La ruta gastronómica de Santos Guerra
La ruta gastronómica de Santos Guerra "Lo recuerdo en la fachada del restaurante, con una mesa pequeña, sus pinturas y ropa de trabajo. Estaba remarcando sus dibujos con un plumón en el muro blanco. Yo me sentaba afuera con él y lo veía pintar, mientras conversábamos". El que habla es Marcelo Cicali, dueño del Liguria. Fue en ese restaurante, a comienzos de los años noventa, donde la obra de José Santos Guerra comenzó a ganar visibilidad. Pero la relación entre ambos venía de antes.
Se conocieron en el desaparecido Bar Berri del barrio Lastarria, donde el artista ya dejaba rastros con sus cuadros llenos de colores y escenas de trazos gruesos que parecían sacadas de un sueño. "Ese bar era de mis tíos.
Yo pasaba, tomaba una cerveza, y ahí conocí a Santos, que pintaba cuadros y era amigo de mi tío (Eduardo de Azcuénaga). Ahí vendía algunas de sus obras y aprovechaba para conversar con los clientes", recuerda Cicali. Poco después, cuando abrió el primer Liguria, en avenida Providencia cerca de Tobalaba, sus tíos le regalaron algunos cuadros pequeños del artista. Santos Guerra no tardó en frecuentar el nuevo local, y Cicali le compró más pinturas, sin saber que, con el tiempo, esas obras terminarían dándole alma e identidad al restaurante. En 1996, Santos Guerra pintó un mural en el Liguria de Pedro de Valdivia.
Nunca había hecho uno antes. "A mí se me ocurrió la idea, pero él no los hacía", relata el empresario. "Entonces le dije: `Pero Santos, si es como un cuadro grande, nomás". La relación con el restaurante se estrechó a medida que crecía la amistad entre ambos. El pintor solía ir los domingos, y su presencia no pasaba inadvertida. "A los parroquianos de siempre les llamaba mucho la atención ver a este señor ahí, pintando", dice Cicali. Pronto, Santos Guerra empezó a hablar con ellos y a conocerlos. Incluso retrató a algunos en el mismo mural. Cicali también fue testigo de cómo Santos Guerra se relacionaba con los garzones con una cercanía silenciosa, y solía pedir platos tradicionales en versiones pequeñas: una cazuela, un trozo de carne, algo simple.
Lo recuerda mezclando colores con la misma naturalidad con que tomaba café o un vaso de vino y saludando con un gesto leve a quienes pasaban, siempre concentrado en su obra. "Tenía un universo propio que lo acompañaba a todas partes", dice. Cuando relata el momento en que se enteró de su muerte --el 7 de febrero de 2016--, Cicali suspira hondo. Estaba solo, en la playa, y en su habitación había una pintura en tonos azules. Aquella mañana, al despertar, dice que vio que la luz que entraba por la ventana teñía la pieza con esos mismos colores. Justo entonces sonó el teléfono: le avisaban que Santos Guerra había muerto.
Lo cuenta con una mezcla de melancolía e incredulidad. "No me acuerdo del día exacto... porque aún lo recuerdo vivo". Carlos Guerra describe a su padre como un hombre amable, sensible y lleno de contrastes: silencioso, pero conversador; tranquilo, aunque a veces nervioso. Antes de convertirse en pintor autodidacta, pasó por múltiples oficios: fue oficinista, trabajó en una AFP, vendió seguros e, incluso, incursionó en las exportaciones junto a un socio chino, hasta que quedó cesante. Nació el 1 de noviembre de 1938, Día de Todos los Santos, en Valparaíso. De ahí su segundo nombre: Santos. En "Santos Guerra.
