EL ULTIMO CAMINO
- - - - - Por el sur, es justo ahí donde concluye lo que va de la Ruta 7, el mítico camino que cruzará el Parque Nacional Yendegaia que hacía tiempo queríamos conocer. En frente, lo que falta: el reino de lo salvaje y lo desconocido; ríos glaciales, pantanos, hielo, viento, densa selva fría. Básicamente, una insólita senda de penetración que ascenderá por la cordillera Darwin, hasta toparse con el camino que, también desde hace décadas, construye el equipo que avanza por el norte. Resumo. Este viaje había comenzado en Punta Arenas, donde tomamos la avioneta de Aerovías DAP con destino a Puerto Williams.
Ya en Navarino tendríamos la suerte de sumarnos a Expedición Beagle, un viaje --organizado por el Centro Internacional Cabo de Hornos-que, entre otras cosas, tenía por misión chequear la estación de monitoreo climático en 2 de Mayo, la caleta donde termina (o empieza) la Ruta 7.
Tras pasar una noche en la lancha Quulat (son 4-5 horas de navegación entre Williams y caleta 2 de Mayo), pronto desayunamos con los carabineros de la tenencia y, en el mismo comedor, junto a una rica chimenea, con sus vecinos, la gente del Cuerpo Militar del Trabajo (CMT), la unidad del Ejército (la misma que hizo la Carretera Austral) que lleva ya tres décadas construyendo el camino más difícil que se haya taladrado en Chile. Para el desayuno, los carabineros sirven sopaipillas, picarones, miel y mermelada. El agradecimiento es mutuo. Nosotros, por la dulce bienvenida. Ellos, por ver humanos, personas, después de días, semanas si es que no meses. En la tenencia --inaugurada en 1967-habitan y trabajan once carabineros, en turnos de 40x10. Y no es fácil. Aquí todo es extremo, con fuertes vientos, un frío que paraliza y, en invierno, nieve por toneladas. A eso se suma una difícil conectividad y la ausencia de rutas terrestres, lo que explica que --localmente-el camino genere tanta expectación. E l camino, liso e irregular como un panqueque, termina de sopetón frente a una turba ligera, aunque impenetrable, que junto con la bruma se hace una con la selva. Miro hacia la izquierda. Conmueve lo que caprichosas nubes negras dejan ver.
Rayos de luz caen desde el cielo iluminando lenguas morrénicas que, frías, gélidas, centellean azules en la lontananza. --Es el Stoppani. ¿Lo reconoces? Es el glaciar que aparece en los billetes de diez mil pesos --me sopla, al oído, uno de los ingenieros que nos acompañan en el recorrido. Me toco los bolsillos buscando infructuosamente algún billete, pero ando sin nada. Ni siquiera tengo la tarjeta Rut. ¿De qué me serviría? En cientos de kilómetros a la redonda no hay ni cajeros ni wifi, ni carritos de papas fritas ni hot dogs. Solo una escarpada, densa y quebrada geografía, marcada por una rítmica letanía verde y ocre que, a ratos, muta a un furioso bermellón.
EL ÚLTIMO CAMINO VICUÑA-YENDEGAIA Hace tres décadas partió la construcción de la ruta Vicuña-Yendegaia, un camino de tan solo 140 kilómetros, en el sur de Tierra del Fuego, que avanza a la insólita velocidad de un kilómetro por año. Aunque los cálculos más optimistas estiman que podría estar operativo hacia fines de 2027, lo cierto es que algunos tramos ya están listos, pero no entregados. Pese a eso, y gracias a un permiso especial, recorrimos un segmento de la que, de aquí a poco, debiera convertirse en la ruta escénica más impresionante del país. Un camino que, hay que decirlo, podría abrir un tesoro. O acabar con él. POR Sergio Paz, DESDE LA REGIÓN DE MAGALLANES. FOTOGRAFÍAS: Daniela Benavente. YENDEGAIA. Este parque nacional suma 150.587 hectáreas. Acceder será fácil gracias a la Ruta 7. El peligro es que ahí partan los incendios y el deterioro. HEREDEROS. Hay quienes aseguran que los caballos salvajes que se encuentran en Tierra del Fuego conservan genética de los equinos del pleistoceno austral. MONITOREO. El Centro Internacional Cabo de Hornos mide, en bahía Yendegaia, los cambios locales que afectan al clima global. REFUGIO. La bahía Yendegaia es un seguro fondeadero para navegantes que recorren la célebre "Avenida de Los Glaciares". FRANCISC O ESCUDER O PIONEROS. En la tenencia Yendegaia, los mismos carabineros organizaron, décadas atrás, una expedición en busca del paso al sector norte de Tierra del Fuego.
