Autor: ROBERTO CAREACGA C.
El show de Antonio: la apasionada ternura de LOS LIBROS DE SKÁRMETA
Muerto esta semana a los 83 años, el autor de "Ardiente paciencia” no solo escribió una de las historias más famosas sobre Neruda, también fue una estrella que difundió la literatura en "El show de los libros” y desató una renovación narrativa del cuento en los años 60.
Desde "El entusiasmo” (1967) a "Los días del arcoíris” (2011), calibró los tonos de su época acompañando a Chile en la rebeldía juvenil de los años de la Unidad Popular, documentando el exilio y fabulando la historia en el cambio de siglo. A amargura lo había perseguido por años. Incluso a él, que era un entusiasta de sonrisa fácil. Era el exilio. Antonio Skármeta salió de Chile tras el golpe de Estado, estuvo un año en Argentina y luego se instaló en Berlín Occidental para A convertirse en profesor de guion cinematográfico y de televisión. También lo perseguía la nostalgia del.
País que había dejado atrás y entre su escritura apareció una historia para aferrarse aesosrecuer1 dos: escribió algo para la radio y en 1982 lo convirtió en una obra de teatro, un “drama en dos actos” de 60 páginas que mostraba en la pri- ! mera escena al poeta Pablo Neruda mirando al mar.
Luego, él mismo ocuparía ese texto para dirigir una película y en 1985 por fin decidió convertirlo en una novela, “Ardiente paciencia”. No era un desconocido ni mucho menos, pero después de ese libro sunombreempezó arecorrerel | mundo. La historia es conocidísima: cansado de levantarse al alba para salir a pescar, Mario Jiménez toma un trabajo para ser el cartero de Isla Negra y su único cliente es Neruda. Le lleva decenas de cartas y de a poco forman una amistad en que el poeta ayuda al joven a seducir a quien será su esposa, y de paso le enseña qué es la poesía.
De fondo, acontece la historia: Salvador Allende llega a la presidencia, Neruda se convierte en embajador en Francia, gana el Premio Nobel de Literatura, la Unidad Popular cae en crisis, La Moneda es bombardeada en el golpe | de Estado y el poeta muere. La suerte de Jiménez no es la mejor.
Y aunque “Ardiente paciencia” termina con una palabra definitiva (el narrador toma su café “amargo””), el Entre 1992 y 2002, Skármeta condujo “El show de los libros”, un programa de difusión literaria al que a veces llegaban animales.
O al literatura es una fusión entre la espontaneidad de la vida y la gran cultura que nos ha dejado en herencia la humanidad”. Sé, que hacer esta locura de unir a un simple joven sin mayor cultura, pero con el ímpetu democrático chileno, con un gran poeta de fama universal. Dije, voy a relacionarlo y ver si de esta relación saltan chispas. Creo que saltaron con “Ardiente paciencia”. A fines de los 60, cuando Skármeta visitaba a Pablo Neruda; esa vez junto al mexicano Juan Rulfo. tono del libro es de una dulzura tan encantadora como enternecedora. Es la historia de un país perdido que Skármeta quiso recuperar. “Recuperar emocionalmente el modesto paraíso que yo había perdido, que era el Chile democrático”, eso es lo que quería hacer el escritor, según contó en 2014, cuando ganó el Premio Nacional de Literatura. “Nada más significativo, pensé, que hacer esta locura de unir a un simple joven sin mayor cultura, pero con el ímpetu democrático chileno, con un gran poeta de fama universal. Dije, voy a relacionarlo y ver si de esta relación saltan chispas.
Creo que saltaron”, agregó y, por supuesto tenía razón: publicada por editorial Sudamericana en España, “Ardiente paciencia” fue traducida a más de una decena de idiomas y cuando en 1994 el director inglés Michael Radford la llevó al cine como “TI' Postino”, el libro estalló. Y si Skármeta aún no lo era, empezó a ser un escritor del mundo. El día en que Postino” recibió una nominación al Oscar, entre otros numerosos premios, Skármeta estaba en su casa en la playa de Tongoy y para allá llegaron los periodistas a preguntarle por la novela. “¿ Existía ese tal cartero Mario Jiménez?”, quisieron saber y él, que por supuesto sabía que era todo ficción, les sirvió pisco sour. Prefirió celebrar.
La película iba a cambiar su estatus, pero ya sabía lidiar con algo de fama: todas las semanas aparecía en el programa de Televisión Nacional “El show de los libros”, un espacio de difusión literaria inédito para los medios locales por el que desfiló toda la escena literaria de la época y tenía a Skármeta como centro: su risa llenaba la pantalla, su histrionismo teatral lucía como el eco de un destino que se impuso con el título de su primer libro, “El entusiasmo” (1967). Se vende sangre Fallecido el martes pasado a los 83 años, Skármeta fue llorado desde el Presidente Gabriel Boric hacia abajo y sus imágenes en televisión circularon nuevamente por redes sociales.
