Autor: Juan Carlos Jobet
COLUMNAS DE OPINIÓN: Un momento triste
COLUMNAS DE OPINIÓN: Un momento triste LA RECIENTE OLA DE HOMICIDIOS SE HA TOMADO EL DEBATE. Y CON RAZÓN: LA MUERTE A BALAZOS DE 17 PERSONAS EN CUATRO DÍAS GENERA EVIDENTE CONMOCIÓN. Aunque el foco ha estado en la falta de reacción del liderazgo político y el aparato estatal, es difícil no pensar en el lado humano de esta tragedia. En las madres que perdieron un hijo, en los niños que crecerán sin padre, en las familias que cargarán con el dolor y el sinsentido de una muerte prematura, incomprensible. Frente a ese sufrimiento, parece no haber espacio para más que la empatía y una silenciosa reflexión. Es difícil hablar de otra cosa, mirar siquiera otras aristas de la violencia, porque al hacerlo se corre el riesgo de aparecer trivializando ese dolor. Pero también podemos hacer de esta una encrucijada a partir de la cual las cosas empiezan a cambiar. Un momento en que el fenómeno de la violencia deja de justificarse, en el que la condena se hace unánime y en el que todas sus aristas se abordan de forma decisiva. Vistas así las cosas, vale la pena mirar un ángulo de la violencia del que hablamos menos, pero que también debemos erradicar: el del crimen enquistado en los ecosistemas y comunidades productivas. Y es que aunque las pérdidas económicas generadas por la violencia son enormes, el daño social y humano --menos visible, pero tanto o más difícil de revertir-es gigantesco. Como me dijo un ejecutivo del sector forestal, en "este ambiente se dañan los vínculos, se debilita el tejido social, se empieza a mirar con sospecha al otro. Y en un contexto de desconfianza, sabemos, es muy difícil hacer empresa.
Las comunidades se aíslan, las oportunidades se alejan, el Estado no llega, las personas se frustran, migran o adhieren --a falta de mejores opciones-a las dinámicas violentas, generando un círculo vicioso". Una mirada a nuestras principales industrias no muestra una película alentadora.
En algunas --como la minería o la agricultura-hay poca información, aunque hay señales inquietantes: las mineras están colaborando con la fiscalía en la lucha contra los robos, y los agricultores manifiestan que el mundo rural dejó de ser sinónimo de paz y tranquilidad. En telecomunicaciones hay datos: casi 10 mil querellas y denuncias por robo de cables de cobre y fibra óptica en dos años, y 50 mil actos contra la propiedad entre 2020 y 2023. Cada año, bandas organizadas roban unas 20 mil baterías de las antenas de telefonía móvil. En distribución eléctrica hay 263 mil clientes a cuyas casas las compañías no pueden llegar porque la inseguridad de sus barrios no lo permite. Y el robo de cables pasó de 223 km en 2021 a casi 600 km en 2023. Entre 2021 y 2023 se robaron suficientes cables para conectar Santiago con Antofagasta. Para volver al sector forestal: en esta industria, junto con la obtención de permisos, la inseguridad es quizás la principal traba a la inversión. Solo en prevención y combate de incendios, las empresas gastan unos 130 millones de dólares al año. A eso hay que sumar el gasto público. El 60% de los incendios son intencionales, pero no hay ningún detenido en más de mil denuncias. En el robo de madera hay esperanza: cayó un 92% en 2023.
Cuánto fue gracias a la ley de robo de madera --a la que la izquierda tanto se opuso-y cuánto a la caída del precio de la madera que empeoró el negocio para las bandas, es difícil de saber. Pero la película general es desoladora.
La suma de ataques a trabajadores, robos, incendios, costos de seguros, usurpaciones y un largo etcétera, ha generado un efecto dramático: si hace 20 años se plantaban 130 mil hectáreas en Chile cada año, la mitad para reforestar lo cosechado y la otra en forestación nueva, en los últimos siete años solo se reforestó; las nuevas hectáreas fueron casi cero.
Aunque destinan tiempo y recursos a lidiar con la violencia, las grandes forestales al final se las arreglan: plantan en Chile lo necesario para abastecer sus plantas industriales --donde tienen siete veces más dólares invertidos que en bosques-y pueden concentrar sus nuevas inversiones en el extranjero. Pero como pasa casi siempre, los pequeños son los que más sufren. El cóctel de violencia erosiona toda la cadena productiva: los pequeños propietarios de tierra dejan de plantar, las pymes de hospedaje o alimentación, parte del día a día de los trabajadores, migran o quiebran. Y familias sencillas pierden su fuente de sustento. Eso es cierto para el sector forestal. Pero cuando se incrusta la violencia, es cierto también para la salmonicultura, la actividad portuaria, el transporte y el resto de la economía. Algunos efectos de los delitos se pueden medir: el valor del cobre o la madera robada, el costo de reponer un tractor. Incluso se habla con fundamento del "impuesto de la violencia" y el BID le asigna varios puntos del PIB.
Pero el daño que genera la violencia a la red delicada de confianza y relaciones sociales que es el sustrato en que se trabaja y genera prosperidad, es imposible de cuantificar: el golpe a la esperanza de esas familias en el futuro, ¿cuánto cuesta? El temor de un pequeño empresario local que lo hace desistir, o el perjuicio a la reputación internacional del país, ¿cómo se miden? Por eso, con la violencia no se pueden hacer cálculos: porque sus consecuencias más serias no se pueden medir, empezando por el valor de las vidas humanas o el drama de vivir presa del temor. Y porque sabemos dónde empieza la violencia: en las pequeñas transgresiones, en los silencios cómplices, en el coqueteo con ella para sacar una ventaja, en la erosión de la autoridad. Pero no se sabe dónde termina. Hacer retroceder la violencia es una tarea difícil, pero irrenunciable. No se puede seguir con las mismas medidas que han fracasado, no se puede seguir arropado en una visión ideológica de este flagelo. Al país parece no quedarle más alternativa que hacer de este momento triste, un punto de quiebre. Y responder con audacia y creatividad. Un momento triste Los pequeños son los que más sufren.
El cóctel de violencia erosiona toda la cadena productiva: los pequeños propietarios de tierra dejan de plantar, las pymes de hospedaje o alimentación, parte del día a día de los trabajadores, migran o quiebran". ANÁLISIS Juan Carlos Jobet.