"Mosciatti es el Presidente que quiere Chile"
"Mosciatti es el Presidente que quiere Chile" El escritor Gonzalo Maier. E scribe subrepticiamente, como quien quiere pasar inadvertido, sin levantar la voz. Sus libros son breves, precisos, y se mueven entre personajes excéntricos y observaciones irónicas sobre la vida cotidiana. Gonzalo Maier (Talcahuano, 1981), escritor y cronista, desconfía de los discursos que pontifican y de la literatura que pretende dar lecciones. Prefiere el terreno ambiguo, donde las certezas son siempre provisorias. Su nuevo libro, «¡Milagro! » (Ediciones UDP), rescata la figura de Violeta Quevedo, escritora que nació cuando Chile peleaba la Guerra del Pacífico y que murió en el país de Eduardo Frei Montalva. Viajera, católica, hipocondríaca y aristócrata venida a menos, vivió en pensiones, casa de familiares y conventos de Santiago mientras cultivaba un pequeño círculo de lectores entre los que se encontraban Alone y Joaquín Edwards Bello. Bajo el seudónimo de Violeta Quevedo, Rita Salas Subercaseaux escribió sobre milagros y viajes, buscó el reconocimiento crítico y acabó convertida en una autora de culto, símbolo de una clase social que se desvanecía lentamente. En esta entrevista, Maier reflexiona sobre su atracción por los personajes que no encajan y ofrece una mirada crítica sobre Chile.
Ve en la búsqueda de certezas un signo de la época y pone como ejemplo a Tomás Mosciatti, convertido en una suerte de Presidente simbólico para un país que necesita que alguien le indique qué hacer. "Me atrae cierta dimensión fantasmal" --La clase alta chilena suele ser hermética. ¿Cómo lograste acceder a los familiares de Violeta Quevedo para reconstruir su historia? --Creo que ahí hay una trampa. Tu aseveración es cierta, la clase alta chilena es súper quisquillosa con el acceso a la información. Pero en este caso ha pasado mucho tiempo. Ya no hay familiares directos, no hay hijos ni nietos. Además, Violeta siempre tuvo ese lugar de "la señora excéntrica", de la oveja negra. Por ejemplo, en «El Mercurio» encontré un artículo de comienzos de los 80 donde muchos la pelaban con ganas. Y creo que eso solo ocurre porque la ven como un "otro": parecida, pero corrida del eje, alguien que se salió de la norma. Si la vieran como parte del clan más cerrado, eso no pasaría.
Este tipo de personajes me permitieron explorar, en este caso, la decadencia de la oligarquía santiaguina. --La familia de Violeta Quevedo compraba todos sus libros para evitar que circularan, porque les daba vergüenza. --Violeta retrata muy bien la sensación de ya no tener plata, de no tener casa donde vivir, de tener que salir.
Me gusta una cita de Joaquín Edwards Bello en la que cuenta que paseaba por el centro de Santiago y veía, en las ventanas de esos palacios antiguos, mantequilleras de plata en venta, y se dice: "Ahí hay una novela". Es el paso de la economía agraria a la ciudad, donde se deshacen fortunas y se crean otras. Quedan estos personajes que siguen viviendo como aristócratas, pero sin nada. Igual lo siguen siendo y eso tiene algo medio dandy. Solo que en este caso, además, es una mujer. Si hubiera sido hombre, habría sido leída con más gentileza. Y Violeta tenía, además, estos delirios místicos. La construcción de su figura pública estuvo muy marcada por esa idea de que esta señora no sabía lo que estaba escribiendo. --César Aira sostiene que leer a Violeta Quevedo produce risa y admiración. Tú propones no descartar ninguna. ¿Desde qué lugar la leíste tú para presentarla a los lectores? --Como dice Aira, tú no sabes si te estás riendo de ella o con ella. Y creo que hay dos lecturas que se han hecho: la primera es leerla como la vieja loca, ingenua, que escribe sus delirios sin conciencia. La segunda es la de Braulio Arenas, que la lee como una surrealista. Y luego está mi lectura, que es más natural que teórica, una tercera vía, como entre Tony Blair y Buda, que no opta por ninguna de las dos anteriores. La acepto como es, me rio y lo paso "Es como Dorothy Pérez; todo el mundo la ama porque es como la inspectora de colegio.