La república de sus sueños", la periodista Carmen del Villar reconstruye parte de esa infancia, marcada por las ausencias de su padre, un marino mercante, y la constante presencia de su madre, quien fue su primera influencia artística. Juntos pintaban naturalezas muertas: duraznos, sandías. "Indudablemente de ella heredé el amor por la pintura", dice el pintor en el libro. Su primer cuadro lo recuerda como un juego. Tenía seis o siete años, cuando encontró una camisa vieja, la rompió, la pintó con lápices de colores y la clavó a una tabla. A su madre le encantó. En su juventud se trasladó a Santiago y más tarde vivió con su familia en una zona rural de Talca. Finalmente regresó a la capital y, a mediados de los 80, con 43 años y sin trabajo, se volcó a la pintura, tanto como una forma de sustento como de terapia. Comenzó pintando sobre pequeñas tablas de madera, de apenas 20 por 25 centímetros.
En ellas fue dando forma a un universo colorido y alegre, poblado de gatos, flores y circos, sin atarse a las reglas de la proporción ni de la perspectiva, sello distintivo de su estilo naíf. "Nunca asistió a una academia, y pronto le empezó a ir bien", comenta su hijo Carlos. Amanece rápido en el barrio El Golf. Entre los modernos edificios de vidrio que dominan la calle Apoquindo, resalta la antigua casona del restaurante Happening, que aún conserva su esplendor. En el segundo piso, dentro del salón VIP, cuelgan dos obras de José Santos Guerra: cada una retrata una vaca. "Estas fueron un pedido que le hice", comenta Rodrigo Safrana, dueño del lugar. Para ambos era un trueque: el artista le daba pinturas y él no le cobraba los platos que consumía. A veces también le hacía descuentos, porque eran amigos, y el artista, como retribución, regalaba cuadros pequeños a clientes y meseros. Safrana relata que la amistad entre ambos nació gracias al arte y al barrio. El vínculo comenzó en los años 90, cuando él aún no incursionaba en la gastronomía y trabajaba como fotógrafo, con un taller en Providencia, entre Antonio Varas y Manuel Montt. Eran vecinos y así se conocieron. Coincidían seguido: Safrana iba a revelar sus rollos, y el pintor a veces le pedía que lo acercara a Avenida Providencia. Recuerda cuando se dio cuenta de que al pintor le faltaba un dedo de la mano izquierda.
Estaba afuera del taller para ir a dejar unos rollos fotográficos al laboratorio, y Santos Guerra le preguntó una vez más si podía llevarlo. "Ahí el viejo se mete al auto y yo estoy tan apurado que no me doy cuenta de que todavía tiene la mano afuera y cierro la puerta. Siento que pega un grito, veo que se agarra la mano y ¡ no le veo el dedo! Yo no sabía que a él le faltaba uno.
Le dije: 'Santos, hueón, ¡te corté el dedo!'. Y él me responde: `No, me lo corté hace mucho tiempo, pero casi me sacas otro'". Mientras habla, Safrana humedece su tabaco con trozos de manzana en un bowl de aluminio. "Era un muy buen tipo", dice. "Siempre pedía lo mismo: una milanesa. Habitualmente venía de paso, a cambiar los cheques que le daban por sus pinturas, y aprovechaba de sentarse un rato en el local. Se ubicaba en la barra, a la entrada, lo que le daba la posibilidad de hablar con algunas personas". Con el tiempo, Santos Guerra dejó de ir y perdieron el contacto. Pero Safrana habla de él como si nunca se hubiera ido del todo. "Él pasaba un rato agradable aquí", dice con nostalgia.
Al principio, su familia, conformada por su esposa, la profesora Bessie Navia, y tres hijos, no entendió el cambio. ¿Pintar así, de la noche a la mañana, y con una dedicación absoluta al oficio? Pero a los dos o tres años ya estaba vendiendo sus cuadros. Los ofrecía de puerta en puerta y de bar en bar, hasta que lo invitaron a participar en la exposición colectiva Supermerc Art, en el Centro de Extensión de la Universidad Católica, en 1989.
