El recuento de LOS DÍAS DE HOSPITAL DE ROBERTO MERINO
El recuento de LOS DÍAS DE HOSPITAL DE ROBERTO MERINO “Lo curioso es que cuando uno está en esa actitud, entre sapo y turistabarrio, los movimientos son distintos de la gente que vive ahí y va, por ejemplo, a comprar pan.
Merodear, ser un merodeador; me gusta esa palabra”. El libro comienza con una advertencia: “Este diario de vida no fue pensado para la publicación sino como una solución personal ante una circunstancia de mucha incertidumbre”, se lee en Diario de hospital (Ediciones UDP). Roberto Merino, 62 años, pelo largo y barba abundante, sentado en el Tavelli de Providencia donde es cliente frecuente y escribe muchas de sus columnas, cuenta que durante largo tiempo no creyó que esas notas escritas a fines de 1994 y principios de 1995 en la cama de un hospital pudieran despertar interés en otros. Esto, hasta que la editora Cecilia Gajardo se las pidió con la intención de revisarlas y publicarlas. Yo tenía mucho pudor en ese momento respecto a la cosa confesional. Me parecía que no podía caer en la confesión dice, revolviendo el café. Pero en verdad es un escrúpulo que ahora me importa un bledo porque está distanciado.
Merino, autor de dos libros de poesía, Transmigración y Melancolía artificial, y varios que recopilan las crónicas que por años ha escrito en diarios, como San-tiago de memoria, Luces de reconocimiento y Pista resbaladiza, entreotros, dice que han pasado más de treinta años desde que recibió un trasplante de riñón y estuvo dos meses hospitalizado. Yo creo que empecé a escribir ese diario por una cosa de conjurar el tiempo de espera. El día a día, el minuto a minuto, era muy largo. Me aburría mucho. Siempre con una incertidumbre. La verdad es que era una lata y me refugiaba en ese diario. Cuentas que te irritaban mucho las personas con las que compartías la pieza. Sí. Yo había caído varias veces en la clínica y siempre había estado en una pieza solo. Pero esa vez me convencieron de que era mejor una sala común. Había una teoría de que del punto de vista terapéutico era más eficiente. Entonces dije ya, voy a hacerlo. Pero es complicada la cercanía prolongada con otros seres humanos, la intimidad con personas que son desconocidas que están en problemas, enchufadas a monitores, quejándose, hablando en la noche. Suena un poco tragicómico. Hay cosas que me hicieron reír revisándolas, porque las tenía olvidadas. Había un señor que se arrancaba a las fondas y partía caminando, pero lo atajaban en el pasillo.
Otro queescuchaba por la radio que habían metido un gol y gritaba: “¡ Repítanme el gol!”. Era la comedia humana, tantos destinos entrecruzados en una situación precaria y los tipos expresándose en su condición más irreductible: el miedo, el dolor, las locuras de cada uno. Dos años antes, en 1992, Merino se había enterado de que tenía un problema al riñón. Tenía un cansancio tremendo. Me costaba ir a trabajar y no sabía por qué. Increíblemente, me llegaron varios diagnósticos equivocados. Qué raro que haya costado, porque eran síntomas, para un nefrólogo, muy notorios. Pero no fui a un nefrólogo, sino que a otros médicos. Fue una experiencia desoladora saber que estaba enfermo porque me sentía muy mal. Apenas me metieron a unas terapias y me sentí normal, se me pasó todo, volví rápido a la normalidad. Pero eran períodos. De repente recrudecía, hasta que llegó un momento en que ya no tenía vuelta. ¿En qué estabas tú entonces?Fue un período intenso de la vida, estaba la escritura y otras cosas que andaban por ahí. De hecho, nunca me ha gustado hablar mucho porque, en mi opinión, para vivir bien hay que tener cierta prescindencia, no andar por la vida como un enfermo. Eso es fundamental, un acomodamiento psicológico de vivir en la franja de la normalidad, lo que alcanza para varias cosas, como relacionarse con otros. Yo tuve hijos siendo un enfermo crónico. Y nunca paré en ese sentido. ¿Nunca te acomodó llevar la camiseta del enfermo?No, para nada. Y hasta el día de hoy, aunque he tenido secuelas. Ahora estoy pensando que mi papá estuvo hospitalizado dos o tres veces por distintos motivos. Una vez fue mucho tiempo y era muy divertido cuando contaba la vida intrahospitalaria con mucha descripción medio fóbica, pero con humor. Los cuentos de hospital de mi papá eran divertidos. Contaba que había un boxeador de “Guantes de oro”, que era un programa muy visto, al que iba a visitar una enfermera y tiraban en la sala común, en la cama de él. Ese tipo de historias. ¿Cómo era tu papá?A mí me hacía reír, era divertido para describir cosas. Siempre me promovió la idea de que uno podía entretenerse con nada: mirar a un tipo hablar por teléfono y observar los gestos, la pinta. Eso me quedó y tenía que ver con el humor. El merodeadorRoberto Merino creció en una casa que ya no existe en la calle San Isidro, donde había nacido su padre. “Él nunca se fue de la casa, fue mi mamá la que se fue para allá”, cuenta. Ahí, de niño, vivió rodeado de gente mayor que contaba historias de“Horrible, no le tengo ninguna simpatía (al