido a casi todos los saltos tecnológicos que han impulsado la producción, desde internet a las vacunas de ARNm y los agonistas GLP-1 o la inteligencia artificial. Ha convertido a Estados Unidos en un imán para personas ambiciosas y con talento de todo el mundo. Es este pacto --no devolver las fábricas de automóviles al cinturón de óxido-la clave de la prosperidad de Estados Unidos. Y ahora la administración Trump quiere destruirlo.
Su gobierno ha utilizado las subvenciones federales para vengarse de las universidades: los presidentes de Princeton y Cornell criticaron al gobierno y enseguida se les cancelaron o congelaron más de 1.000 millones de dólares en subvenciones. Ha detenido a estudiantes extranjeros que han criticado la conducción de la guerra de Israel en Gaza. Ha amenazado con aumentar el impuesto sobre las dotaciones: J. D. Vance (Facultad de Derecho de Yale) ha propuesto aumentarlo del 1,4% al 35% para las grandes dotaciones. Lo que quiere a cambio varía. A veces se trata de erradicar el virus de la mente despierta. A veces se trata de erradicar el antisemitismo.
Siempre implica un doble rasero sobre la libertad de expresión, según el cual uno puede quejarse de la cultura de la cancelación y luego vitorear la deportación de un estudiante extranjero por publicar un artículo de opinión en un periódico universitario. Esto sugiere que, como en cualquier revolución, se trata de quién tiene el poder y el control.
Hasta ahora, las universidades han tratado de no hacer nada y esperar que el señor Trump las deje en paz, al igual que muchos de los grandes bufetes de abogados a los que el Presidente ha puesto en el punto de mira. Los presidentes de las Ivies se reúnen cada mes más o menos, pero aún no han llegado a un enfoque común. Mientras tanto, Harvard está cambiando la dirección de su departamento de estudios sobre Medio Oriente y Columbia va por su tercer presidente en un año. Es poco probable que esta estrategia funcione. La vanguardia MAGA no puede creer lo rápido que las Ivies han capitulado. Las Ivies también subestiman el fervor de los revolucionarios a los que se enfrentan. Algunos de ellos no solo quieren gravar Harvard, quieren quemarla. Resistir el asalto de la administración requiere coraje. La dotación de Harvard es casi del mismo tamaño que el fondo soberano del sultanato de Omán, rico en petróleo, lo que debería comprar algo de valentía. Pero ese impuesto podría reducirla rápidamente. Harvard recibe cada año más de 1.000 millones de dólares en subvenciones. Columbia, con un presupuesto anual de 6.000 millones de dólares, recibe 1.300 millones en subvenciones. Otras universidades de élite son menos afortunadas.
Si ni siquiera las Ivies pueden resistir el acoso, no hay muchas esperanzas para las universidades públicas de élite, que dependen igualmente de la financiación de la investigación y no disponen de grandes dotaciones para absorber la presión gubernamental. ¿Cómo deben responder entonces las universidades? Algunas cosas que sus rectores quieren hacer de todos modos, como adoptar códigos que protejan la libertad de expresión en el campus, recortar personal administrativo, prohibir el uso de declaraciones de "diversidad" en la contratación y garantizar puntos de vista más diversos entre los académicos, coinciden con las opiniones de muchos republicanos (y de The Economist). Pero las universidades deberían trazar una línea clara: aunque ello suponga perder la financiación gubernamental, lo que enseñan e investigan lo deciden ellas.
Como Ike Este principio es una de las razones por las que Estados Unidos se convirtió en la economía más innovadora del mundo en los últimos 70 años, y por las que Rusia y China no. Pero incluso eso subestima su valor. La libre investigación es una de las piedras angulares de la libertad estadounidense, junto con la libertad de criticar al Presidente sin temor a represalias.
Los verdaderos conservadores siempre lo han sabido. "La universidad libre", dijo Dwight Eisenhower en su discurso presidencial de despedida en 1961, ha sido "la fuente de las ideas libres y los descubrimientos científicos". Eisenhower, que fue presidente de Columbia antes que de Estados Unidos, advirtió que cuando las universidades pasan a depender de las subvenciones públicas, el gobierno puede controlar las becas. Durante mucho tiempo esa advertencia pareció un poco histérica. Estados Unidos nunca había tenido un Presidente dispuesto a ejercer tal autoridad sobre las universidades. Ahora sí.
La contrarrevolución universitaria El plan de Donald Trump para rehacer las universidades amenaza la prosperidad y la libertad de EE.UU. { THE ECONOMIST Líderes } D E R E C H O S E X C L U S I V O S.