Su relación con Neruda volvió al ruedo, sus premios internacionales, sus días en el exilio, toda su multiplicidad: el escritor, el director de cine, el dramaturgo, el animador cultural, incluso el embajador que fue a inicios de los 2000 en Alemania.
También regresó el cuentista luminoso que fue en sus inicios: la escritora Diamela Elit le dijo a “El Mercurio” que sus relatos “remodelaron el cuento, en la medida que abrieron nuevos campos de sentido donde se relevó la rebeldía sesentera ante las convenciones opresivas, un humor realmente inteligente, la filiación a nuevos escenarios ciudadanos”. Mientras que Alberto Fuguet añadió que ahí había una literatura “sospechosamente cosmopolita”, en que no solo aparecían México, San Francisco y Nueva York, sino que además “nadie captó como él la época de la Unidad Popular”. “El proyecto global de mi literatura es una fusión entre la espontaneidad de la vida y la gran cultura que nos ha dejado en herencia la humanidad”, decía el escritor en una entrevista en 2011, hablando de la importancia de la poesía en su obra.
Quizá daba en el punto que explica que, por ejemplo, Alvaro Bisama lo llame “uno de nuestros mejores cuentistas”. Su referencia son sus primeros tres libros: “El entusiasmo” (1967), “Desnudo sobre el tejado” (1969) y “Tiro libre” (1973), los que forman una trilogía luminosa, inspirada en la literatura norteamericana, cargada de humor y política, hecha a medio camino entre lenguaje coloquial, una solemnidad sobrecogedora y la antipoesía.
Si en los años 80 quiso recuperar el “paraíso perdido” que para él había sido el Chile antes del Golpe del 73, en los 60 simplemente quiso mirarlo de frente y echó mano de su propia vida.
Uno de sus relatos más celebrados, aparte del emblemático “El ciclista de San Cristóbal”, es “A las arenas”, incluido en el libro “Desnudo en el tejado”. Es la historia de dos latinos en Nueva York, un chileno y un mexicano, que con apenas un dólar de plata en su poder deciden vender su propia sangre para comer. Lo hacen, pero más que comer, se van de bar en bar con nuevas citas y terminan viendo a Ella Fitzgerald cantar. La fugaz aparición de Norman Mailer termina de ilustrar el estilo, la ciudad en los 60. La historia tiene un antecedente en un episodio del propio Skármeta, que efectivamente vendió su sangre en Nueva York, cuando tenía 19 años. Nacido en Antofagasta en 1940, antes de estudiar Filosofía en la Universidad de Chile, tuvo una época en que a la usanza de los beats, se lanzó a los caminos. “He vendido sangre para ir a ver a Ella Fitzgerald.
Viajé en un barco de carga tapizando los restos de unos sillones rumbo a USA, quizás con el principal propósito de ver a Sonny Rollins, y vi cómo garabateaba a su trompetista porque no podía seguirlo en un tema de 50 minutos en el Village Vanguard de Nueva York. Me pegaron en Texas porque me colaba todas las noches en un local a oír rock progresivo”, dijo Skármeta en una entrevista a Mariano Aguirre en 1969. “Era el descubrimiento de poner el cuerpo a la aventura sin estar en condiciones de asumir el costo. Era impresionante. Era deprimente. Que uno lo haga por choreza está bien, pero por necesidad... Ahora me parece muy patético todo esto”, agregaría a “El Mercurio” décadas después.
De la UP al exilio Una vez, Juan Villoro y Rodrigo Fresán conversaron sobre el impacto que les había generado el cuento “A las arenas” y llegaron a la conclusión de que ahí se encontraba un antecedente para “Los detectives salvajes”, de Roberto Bolaño.
El chileno no se pronunció al respecto, pero Villoro insistió que en el Skármeta cuentista de esos años latía una “atmósfera cultural” que iba a influir a generaciones: un ánimo juvenil, cargado de energía que salía al mundo a comérselo. O era tragado.
En “El ciclista de San Cristóbal” el protagonista conseguía un triunfo casi mágico, después de haber salido de la cotidianidad más aplastante, y en cuentos como “El cigarrillo” y “Balada para un gordo”, parte de la colección “Tiro libre” (1973), aparecen las tensiones políticas de los años de la UP.