EL ULTIMO CAMINO. - - - - - frágiles embarcaciones. --Hay que hacer soberanía --dicen los muchachos del Cuerpo Militar del Trabajo, cuando el minibús comienza a moverse desde 2 de Mayo en dirección al norte. Llueve. Sale el sol. Llueve. Los animados anfitriones no deben tener, en promedio, más de 25 o 30 años. Y todos han hecho un aro en sus tareas para acompañar, a medio día, la visita de "la prensa". Lo hacen con orgullo. Felices.
Y cómo no si todos los días, haga mucho o poco frío, no tienen más rutina que salir a detonar explosivos, triturar rocas, mover maquinarias o lo que se necesite para consolidar, centímetro a centímetro, metro a metro, un camino que en todo momento pareciera que se mueve sobre el fango, sobre el agua, sobre la piedra basal. Aquí todos sudan, aunque después tiriten. Es que estamos en la sección más septentrional de un camino que, por la sección que ahora recorremos, lleva apenas 21 kilómetros construidos en dos décadas. El viento que no perdona, la roca escamosa, a veces frágil, a veces dura, no permiten avanzar más de un kilómetro por año.
Con todo, la gente del CMT dice que los cumpleaños perdidos, los abrazos por Zoom (si es que... , porque internet no es que funcione muy bien), no han sido en vano. --¡ Fue por la patria! --aseguran. El busecito blanco repta sin prisa por un camino silencioso. Al mirar por la ventanilla, sorprende ver caballos salvajes, baguales que a la distancia cabestrean saludando una historia ancestral. Hay quienes dicen que se trata de bestias indomables, cuyo linaje desciende de un ancestro americano. Otros, que vienen de los caballos que se escaparon de las antiguas estancias y se asilvestraron. Probablemente, ambas historias sean verdaderas.
Lo sabes cuando el bus se detiene en un recodo del camino y, a la distancia, ves lo que queda de un herrumbroso aserradero en el que la historia sigue culebreando tal como la hiedra que adora envolver podridos troncos. Hoy sabemos que, entre 1869 y 1887, anglicanos afincados en la vecina Ooshooia (Ushuaia en yagán) registraron, en el vecindario, la existencia de un establecimiento ganadero en el que trabajaban treinta, cuarenta personas. A todas ellas, canoeros yaganes y kawésqar los abastecían de pieles de nutrias y lobos marinos, que eran canjeadas por comida y ropa. En 1895, Adan Zavalla recibió de parte de la Gobernación de Magallanes un permiso para ocupar 10 mil hectáreas en la frontera entre Argentina y Yendegaia, quedando dentro de la concesión toda la bahía. Luego, en 1915, Gerónimo Serka y Slavo Besmalinovic --también con anuencia del Estado-fundaron la estancia Yendegaia, de casi cuarenta mil hectáreas, donde armaron un gigantesco aserradero y se pusieron a criar ovinos. Desde entonces, y por casi cincuenta años, ese fue el único lugar colonizado en muchísimos kilómetros a la redonda. Sea como sea, esa historia --de intrépidos hacheros, hombres duros, forjados en el rigor de la lata congelada y la harina humedecida-es definitivamente nueva.
Es lo que entiendes cuando, a un lado y otro del camino, aparecen letreros que advierten la presencia de sitios arqueológicos, conchales anulares, casas pozo o aleros ceremoniales, que fueron utilizados --hace 10,14 mil años-principalmente por yaganes, los primeros habitantes de los fiordos e islas al sur de Tierra del Fuego. Hasta hoy, en la Ruta 7 se han hallado unos 128 sitios.
