Despertar de golpe
Gabriel Rodríguez, periodista y escritor Temprano, una de las ancianas que administraban la vieja casona me avisó que me llamaban por teléfono.
Era un compañero de la Facultad que me informaba que había golpe de Estado y que saliera del centro de la ciudad n septiembre de 1973 yo era un estudiante más de la Escuela de Derecho de la Universidad de Chile en un Santiago que vivía de rumores. Cuál de todos más escalofriante. Desde el “tancazo” del 29 de junio parecía que un reloj invisible marcaba las graves horas que habían de venir. Después de tomas y retomas el ambiente universitario parecía haber alcanzado un lento compás de espera.
Si alguien hubiera podido leer la compleja realidad habría dicho que “las cartas estaban echadas”. Uno que otro estudiante “bien informado” hablaba de los generales “leales” y los “golpistas” Debo reconocer que a pesar de mis lúcidos recuerdos del día 11, las semanas previas están llenas de sombras y vacíos.
Es posible que el nivel de polarización que vivía el país, con niveles de violencia desatada, con marchas que provocaban miedo del movimiento “Patria y Libertad” y por el otro extremo del Movimiento de Izquierda Revolucionaria (MIR) con sus bastones y sus consignas de “Pueblo, conciencia y fusil” hubieran agotado mi capacidad de asombro. A pesar de los rumores no renunciábamos a la alegría de vivir, aunque sólo escuchábamos retazos de lo que en realidad se fraguaba en las sombras. Por ambos bandos se agudizaban las amenazas y la prensa alcanzaba los máximos niveles de agresividad. Unos amenazaban con una masacre tipo Yakarta, otros respondían que no se la llevarían pelada.
El general Carlos Prats había dejado la comandancia del Ejército y el Ministerio de Defensa, después que frente a su casa, esposas de generales y oficiales, se manifestaran en su Biblioteca del Congreso Nacional “Logré subir a una micro y crucé La Moneda rodeada de tanques”. Contra. El país se balanceaba al borde del abismo.
Muy pocos parecían verlo, Los camioneros, los comerciantes y los Colegios Profesionales habían decretado un paro general que hoy sabemos con certeza que contaba con generosos dólares “made in USA”. Recuerdo agónicas marchas por la Alameda apoyando a los marinos detenidos por denunciar los afanes golpistas de los oficiales. Era un Santiago silencioso, oscuro, sin el optimismo y el carnaval que normalmente acompañaban estas manifestaciones. La inútil esperanza A pesar de todo había una cuota de esperanza. Chile había superado graves pruebas y su democracia seguía intacta. Aunque tensionada, no nos imaginábamos hasta donde llegarían las cosas en las siguientes semanas.
Como típico estudiante de provincia llevaba una vida solitaria en una pensión del barrio cívico de Santiago y adhería al proyecto del presidente Allende de avanzar hacia una sociedad socialista en democracia y libertad, conocida como la “vía chilena al socialismo”. El presidente iba a llamar a un plebiscito ese martes 11 desde la Universidad Técnica del Estado, donde se había programado un “Acto por la Vida”. Temprano, una de las ancianas que administraban la vieja casona me avisó que me llamaban por teléfono. Era un compañero de la Facultad que me informaba que había golpe de Estado y que saliera del centro de la ciudad. Me vestí lo más rápido que pude y me dirigí a la Alameda. Había poca movilización y la gente caminaba a sus casas alejándose del centro. Logré subir a una micro y crucé La Moneda rodeada de tanques.
Llegué a la casa de mi amigo en Nuñoa quien me dijo: “La Chile resiste en el pedagógico”. Y en su pequeña motocicleta nos dirigimos allá esperando encontrar a miles de estudiantes y una gran efervescencia. ¡ Pero... Oh sorpresa! Solo un pequeño grupo de jóvenes instalaba una barricada en la Avenida Macul. No había dirigentes, ni profesores, ni administrativos. Éramos los únicos de nuestra Facultad de Ciencias Jurídicas y Sociales. A lo lejos se escuchaban disparos y explosiones. Pasó el tiempo y la ciudad se fue quedando en un silencio premonitorio que duraría 17 años. Poco antes del anunciado toque de queda nos acercamos a quien parecía liderar la resistencia y le preguntamos si además de sillas y mesas se contaba con algo más.
Su inocente respuesta aún resuena en mis oídos: “no, pero les vamos a arrojar de todo, máquinas de escribir, de todo”. Entonces, descubrí que todo lo que insinuaban los rumores sobre armas y guerrilleros eran mitos. Pocos minutos antes del “toque” el grupo declaró libertad de acción en vista de la enorme desigualdad ante un posible enfrentamiento.
Afortunadamente la pequeña motocicleta respondió y en pocos momentos ingresamos a la casa de mi amigo donde su padre nos obligó a permanecer encerrados por dos días “mientras las cosas se calmaban”. Cuando volví a la vieja pensión, las vitrinas del centro antes vacías, lucían llenas de mercaderías. Esos días cambiaron mi vida y la de millones de chilenos. Pero esa es otra larga historia. Q