estallido). No le veo ningún valor. Fue como un síntoma; asomarse a algo monstruoso que estaba ahí, en estado larvario”. ODAGLASDRAHCIRotras épocas: sus abuelos, también tías y tíos que llegaban a instalarse por temporadas. Esta casa tenía un vínculo con el pasado bien notable porque mi familia había estado ahí mucho tiempo y no botaban nada. De repente encontraba cajas con revistas de artes gráficas de comienzo del siglo XX, revistas francesas. Y empezaba a cachar cosas. En los años 30 tuvieron problemas económicos, bueno, siempre tuvieron, pero entonces hubo una crisis mundial y ahí mi abuela empezó a hacer clases de arte, de pintura artística y de pintura decorativa. Entonces, también había muchas de estas cosas ahí en una especie de purgatorio temporal, esperando algo, no sé qué. Cuenta que en esa casa, además, había máscaras de familiares muertos fabricadas en yeso. Cada vez que moría alguien, mis tías abuelas hacían estas cuestiones. Pero era algo amable. Estaban en una pieza perdida, ruinosa, y de repente me quedaba mirando las caras de esa gente que no conocí. La literatura también estaba presente. Aunque no tenía una gran biblioteca, su papá contaba con libros que atesoraba, entre ellos las crónicas de Joaquín Edwards Bello que le recomendó leer. Cuenta que además la literatura era parte de la vida social y las señoras memorizaban y declamaban poemas, lo que hacían muchas de sus tías. Había en mi familia unas viejas que recitaban “Las peregrinaciones de Childe Harold”, de Lord Byron. Era una curiosidad de otra época. Les pedían que recitaran y con esa voz cascada se largaban y no paraban nunca. Era una lata. Una vergüenza (se ríe). A los 15 años ya sabía que quería ser escritor, aunque no tenía claro sobre qué iba a escribir.
Estudió Literatura en la Universidad de Chile, y cuando entró a trabajar como ayudante de corrector de prueba a la revista Hoy, a los editores se les ocurrió que él podía hacerse cargo de escribir una columna sobre temas urbanos, algo que siempre lo había rondado, porque le gustan el callejeo y la observación. Y de ahí no paró más. Lo curioso es que cuando uno está en esa actitud, entre sapo y turista en un barrio, los movimientos son distintos de la gente que vive ahí y va, por ejemplo, a comprar pan.
Merodear, ser un merodeador; me gusta esa palabra. ¿Esto de salir a merodear para escribir lo sigues haciendo o ya no lo practicas?¿ Dónde te tocó estar cuando ocurrió el estallido? ¿ Ya vivías en Providencia?Acá, al lado del Drugstore. Fue rarísimo eso. Se produjo un fantasmamiento de los lugares. A una amiga, la Marianne, la conocí acá porque estábamos solos en el café y tuve la necesidad de conversar. Ella estaba consternada con lo que se veía afuera: el humo y había un ruido que era distinto, como que se abombaba la ciudad, se escuchaban los pasos, un grito, un ulular a lo lejos. Un estado de inminencia. Y después vino la pandemia. Nunca pensé que iba a vivir eso.
Germán Marín nos hacía unas bromas a Matías Rivas y a mí, y nos decía: “No piensen que todavía están libres de vivir un exilio, eso puede venir a cualquier edad, de repente cambian las circunstancias”. Nos reíamos porque era impensable. Pero vino el estallido y estuvo a punto de caer el gobierno. Y me acordé mucho de Marín porque tenía razón. Ahora se cumplen cinco años del estallido. ¿Cuál es tu mirada sobre él?Horrible, no le tengo ninguna simpatía. No le veo ningún valor. Fue como un síntoma; asomarse a algo monstruoso que estaba ahí, en estado larvario. Muy extraño. Además que hay una cosa que pasó y dábamos por descontado en Chile: no poder discrepar ante la opinión mayoritaria.
Pero aquí se abrió muy rápidamente una especie de intolerancia que venía como del mundo del espíritu y como que no estaba visible. ¿Te costó muchas peleas tener una opinión distinta sobre la violencia?Yo me peleé con todo el mundo simplemente porque no podía aceptar que esto era una instancia maravillosa; no estuve de acuerdo. Se dio una cosa de la avanzada del irracionalismo muy grande porque solo se validaban las declaraciones, consignas y descalificaciones. Pero cuando alguien hablaba con datos o una visión objetiva, era descalificado inmediatamente. En una discusión que se dio en Facebook cuando un gallo entró a argumentar algo, una niña dijo: “Ah, no, vamos a empezar con los argumentos”. Cuando esa es la respuesta, está todo perdido. No, nada. Muy poco. Ahora camino casi sin mirar. Voy discurriendo.
Como que cambié la frecuencia. ¿Cómo fue saber que tenías ese problema y que llegarías a necesitar un trasplante?. El escritor se demoró treinta años en animarse a publicar un texto íntimo, con las notas que tomó para matar el tedio y la incertidumbre mientras estuvo hospitalizado luego de un trasplante de riñón: Diario de hospital. Sobre la enfermedad dice: “Hay que tener cierta prescindencia, no andar por la vida como un enfermo. Eso es fundamental, un acomodamiento psicológico de vivir en la franja de la normalidad. Yo tuve hijos siendo un enfermo crónico. Nunca paré en ese sentido”. POR CAROLA SOLARI en un