Y, al recorrerlos, lo primero que entiendes es que nada aquí tiene que ver con la absurda idea (que quizás uno se hizo en el colegio) de que los conchales fueron el hábitat de salvajes canoeros que, displicentemente, tiraban su basura, sus conchas, a centímetros de donde vivían. --Los yaganes --comenta uno de los expertos que nos acompaña-tenían, de partida, un complejo lenguaje. Thomas Bridges, el cura que hizo el diccionaguaje. Thomas Bridges, el cura que hizo el diccionaDe partida, porque reduciría el viaje entre Punta Arenas y Puerto Williams de 30 a 12 horas.
Es este histórico aislamiento lo que motivó, en 1968, a que José Gallardo --un curtido carabinero, con fama de corajudo y buen baqueano-se lanzara a caminar --junto a otros uniformados-desde el mismo retén hasta la Estancia Vicuña, en el norte. Así, en un viaje que tardó once días, la aventura derivó en una solicitud al gobierno de la época para que construyera un camino de sur a norte.
Formalmente, el primer paso ya que, diez años después (1978), Hans Niemeyer lideraría la expedición con la que se definió el trazado longitudinal que hoy sigue la llamada "senda de penetración". Sin duda, ayer como hoy, una difícil decisión, toda vez que el camino corresponde a una antigua superposición de huellas de animales y de humanos a través de un infame laberinto.
El viejo sueño de unir, por tierra, el Estrecho de Magallanes con el sur: ardua tarea (la de avanzar desde las cercanías del fiordo Azopardo en dirección al Beagle, cruzando la cordillera Darwin) que, por décadas, habían intentado, con más o menos éxito, curtidos exploradores como Nordenskjöld, O'Connor, Skottsber, más el cura Alberto de Agostini y el bueno de Rockwell Kent, un sublime pintor.
Todos, cómo no, sin dejar de enfrentar cruentas pellejerías y muchísimos fracasos. ¿Por qué si, en lo concreto, la ruta tiene poco más de cien kilómetros? Una respuesta es que la vía corresponde a lo que desde tiempos remotos se conoció como el "Paso del Indio", una ruta que se conservó con sigilo e incluso hermetismo.
Ese camino, que nunca tuvo un mapa, habría permitido que diferentes culturas --kawésqars, selknams y yaganes-cruzaran durante miles de años, en solo dos días, de un mundo a otro, desafiando monumentales montañas, pantanos, turberas, ríos y lagos glaciales. Hasta hoy un gélido puzle en el que es fácil perderse y terminar caminando en círculos sin llegar a ningún lado.
Concluido el desayuno y antes de iniciar el recorrido por la Ruta 7, un viaje exprés que --de ida y vuelta-no debiera tardar más de tres o cuatro horas, conozco las instalaciones en la caleta y, de paso, me maravillo con la monumental belleza que desborda por todos lados. 2 de Mayo está en Yendegaia, en un recodo de la profunda bahía que se abre a Onashaga, que es como llamaron los yaganes al canal Beagle. Está, además, a los pies de la cordillera Darwin, en el extremo sur de Tierra del Fuego. O sea, en el Parque Nacional Yendegaia (Yéntecacuaia), un remoto territorio que un siglo atrás fue concesionado para que ambiciosos estancieros talaran --en apenas unas décadas-miles de hectáreas de lenga y bosque nativo. Por suerte, la propiedad fue comprada por Douglas Tompkins, quien la rescató para transformarla en la última tierra protegida que donó al país.
Fue eso, sumado a un gran territorio que cedió el Estado, lo que permitió crear un gigantesco parque (Yendegaia) que aún no recibe visitas y al que se podrá acceder una vez que se abra la Ruta 7. Pero no solo a eso: Yendegaia colinda con el Parque Nacional Alberto de Agostini y, por el norte, comparte vecindad con el Parque Karukinka.