Y todos quieren un inspector de colegio, el mala onda, el que realmente pone orden", dice este escritor que acaba de lanzar el libro «¡ Milagro! », que rescata la figura de la escritora Violeta Quevedo. F O T OGR AFÍA : CL A UDIO COR TÉ S. Daniel Rozas Gonzalo Maier: "Mosciatti es el Presidente que quiere Chile". "Mosciatti es el Presidente que quiere Chile" bien. Si la lees de un tirón, te das cuenta de que con el tiempo su escritura se vuelve más autoconsciente.
Y en medio de sus delirios místicos aparecen frases como: "Todo se concibe con el favor del Señor y, si no, con la cuña de los conocidos". --¿ En qué momento Violeta Quevedo logra construirse como escritora y dejar de ser vista como una solterona? --Creo que cuando muere su madre, pierde la casa y empieza a publicar, Violeta encuentra una identidad. Antes de eso casi no hay rastros de ella. Al dejar la casa deja de ser solo una solterona y se transforma en escritora. Por primera vez se atreve a hablar, salir y existir como personaje excéntrico del centro de Santiago. La familia quería que fuera monja, pero ella tenía una pulsión por el no encierro, por recorrer el mundo. En Santiago jugaba de local, se sentía dueña de la ciudad, con un desparpajo casi infantil. Pero su carrera fue un fracaso tras otro. Quería ser leída, reconocida como escritora, y buscó estrategias: se acercó a Alone, persiguió a los críticos. Su primer contrato fue por «Las antenas del destino», gracias a Leopoldo Castedo, que incluso le pidió a Mauricio Amster la portada. Quería entrar en ese mundo, pero nunca lo logró.
El único que realmente le prestó atención fue (Eduardo) Anguita. --El final de la vida de Violeta Quevedo es triste y solitario. --Ya media loca o perdida, andaba con una bolsa donde echaba comida y una libretita con los datos de la casa donde vivía y el teléfono, porque se perdía. Su hermana muere diez años antes y ese trayecto final debe haber sido muy triste. Deja de publicar; en esos últimos diez o doce años no escribe nada.
Su último texto fue el que salió póstumo, «Saliendo de un abismo y no sé más». Son esas dos muertes las que marcan su vida, la de su madre, que la lleva a escribir, y la de su hermana, que la detiene. Ya no viajó más después de la muerte de la hermana. Y se encierra. No sé si en un manicomio propiamente tal, pero sí en una casa donde cuidaban a gente enferma, con distintos tipos de problemas.
Ella se escapa de ahí y pide que la manden a Quilpué. --Más allá de la tristeza y la soledad, ¿qué hace fascinante a Violeta Quevedo como personaje? --Yo creo que fue una vida súper triste, solitaria, que ella supo retratar con humor y con gracia. Es un personaje que está fuera de todo. Lo que tú esperarías que haga, no lo va a hacer; va a hacer lo contrario. Y eso siempre es fascinante.
Es un personaje muy rico porque tiene un mundo interior enorme, muy construido, que casi no necesita lo exterior. --Ella habla de milagros, de ángeles, pero también de negocios y viajes. ¿Sientes algún parentesco con su capacidad de superponer planos narrativos al escribir? --La respuesta corta es sí. Me gusta esa idea. Hay muchas cosas de la literatura de Quevedo que me gustan, aunque no sé si puedo extrapolarlas o apropiármelas en lo que yo hago. Pero sí me atrae cierta dimensión fantasmal. En «Piña», por ejemplo, la novela es sobre un artista que ve el fantasma de una curadora de arte que se le aparece. También hay un algo con el humor, la ironía, cierto coqueteo con la pelotudez. El "arte boludo" del que habla el artista y teórico Luis Camnitzer.
Ese mundo me interesa: no sé si es naif, pero sí un coqueteo con la ingenuidad. "Me encuentro la razón un día y medio como máximo" --Guillermo Blanco escribe algo bonito sobre el estilo de Quevedo: la "nostalgia de las propias inocencias perdidas". --Me interesan los personajes excéntricos, los que están un poco fuera de lugar, los que no son muy mirados. Creo que donde más se percibe eso es en «Una novelita rusa», un libro mío que salió en España y que en Chile casi no circuló.
Es la historia de un ajedrecista chileno muy pinochetista que, cuando llega la perestroika y cae el Muro, dice: "Bueno, este es mi momento, voy a ir a jugar ajedrez con los rusos para ganarles". Ese tipo de personajes me interesa. Los que quedan un poco fuera de la historia. También hay una mirada irónica que yo creo que tengo mucho más intelectualizada, más consciente. Me cuesta mucho ser sentencioso. Me molestan los juicios.
