Tarifas eléctricas: de mal en peor
Tarifas eléctricas: de mal en peor P ulsión casi natural de una clase política en crisis es la intervención de los mercados. Primero, porque desconoce las consecuencias de esas intervenciones en los incentivos que mueven a los agentes económicos. Segundo, porque le permite escudarse en terceros --típicamente el sector privado-para evadir sus propias responsabilidades. Y, finalmente, porque, al no internalizar los costos de largo plazo, medidas como, por ejemplo, la fijación de precios pueden ser útiles instrumentos electorales. En el pasado, el reconocimiento transversal de los efectos negativos de la intervención irreflexiva e interesada del Estado sobre los mercados fue un pilar de nuestro modelo de desarrollo. Hoy, en un contexto de deterioro de las instituciones y declive en la calidad de la política, ese pilar parece debilitarse.
La situación en torno al congelamiento de las tarifas eléctricas --iniciativa que nació en la segunda administración Piñera como una de las respuestas al estallido de violencia de 2019, y que en principio estaría limitada a un tope de US$ 1.350 millones-ilustra con particular crudeza la dificultad de detener el intervencionismo una vez que este ha sido permitido.
La deuda, que ha llegado a un monto de más de 6 mil millones de dólares, representa una acumulación transversal de irresponsabilidades que el país --es decir, las personas-tendrán que pagar de una u otra forma. Una alternativa, aprobada por el Congreso en abril pasado, supone el sinceramiento de los costos de la energía y la devolución de lo adeudado.
Esto implica aumentos en las cuentas de luz de hasta un 60%, lo que se compensa con un nuevo subsidio destinado a las familias situadas en el 40% más vulnerable del Registro Social de Hogares y que estén al día con sus pagos.
Pero, aunque tal iniciativa recibió una aprobación transversal, ahora, llegado el momento de proceder a las alzas, ha desatado una crisis política en que los mismos parlamentarios que la apoyaron se rebelan contra ella y anuncian acciones de todo tipo (hasta recursos judiciales) para impedir su aplicación. Por cierto, al analizar cómo se llegó a esto, no cabe obviar el papel jugado por el propio gobierno, que hoy habla de "sacar lecciones" de este episodio. Tal vez una primera de esas lecciones sería asumir su responsabilidad en la amplificación del problema, cuando, en 2022, al alcanzarse los topes inicialmente fijados, impulsó una ley que en los hechos extendió el congelamiento. Con ello, a dos meses del primer plebiscito constitucional, evitó las alzas, pero permitió que la deuda se multiplicara hasta los actuales US$ 6 mil millones. Postergar las obligaciones está lejos de ser consistente con la idea de responsabilidad fiscal.
Mención aparte merece, en tanto, el rol del BID como una fuente de financiamiento para sostener esa "estabilización". Ahora, frente a la presión política contra la solución ya aprobada como ley, la administración apuesta por extender los subsidios. Ello, por supuesto, significará el empleo de más fondos públicos, por lo que el debate ha estado centrado en nuevas fuentes de financiamiento para un subsidio originado en la irresponsabilidad política. Entre las ideas barajadas se encuentran la instauración de un impuesto sobre el carbón, justificado argumentativamente como un tributo verde. Poco parece preocupar al Gobierno la inconstitucionalidad de los impuestos con fines predeterminados. El principio de no afectación, central en nuestro orden público económico y clave para evitar un uso distorsionado de los mecanismos tributarios, parece un recuerdo lejano para el Ejecutivo.
A lo anterior se suma la idea de generar subsidios cruzados entre clientes --los pagos de unos subsidiarían el consumo de otros--, obviando las implicancias que esto tiene sobre el comportamiento de esos clientes, sobrecargando los costos de sectores como la minería y extendiendo, además, el intervencionismo del Estado sobre las tarifas de servicios esenciales. Frente a este escenario, no parece prudente descartar un impacto reputacional. Los inversionistas privados probablemente reevaluarán los riesgos asociados a participar en un sector donde se observan tales niveles de improvisación. Basta mirar la región para comprobar la responsabilidad del intervencionismo estatal en el deterioro de la calidad de los servicios públicos por la falta de inversiones. Es preocupante la miopía política frente a este y otros riesgos. Seguir extendiendo el intervencionismo del Estado en las tarifas de un servicio esencial agrega nuevos problemas y costos..