Es decir, es parte de la Reserva de la Biósfera Cabo de Hornos, una monumental área protegida que hoy pocos conocen ya que para llegar se requiere una sofisticada (y carísima) logística que ahora solo es ofrecida por cruceros o yates privados, aunque a veces también por guías/aventureros que se animan a traquetear en rio, alcanzó a sumar más de 32 mil palabras. Hay una que me encanta y es tan rara que figura en los récords Guiness por ser la palabra más concisa en resumir un concepto largo: mamihlapinatapai. Esto es que dos personas se miran y desean hacer lo mismo, en silencio, sin atreverse a hablar.
Si Watawineiwa, el hacedor, dio a los yaganes un mundo con tanta agua arriba como abajo, ellos --tal como hoy lo hacen los soldados del CMT-se las ingeniaron para construir, con lo que tenían a mano (piedras, rocas, conchas, palos), eficientes plataformas sobre las cuales desarrollaron su cultura. En buena medida, la lentitud de las obras tiene que ver con el constante hallazgo de estos sitios y la necesidad (obligación) de, antes de dinamitar, ponerlos a resguardo. Es lo que ocurrió en un lugar que se conoce como 12YEN117, que es donde nos detenemos. Un poderoso alero en el que hay vívidas pinturas, semejantes a las que también se encuentran en distantes islas como Picton o Hoste. Investigado en 2017 por Francisco Gallardo, arqueólogo de la UC, el descubrimiento obligó a que el trazado de la ruta se moviera dos kilómetros, lo que también significó nuevos permisos, nueva ingeniería, nueva burocracia. Más tiempo. Lo bueno es que el lugar se protegió. Y lo mismo hicieron los del CMT con --por ejemplo-un lugar donde habitan pájaros carpinteros, en el que, por respeto a ellos, nadie trabaja ahí en los meses de nidificación. Sigue el recorrido. --¿ Quieren ver las turberas? --pregunta uno de los chicos, apuntando con su brazo un manto verdoso anaranjado, en el que chisporrotean, además, furiosos tonos amarillos. Una turbera es un humedal en el que se han acumulado --durante miles de años-capas vegetales descompuestas. Hoy se sabe que las turberas almacenan más carbono que la biomasa de todos los bosques del mundo juntos. Lamentablemente, la turba es hoy explotada --irracionalmente-para humedecer esos idiotas maceteros que se suponen verdes. ¿Es unna amenaza para Yendegaia? Sí. No. Cómo saberlo. Lo cierto es que, al caminar sobre la turba, que está a menos de un metro del camino, sientes que tus piernas son absorbidas por un ser vivo que no tiene fin.
Y en el momento en que tus manos lo tocan --suave, lleno de vida--, piensas, irremediablemente, en qué habrá que hacer para, de aquí a poco, en vez de admirar nada (o todo), veas servicentros, tierra baldía incendiada, basurales de botellas, rayados con spray. Al concluir el recorrido, volvemos a la tenencia, donde aún quedan sopaipillas.
Al atardecer, las preguntas siguen dando vueltas. ¿Qué pasará en unos años más? ¿ Resistirá Yendegaia? ¿ O se degradará tal como le pasó a Torres del Paine? Afuera, un fulgurante arcoíris anuncia el ocaso en este reino salvaje que parece orgulloso de permanecer fuera de lo humano. Lejos de la furia, de la ambición, de la destrucción. Mamihlapinatapai. En el último camino, ha caído la noche. D MEMORIA. Yendegaia fue una estancia maderera donde aserraban bosque nativo. Aún quedan casas, a mal traer. RUTA 7. Avanza, en promedio, un kilómetro por año. Queda lo más difícil: cruzar la cordillera Darwin. CAMBIO. En 2010, la imagen del glaciar Stoppani, ícono de Yendegaia, reemplazó a la casa natal de Arturo Prat en el billete de 10 mil pesos. PATRIMONIO. En la Ruta 7 se conservan 128 sitios arqueológicos de la cultura yagán, como estas pinturas en aleros rocosos. CONSERVACIÓN. Yendegia es parte de la Reserva de la Biósfera Cabo de Hornos. Esta tipología de protección de la ONU busca poner a salvo las zonas más prístinas del planeta. EL ULTIMO CAMINO.