En ese momento, su obra comenzó a ser reconocida, lo que le dio la oportunidad de exponer, incluso, en el Museo de Bellas Artes, además del Taller 619, la Plaza Mulato Gil y el Centro Cultural de Providencia. Era bohemio, pero no bebedor, cuenta Carlos, su hijo menor. Amaba la ciudad. Le gustaba caminar por el centro, por Providencia y por Lastarria, apoyado en su bastón. Luego se iba a su taller--primero en La Reina, luego en Ñuñoa--, donde se encerraba a pintar. Necesitaba estar solo y tranquilo, acompañado únicamente por la música. Escuchaba jazz, en especial a John Coltrane, pero también tangos, boleros y, a veces, a Los Tres.
En un video realizado para el restaurante Liguria, el propio artista definía su obra como "muy onírica, muy etérea, muy lúdica (... ). Yo no me imagino sentado, no trabajando con el pincel; eso me da mucha alegría, energía, la fuerza para vivir". Carlos Guerra destaca que su padre construyó un mundo pictórico singular, repleto de recuerdos de su juventud en Valparaíso, personajes con barbas y figuras que emergían de su mundo interior. Su gran referente, dice, fue siempre Marc Chagall.
Ubicado en pleno Barrio Italia, el restaurante Da Noi es tan conocido por sus pastas como por el mural que adorna su fachada: un enorme señor de barba blanca que no es otro que el propio José Santos Guerra. Lo pintó él mismo, tras entablar una amistad con Juan Ponce, el primer dueño del local. Hoy es su hijo, Luis Ponce, quien está a cargo de la trattoría. Luis recuerda que su padre y Santos Guerra se conocieron en los 90, cuando el pintor recorría el barrio con sus obras bajo el brazo, ofreciéndolas en cafés y tiendas del barrio. Eran pequeñas tablas de madera, llenas de color. Descubrieron que ambos eran porteños, nacidos el mismo año y que de niños habían estudiado en escuelas vecinas. Compartían recuerdos similares de Valparaíso, lo que selló una amistad que perduró por años. Luis Ponce relata que, cuando Santos Guerra llegaba con sus cuadros, se quedaba horas conversando con su padre. El artista siempre pedía lo mismo: fetuccini a la boloñesa.
Por su barba frondosa y su pelo blanco, los empleados del Da Noi le tenían un apodo: "El viejito pascuero". Su relación con el restaurante fue tan estrecha, que el pasado 15 de abril el Da Noi fue el lugar elegido para celebrar la creación de la Fundación Santos Guerra. Rodeados de sus obras, familiares, amigos y admiradores --entre ellos el alcalde de Ñuñoa, Sebastián Sichel--, se reunieron para homenajearlo. El director de la fundación, Jorge Pereira, explicó que la iniciativa busca preservar y difundir el legado del pintor. Allí, Luis Ponce recordó una de las colaboraciones más queridas entre su padre y Guerra, aparte del mural de la fachada: la creación del vino Quota, lanzado en 2014 para el aniversario del local. Era una mezcla de cabernet y carménère, pero la mano del artista estaba en la etiqueta, donde destacaba su obra Oda Celestial, un cuadro que cuelga en una de las paredes de la trattoría. El chef José Luis Merino tenía en mente un proyecto gastronómico con estilo, buena comida y que conservara el espíritu propio del Barrio Italia. Así creó El Ciudadano, en calle Seminario. Pero sentía que le faltaba algo. Fue entonces cuando apareció Santos Guerra. El artista vivía cerca del local y, poco a poco, comenzó a frecuentarlo. Conversaba con Merino, con los garzones, con los clientes. A todos solía ofrecerles sus cuadros. "Él tenía su mesa. Se instalaba ahí y se quedaba horas. A veces pintaba en el mismo restaurante. Venía incluso cuando andaba mal de la guata, y acá le preparábamos arrocito con pollo", recuerda Merino. Agrega que Santos Guerra era de gustos sencillos para comer, "pero lo que no faltaba nunca era el sour. El viejito era un