Tragedia escolar
Tragedia escolar N adie debiera sentirse sorprendido por la tragedia que se ha desatado en el Internado Nacional Barros Arana, INBA.
Si durante más de quince años se han venido registrando hechos de violencia protagonizados por estudiantes y, más aún, en casi todos los disturbios los jóvenes han utilizado bombas molotov como arma central, tarde o temprano iban a terminar por provocar un accidente. Pues bien, el previsible incidente finalmente se produjo el pasado miércoles, dejando a varios de ellos con su vida en peligro. Tal vez la intención de muchos era la de provocar esos daños en las fuerzas policiales, pero algo salió mal y terminaron sufriendo ellos mismos las lesiones. Esa arma potencialmente letal también había sido utilizada en alguna oportunidad como amenaza en contra de profesores, inspectores y directivos de varios establecimientos. Incluso, manipulando la bencina, se ha rociado con ella a más de un docente como forma de intimidación. El despliegue continuo de una violencia sin precedentes en algunos colegios ha alentado la sospecha de que existen adultos y grupos políticos impulsando estas acciones. Las primeras manifestaciones estudiantiles verdaderamente inquietantes comenzaron en la primera administración Bachelet, en 2006. Poco después, en una instancia de diálogo, varios profesores comenzaron a agitar una asamblea que culminó con un jarro de agua lanzado por una niña de 14 años contra la ministra de Educación de entonces. El presidente del Colegio de Profesores, y su madre, simpatizaron con la alumna y pusieron fin al diálogo. Años después, se permitió que exmiembros del Frente Patriótico Manuel Rodríguez, con experiencias de terrorismo, dictaran conferencias en el Instituto Nacional, invitados por alumnos. Han contado estos con el respaldo de algunos pocos profesores comprometidos con el activismo revolucionario y desde entonces, año tras año, la indisciplina y la violencia han ido en aumento. No es posible analizar esta grave situación sin examinar la responsabilidad de quienes tenían la autoridad en esos años iniciales de la protesta. La mayor parte de la rebeldía se produjo en Santiago, donde el municipio, como sostenedor de los colegios emblemáticos, era el responsable final de su funcionamiento.
Pero los sucesivos alcaldes --entre ellos, la actual ministra del Interior-no supieron cómo detener la escalada; peor aún, esta última asumió inicialmente una doctrina que, en los hechos, se abstenía de desalojar las tomas que fueran aprobadas por mayoría de votos. Tampoco los gobiernos supieron contener la situación. Ahora parece claro que es necesaria una actitud más enérgica, aunque hasta esta tragedia no se había advertido una reacción decidida de la autoridad. Hace años, el Congreso aprobó una ley llamada Aula Segura, que --han denunciado exrectores-la actual alcaldesa de Santiago no permite aplicar en la comuna. La actual rectora del INBA, pese a los antecedentes de años, ha calificado lo sucedido como un "hecho aislado", minimizando así el problema. El ministro de Educación sí parece finalmente entender la seriedad de la situación y cabría esperar medidas claras, con cambios de autoridades que no han estado a la altura de las gravísimas circunstancias. Incontestable responsabilidad tienen quienes no enfrentaron la violencia en sus orígenes..