Autor: Edward Rojas Vega
Aumen: A un paso del cincuentenario (20) el minuto azteca
Su fama de poeta lo hizo m e r e c e d o r, el año 79, de una invitación de la ACP Agrupación Cultural Penquista, para dar una serie de recitales en distintos lugares de la octava región.
Esta incluyó una lectura de poemas, nada menos que en el Aula Magna de la Pontificia Universidad Católica del Bío Bío, recital en el que participó también la folclorista chilota Rosario Hueicha, donde encantó al público asistente con su poesía delirante y un lenguaje contradictorio lleno de fantasía e imágenes sublimes, como los de su poema «Chiloé, la isla del encanto». Un día me encontré con él volviendo de la Isla de Quinchao, donde iba todos los sábados a dictar un taller de arte para niños en el Liceo Ramón Freire, invitado por las monjas filipenses, las que me encantaban por lo trasgresoras que para ese tiempo eran. Mi amiga, la hermana Luisa, superiora de la congregación, se movía en bicicleta y había cambiado los hábitos por unos jeans, rotos y gastados.
Fue al subir al bus rural que hacía el recorrido desde Achao a Castro, buscando mi asiento en medio de los isleños que subían con cuelgas de cholgas ahumadas en sus manos, cuando me di cuenta de que este asiento era justo el del lado de Hirohito, que miraba distraído por la ventana, la que reflejaba sus oscuros ojos, verdes, que se fundían con las islas del Archipiélago presentes en el paisaje.
Me senté a su lado y nos fuimos conversando, de sus recitales en Penco y de cómo estos habían enriquecido su poesía y mientras cruzábamos el canal Dalcahue en esos antiguos trasbordadores de madera, le pregunté si estaba escribiendo algo.
Como respuesta sacó de un bolso de lona color marrón, un cuaderno de 200 páginas, de tapa dura, marca Colón, el que -golpeando con sus nudillos la tapa de cartónme mostró diciendo:Estoy escribiendo un libro de 200 poemas. Muéstramelo -le digo. No, porque me puedes copiar -me responde. Anda, muéstramelo. No seas mala onda, qué te cuesta -vuelvo a insistir. Bueno -me dice y me muestra a corta distancia ese cuaderno de tapas verdes con la carabela de velas infladas navegando en su portada. Te lo voy a mostrar solo un minuto -me advierte al instante en que el trasbordador se acerca a la playa-. No me vayas a copiar. Abre el cuaderno con mucho cuidado, realiza un pausado paneo por cada hoja del voluminoso trabajo y me lo pasa. Yo esperaba encontrar largos e interminables poemas.
Sin embargo, quedo completamente sorprendido al descubrir, con gran sorpresa, que la primera página solo tenía el título de un poema, y lo mismo sucedía en la segunda, tercera y cuarta páginas, y así hasta llegar a la 200. El cuaderno tenía solo títulos de poemas. El libro de poemas de Hirohito, sin duda, era tan delirante como él, ya que lo que tenía en mis manos era un cuaderno con 200 títulos de poemas por escribir, uno en cada hoja. Como ves, ya tengo los 200 títulos, ahora me toca escribir los 200 poemas, me dijo muy orgulloso, mientras el trasbordador bajaba su rampla sobre la playa y el bus encendía el motor. El poema por escribir en la primera página tenía un título inolvidable. Se llamaba «el minuto azteca». Después de este episodio nunca volvimos a hablar sobre el tema, ni nunca más supe de su proyecto literario. Es que Hirohito, luego de desistir seguir estudiando Corte y Confección en el Politécnico, consiguió trabajo como cartero del pueblo.
Como traía tal, cada vez que nos correspondencia al Taller Puertazul donde proyectábamos, con Renato Vivaldi, modernas casas chilotas, entraba con su mirada esmeralda absorta en un paisaje imaginario, recordándonos que estábamos frente a unpoeta extremadamente original, porque cuando tiraba suavemente las cartas sobre una mesa, nos decía: Ahí están sus cartas. Lo que es yo, me voy con una estrella clavada en cada mano. Un día cualquiera desapareció. Durante décadas no supimos nada de él. Era como si se lo hubiese tragado la bruma de la historia. Dicen que el poeta Héctor Veliz, lo vio convertido en un falte o buhonero chilote recorriendo las islas del Archipiélago. Sin embargo, hace poco, hablando por SKYPE con Carlos Alberto Trujillo, le pregunté al poeta que hoy vive en Filadelfia, si sabía algo de Hirohito. Me comentó que lo último que supo es que se había ido a vivir a Queilen, donde se volvió pastor evangélico y se contrató como obrero de una planta procesadora de salmones. Allí se convirtió en dirigente sindical, lo que lo llevó a imaginar una nueva acción políticopoética, lanzándose de candidato a alcalde.
En una hoja impresa a roneo, prometía que las interconsultas médicas ya no serían más entre la posta de Queilen y el Hospital de Castro, sino que entre la posta de Queilen y el Hospital Evangélico de Minnesota. Prometía que conectaría Queilen con Isla Tranqui a través de un gran puente o, en su defecto, por un servicio de submarinos.
Y me contó además que detrás del panfleto -que jura haber visto-, el niño zorro, sastre, poeta, cartero, buhonero, pastor, obrero y candidato a alcalde, daba toda clase de garantías de honestidad y buenas intenciones, por ser el único entre todos los candidatos a alcalde de Ia comuna, que era apoyado por su hija. Desde aquella incursión nunca más supe de él. La última vez que lo vi fue hace algunos años cruzando la esquina de la plaza, en la calle San Martin. Iba absorto en su mundo propio. Tenía, sin embargo, en su rostro, una sonrisa similar a la del Guasón. Movía, como un zorro, de un lado a otro la cabeza, buscando algo con sus ojos, como si estuviera en ese instante decidiendo a dónde ir. Lo miré para saludarlo. No me vio. Su mirada esmeralda me traspasó como si fuese invisible. Por cierto, yo ya no habitaba en su galaxia. Castro 2014Por: Carlos Trujillo.