encanto". El chef dice que el artista "se hacía querer": aprendía los nombres de todos y la gente del barrio lo apreciaba. Sus pinturas terminaron por darle carácter al restaurante. Merino aún recuerda cuando Guerra pintó la obra más grande que decora el local. Para entonces, la amistad entre ambos se había estrechado. A veces el pintor pagaba sus consumos con cuadros, y un día le ofreció una obra mayor. Era verano, y se instaló afuera del local a trabajar. Cuando comenzó a incorporar a los propios clientes en su cuadro, "la gente se le acercaba, le hablaba y él los dibujaba. Los incluía en la pintura", cuenta Merino. Esa obra aún está en una de las paredes del restaurante. De gran formato, tiene colores fuertes, donde predominan el rojo y el verde, en los que se mezclan personajes con sombreros, gallinas, peces, flores y edificios que podrían ser de Valparaíso. Y aunque se ve poco y no hay certeza, algunos afirman que se pintó a él mismo en uno de los extremos. A veces iba al Ciudadano acompañado de amigos o daba entrevistas en el mismo lugar. Con el tiempo, Merino notó que el artista había comenzado a envejecer rápido. Se veía más frágil, más lento. Pero, dice, "nunca cambió de humor. Afortunadamente, el local y la gente del barrio fueron una gran contención y protección para él". En sus últimos años, Santos Guerra vivía en Providencia, cerca del Parque Bustamante. Su hijo Carlos recuerda que nunca dejó de pintar. "Pintó hasta los 77 años, hasta su última semana. Tenía una entrega para unos canadienses un sábado. Fue al lugar... y ahí le dio el ictus". José Santos Guerra Bruna murió el 6 de febrero de 2016, a las 22:00 horas, producto de un aneurisma, según consigna el certificado oficial. Apenas un mes después, en marzo, se inauguró la exposición "La república de los sueños" en el Centro Cultural de Providencia, con cuarenta obras que recorrían su vida, sus paisajes y sus obsesiones. La curaduría estuvo a cargo de Carmen del Villar, la misma periodista que había escrito su monografía.
En ese libro, Santos Guerra dejó una frase que, sin proponérselo, parece escrita como epitafio: "En cierto sentido, mi arte es autobiográfico, porque rescato imágenes de mi infancia, de los cuentos que escuchaba de niño, de lo que soñaba, y reconstruyo ese mundo en el que me hubiese gustado vivir". A fines de los ochenta, el artista le dio un giro completo a su vida. De vender seguros y trabajar en una AFP, se volcó a la pintura, la que plasmó en varios restaurantes de Santiago. A nueve años de su muerte, esos locales no solo mantienen el legado de Santos Guerra en sus salones, muros y fachadas, también le deben la identidad que tienen hoy. Este es un reportaje de Vergara 240, de la Escuela de Periodismo de la UDP, que siguió el rastro de sus obras por Lastarria, el barrio Italia y El Golf. POR MONSERRAT CARRIÓN SALINAS FOTOS JESÚS MARTÍNEZ La ruta gastronómica de Santos Guerra "Tenía su mesa. Se instalaba ahí y se quedaba horas. A veces pintaba en el mismo restaurante.
Venía incluso cuando andaba mal de la guata, y acá le preparábamos arrocito con pollo", recuerda el chef de El Ciudadano. "A los parroquianos les llamaba mucho la atención ver a este señor ahí, pintando", dice Marcelo Cicali sobre Santos Guerra, quien 1996 pintó el mural del Liguria de Pedro de Valdivia (foto del centro). También hay obras suyas en El Ciudadano de calle Seminario y en el Happening del Barrio El Golf. El mural de la fachada del Da Noi, de Barrio Italia, (foto a la derecha) es un autoretrato que pintó él mismo tras entablar una amistad con el primer dueño del local. Era bohemio, pero no bebedor, cuenta Carlos, su hijo menor. Amaba la ciudad. Le gustaba caminar por el centro, por Providencia y por Lastarria, apoyado en su bastón. SER G IO L OPEZ.