Autor: CARLOS PEÑA
La política y las palabras
La política y las palabras Una de las mejores páginas de Ortega y Gasset se encuentra en uno de sus ensayos sobre la traducción.
Allí sugiere que uno de los prejuicios más arraigados de los seres humanos es la creencia “de que hablando nos entendemos”. Pero la verdad, observa, es que nos entendemos gracias no a las palabras, sino más bien al hecho de que compartimos un conjunto de creencias o de conocimientos mudos gracias a los cuales las palabras significan. Por eso cuando las palabras ya no significan, o su significado debe hacerse explícito, o debe estipularse uno, es que algo grave está ocurriendo en la vida social. Un par de situaciones recientes en la política chilena lo muestran.
Un buen ejemplo de lo anterior se encuentra en el incidente de esta semana (no se lo puede llamar de otra manera, puesto que una entrevista no fue) en que se vio involuntariamente envuelto el subsecretario Cordero.
Movido por el razonable deseo de poner orden en el asunto de Monsalve, ha insistido en que no ha habido contradicción ni inconsistencia en el Gobierno y en especial de la ministra Tohá, cuando esta última declaró que había sostenido conversaciones con Monsalve recién el jueves 17, reconociendo, sin embargo, más tarde, que se había comunicado con él la noche del 15 de octubre para hacerle saber que la PDI lo requería en una diligencia.
Como es obvio, lo que esos hechos muestran es que el Gobierno sabía de las graves acusaciones contra Monsalve al menos días antes de que La Segunda las hiciera públicas, y lo que también es obvio es que en ese lapso el subsecretario Monsalve dispuso de poder y que pudo mal emplearlo para ocultar evidencias. Pues bien. Y aquí viene el asunto de las palabras.
Porque el subsecretario Cordero debido a esa creencia de la prensa de que él está dispuesto a hablar de todo o a esa creencia suya según la cual hacer política es emplear lenguaje forense ha dicho irritado, mientras los periodistas lo perseguían, que no hayinconsistencia alguna, puesto que lo que la ministra Tohá habría explicado es que conversó con Monsalve recién el jueves, en tanto lo que hizo la noche del 15 fue instruirlo.
En otras palabras, una cosa sería “conversar” y otra cosa sería “instruir”. No vale la pena detenerse en el debate semántico, en cualquier caso artificioso, puesto que lo que importa es que en ambos casos hubo comunicaciones relativas a los hechos en que estaba involucrado Monsalve.
Que en una de esas comunicaciones se hubiere dado una instrucción y en la otra intercambiado mensajes escamotea el problema público envuelto. ¿Y cuál es en este caso el problema? El problema es que el Gobierno y la ministra supieron de la gravedad del asunto con antelación, que de manera imprudente concedieron un lapso en que pudo perjudicarse la investigación y que todo esto lo reconocieron tardíamente. Ese es el problema y él no se puede eludir transformándolo en un asunto relativo al significado de las palabras. Algo preocupante ocurre cuando se usan las palabras o se estipulan significados para eludir los problemas. No es correcto usar las palabras como una neblina sobre los hechos o las situaciones arguyendo un pretendido rigor lingüístico. Otro ejemplo lo dio durante la reciente campaña electoral Marcela Cubillos. Es probable que su fracaso en la elección de Las Condes no se debiera tanto a la remuneración que percibía como a la forma enque ella procuró explicarla.
En vez de reconocer el problema que se había planteado, es decir, en vez de entender lo que causaba la reacción pública (una remuneración alta para lo que parecía un quehacer parcial, el hecho de que ella transitara de la política a la academia de esa forma, etcétera), prefirió recurrir a su innegable elocuencia y transformar el problema en un asunto de libertades y todo ello no con el ánimo de reconocer el problema que se le planteaba, sino en un esfuerzo por negarlo. Es lo que ella hizo al transformarlo en un asunto de libertades, al querer desplazar el asunto hacia una cuestión ideológica.
Y es que, en efecto, si el asunto hubiera sido uno de libertades es obvio que no existía problema alguno; pero si era o pretendía ser de merecimiento, que es lo que al parecer la gente pensó, entonces encubrirlo con palabras, procurando resignificarlo, constituyó un severo error, puesto que la gente, la llamada opinión pública, si bien no necesita que se admita siempre su punto de vista, sí requiere que al menos se la entienda, que se comprenda lo que a ella la irrita y que siente debe ser explicado. Un último ejemplo que quizá valga la pena es relativo al tono del discurso público. El significado de las palabras, especialmente en política, es dependiente del tono que se les da, el énfasis con que se pronuncian.
Pues bien, hoy día, especialmente en la derecha de más a la derecha, se ha ido expandiendo untono similar al que ha impuesto Javier Milei en la Argentina, consistente en la simplificación y el etiquetamiento del adversario, como si el lenguaje de las redes fuera el canon a seguir.
De esa forma el punto de vista de la izquierda se transforma en una identidad social: la de ser “zurdo”, a la que se adosan una serie de características negativas (estatista, controlador de la libertad, ignorante en cuestiones económicas, etc). En la izquierda el asunto no es mejor. Cualquier opinión que se distancie de lo que una minoría de la izquierda de más a la izquierda considera correcto es diagnosticada como proveniente de un facho, de un amarillo, de un conservador.
Ese fenómeno produce el mismo efecto de los ejemplos anteriores: tiende a veces una niebla sobre los hechos (el incidente del subsecretario Cordero), no atiende las objeciones que se le formulan (el caso de Marcela Cubillos), o al etiquetar los puntos de vista y remitirlos a una previa identidad impide evaluar los argumentos (zurdo o facho, poco importa). Nada de eso, sobra decirlo, contribuye al diálogo democrático o a la información de la ciudadanía, sino que, al contrario, enrarece la vida pública y la transforma en un diálogo de sordos.
Lo decía también Ortega y lo repitió en varios de sus ensayos: dóciles al prejuicio inveterado de que hablando nos entendemos, nos desencontramos mucho más que si, mudos, procurásemos adivinarnos. nEsta semana se ha constatado que uno de los requisitos del diálogo usar las palabras para hablar de los hechos, en vez de emplearlas para ocultarlos está resquebrajado en Chile. Lo prueban un incidente del subsecretario Cordero o el caso de la candidata Cubillos..