Vivo en un terreno de grises donde me cuesta hablar con seguridad sobre cualquier cosa, porque tiendo a ponerme en el lugar del otro. --Ese se supone que debería ser el lugar del artista. --Sí, claro. Tratar de pensar contra ti mismo. Yo trato de contradecirme mucho. Una de las cosas que más me gusta es la contradicción. Intento hacer un libro y, en el siguiente, contradecirme un poco. Trato de no quedarme con la razón. Me encuentro la razón un día y medio como máximo. Después cambio de opinión. Y me parece muy sano, muy Montaigne, muy de esa tradición del ensayo. Tratar de pensar contra ti mismo y, de paso, contra todo lo demás. --Después del estallido social, la pandemia y los procesos constitucionales, Chile parece vivir atrapado en un ruido político constante.
Cada día se agitan los fantasmas: la ultraderecha, el comunismo. ¿Este escenario polarizado te sirve como material literario? --Me sirvió en «Mal de altura», la novela sobre un profesor de filosofía que debe hacerle clases de ética a un empresario condenado por la justicia. Ahí está mi interés por pensar los 30 años y hasta qué punto uno cree en lo que cree. Esa reflexión sobre esos años coincidió con la escritura de la novela. Ahora, todo me tiene muy cansado. Todo tiene que ser espectacular, histórico, chocante. Y a mí no me interesa nada que sea impactante, ni grandilocuente. Es como la cultura del escándalo. Están todos muy escandalizados por algo, con un tono muy estridente. Creo que eso se ve claramente en la política. No sé, yo paso de eso completamente. --Fui al Museo de Bellas Artes y me impresionó el contraste entre Roberto Matta y Janet Toro.
Matta desconcierta con su lenguaje creativo y misterioso; Toro, en cambio, opta por un camino pedagógico. ¿Sientes que hoy el arte tiende a decirnos cómo debemos sentir, en lugar de dejarnos completar la obra por nuestra cuenta? --Pasa mucho.
En las novelas de hoy, los discursos están muy claros. "Esta es una novela sobre ecología, sobre alguien que lucha contra una salmonera o una pesquera; o esta es una novela sobre gente en tal posición de opresión". A mí los temas no me interesan. Si vas a jugar políticamente en literatura, yo preferiría que juegues en el lenguaje, que juegues en la forma. Pero la tematización de los problemas, como lector, me resulta poco interesante. Entiendo que haya gente a la que sí. Pero yo paso, literalmente, de películas temáticas donde "el tema de esta película es el aborto" o "el tema es tal cosa"; no me interesa. Quiero ver una buena película, leer un buen libro, leer un poema lindo.
No quiero que me eduquen ni que me instruyan. --Tus libros evitan las certezas. ¿Nunca has sentido la tentación de entregar un mensaje más claro? --Es algo personal, quizá psicoanalítico o estético, pero no me interesa cerrar conversaciones; me parece lo más aburrido del mundo. No tengo vocación de autoridad ni de guía. Incluso como profesor soy muy poco profesor, demasiado dialogante. Me atraen los espacios grises, donde uno puede interpretar y nadie tiene la última palabra. Eso es muy poco vendible, porque no hay una idea taxativa ni un mensaje que se pueda resumir en un hashtag.
No defiendo a nadie ni a nada, y eso hace que mi trabajo sea difícil de convertir en un concepto claro o un eslogan. --Tomás Mosciatti hace editoriales de 50 minutos donde critica un país donde nada funciona. ¿Qué te pasa con ese estilo de crítica permanente? --Bueno, Mosciatti es la encarnación de la grandilocuencia, de la certeza absoluta. Creo que es el signo de los tiempos. Mosciatti es el presidente que quiere Chile. Es alguien que te dice qué está bien y qué está mal. Es como Dorothy Pérez; todo el mundo la ama porque es como la inspectora de colegio. Y todos quieren un inspector de colegio, el mala onda, el que realmente pone orden. Hay una necesidad enorme de marcar muy claramente el bien y el mal, de tomar partido. En Chile, todas las orillas, todos los bordes crecen, mientras el centro queda vacío. Entonces, me parece comprensible que Mosciatti ocupe el lugar que ocupa. Ahora, a mí no me interesa mucho. Es muy ajeno a mi forma de ver el mundo. Pero entiendo su éxito. Hay mucha gente con una gran necesidad de guía, de que alguien les diga qué hacer. Todo me tiene muy cansado. Todo tiene que ser espectacular, histórico, chocante. Y a mí no me interesa nada que sea impactante, ni grandilocuente". En Chile, todas las orillas, todos los bordes crecen, mientras el centro queda vacío. Entonces, me parece comprensible que Mosciatti ocupe el lugar que ocupa"..