Menos y más viejos
Egún las cifras publicadas por el Instituto Nacional de Estadísticas (INE), Chile registró solo 70.336 nacimientos durante el primer semestre de 2024. Ello representa una caída del 22,9 % en comparación con el mismo periodo del año anterior, que ya fue, a su vez, el año con menos nacimientos registrados de la última década.
Dicho número ha sido continuamente a la baja desde 2014, cuando se contabilizaron en total 251,011 nacimientos, hasta 2023, con 173.920 ; el único quiebre de la tendencia, entre 2020 y 2022, ha sido atribuido a los efectos de la pandemia.
Por otro lado, se estima que la Tasa Global de Fecundidad (TGF) —es decir, la cantidad promedio de hijos por mujer— no superará los 1,5 hijos por mujer, significativamente lejos de la cifra considerada suficiente para permitir el recambio general, definida en 2,1 hijos promedio por mujer. Ello significa que, por debajo de esa tasa, la población del país, inevitablemente —y sin considerar el impacto de la migración—, comenzará a reducirse. Es evidente el impacto que este fenópuede causar en diversos ámbitos de la vida social.
En primer lugar, como manifestación más directa y combinado con la “Parece miope ignorar que la caída de la natalidad se trata de un desafío de primer orden para nuestra convivencia social”. Extensión de las expectativas de vida, el envejecimiento de la población, con todos los desafíos que ello proyecta. Sobre los sistemas de pensiones, el debate sobre la edad de jubilación y las posibilidades de solidaridad intergeneracional. También sobre el sistema de salud y la demanda por cuidados. Y, ciertamente, sobre el mundo del trabajo: por un lado, escasez de trabajadores jóvenes; por el otro, una masa creciente de personas adultas, con experiencia y/o calificaciones, pero apartadas del mercado laboral.
Todo ello sin considerar siquiera cómo ello está obligando, de manera cada vez más acelerada, a rediseñar las formas tradicionales de nuestro tejido social; por ejemplo, familias cada vez más pequeñas y por tanto con menos redes de apoyo. Si el diagnóstico es tan elemental co| mo abrumador, más difícil parece determinar las políticas más adecuadas para hacerle frente. El Gobierno ha relevado entre sus objetivos programáticos, por ejemplo, la instalación de un sistema de cuidados. Pero ese objetivo, pertinente, aborda sólo una dimensión del problema. Coinciden los especialistas en que hay motivaciones económicas, de desarrollo laboral, o incluso la paulatina construcción de una sociedad más centrada en el individuo, que tienen un papel significativo. También en que sociales en las que nadie pensaría en retroceder, como la disminución del embarazo adolescente, o la incorporación de la mujer al mundo del trabajo, con el consiguiente incremento de su autonomía.
Investigaciones recientes (Abufhele y Yopo) muestran que ha subido la edad promedio a la que las mujeres tienen su primer hijo, y que quienes tienen hijos más tarde son aquellas mujeres con más educación, con empleo y que están casadas.
Aunque el cambio demográfico excede con mucho el alcance de las políticas estatales, parece miope ignorar que se trata de un desafío de primer orden para nuestra convivencia social y que, como suele ocurre con los asuntos de nuestra vida en común, finalmente se trata de un problema político.