“Mi voluntad es ser sincero, abierto, activo, amante y divertido”, decía a la prensa Skármeta a inicios de los 70, cuando ya tenía el preciado premio cubano Casa de las Américas, por “Desnudo sobre el tejado”. Militante del Mapu, el escritor atravesó los años de Allende moviéndose entre las clases que dictaba en el Pedagógico, trabajando para un programa de libros en el canal de televisión de la U. De Chile y practicando en guiones de cine. También era parte de los Novísimos, la generación de narradores que sucedió a la Generación del 50, junto a Poli Délano, Mauricio Wacquez y Juan Agustín Palazuelos. “El grupo de los 50 tiene múltiples méritos. Su sello es más culto, un espacio solemne. Usando una imagen sencilla, su espacios eran opacos, encerrados, atormentados y lo que yo sentía a mi alrededor era un mundo vibrante, que inauguraba algo nuevo. Lo mío era una literatura de la acción y de la libertad, y su lenguaje era alborotado”, diría el escritor.
El 12 de octubre de 1973, Skármeta salió de Chile junto a Raúl Ruiz y en el avión el cineasta pidió dos vasos de whisky: “Este va a ser un viaje muy largo, compañero, así que lo primero es la salud”, le dijo. Ruiz nunca volvió a vivir en Chile, mientras que Sangre a ver a Ella Fitzgerald. Viajé en un barco de carga tapizando los restos de unos sillones rumbo a USA, quizás con el principal propósito de ver a Sonny Rollins. Era el descubrimiento de poner el cuerpo a la aventura sin estar en condiciones de asumir el costo”. skármeta regresó en 1989. Estuvo lejos, pero nunca se fue del todo de la sensibilidad nacional.
No solo porque escribió de Neruda, sino además por sus otros libros de esos años: en “Soñé que la nieve atdía” (1975) cuenta la historia de un joven futbolista que llega a Santiago para triunfar en la cancha, pero la efervescencia política durante la Unidad Popular se lo traga, al igual que el Golpe.
Cinco años después, instalado en Berlín, publicó “No pasó nada”, una novela del exilio que en vez de hablar directamente de los exiliados, retrata a los hijos de esos hombres y mujeres que dejaron el país. “En el exilio se me crea una conciencia aguda a las personas más vulnerables. Grupos masivos de inmigrantes de diferentes exiliados, argentinos, uruguayos, brasileños, africanos, de los socialismos reales se encontraban en Berlín Occidental, donde yo vivía. Hervía una sociedad que había sido expulsada fuera de sus patrias”, contaría el escritor hace unos años. Y si bien de ahí surgió la idea de “Ardiente paciencia”, también apareció una novela como “La insurrección” (1982), que reconstruye la Revolución Sandinista en Nicaragua en la voz de decenas de personajes. Era dramático, pero nunca perdió un tono de comedia, casi ingenuo, que está en todas sus novelas y cuentos. El último show De regreso a Chile, Skármeta impartió un decisivo taller, el Heinrich Bóll del Instituto Goethe, donde se formaron escritores como Alejandra Costamagna, Nona Fernández o Alberto Fuguet.
Esa experiencia lo puso en el centro de una escena literaria que él animó a través de “El show de los libros”. En la década de los 90 prácticamente no publicó, acaso ocupado por el rol público que adquirió y los compromisos internacionales que aparecieron con el éxito de “Ardiente paciencia”, rebautizada “El cartero de Neruda”. Pero entre 1999 y 2003 publicó tres libros más gruesos que los nunca antes había escrito, “La boda del poeta”, “La chica del trombón” y “El baile de la Victoria”; una trilogía en tono de melodrama y comedia de historias conectadas donde desfilan poetas, ladrones, artistas e inmigrantes recorriendo el siglo XX y relatando las agitaciones políticas chilenas. La electricidad de los primeros cuentos había sido reemplazada por la dul ZUura.
A la crítica no le gustó la última faceta de Skármeta, pero se llevó decenas de premios: aunque el crítico Rodrigo Pinto dijo que era de una “levedad espantosa”, en 2003 ganó el Premio Planeta por “El baile de la victoria” (también el Municipal de Literatura, en Chile) y en 201 recibió el Premio Planeta Casa de América por la novela “Los días del arcoíris”, un relato en tono de fábula sobre el plebiscito de 1988 en que se votó contra la continuidad de Pinochet. Con los dos galardones, el escritor ganó una suma de alrededor de 900 mil dólares. Estaba en otro nivel, lejísimos de esos días en que tenía que vender su sangre para ir a un recital de Ella Fitzgerald. Era pequeña celebridad literaria, condecorado con la medalla Goethe en Alemania, la Presidente de la República en Chile. Cuando en 2014 ganó el Premio Nacional de Literatura, la gente lo saludaba en las calles. El recibía los saludos con su clásica sonrisa. Quizás no era tanto a sus libros los que celebraban, sino a esa rara y luminosa capacidad de Skármeta para montar como nadie un show.